25/12/10

Yo soy el amor

El cine italiano -sacando algún film aislado- hace rato que tiene sus luces apagadas, si comparamos con lo influyente que fue durante el siglo XX. El neorrealismo, Rossellini, Fellini, Visconti, Antonioni, Pasolini, Bertolucci fueron aportes altamente significativos a la cinematografía mundial, para no hablar de la comedias de Dino Risi, Mario Monicelli y Ettore Scola, entre otros. Algunos films de Bellocchio todavía muestran destellos de aquel fulgor, pero la producción media es inequívocamente mediocre, si uno se atiene a éxitos como Pan y tulipanes, El último beso o la empalagosa La ventana de enfrente. Algunos considerarán excepciones Mi hermano es hijo único, la miniserie La mejor juventud o algunos films de Nanni Moretti (a los que yo le veo muy poco mérito), o recordarán con una sonrisa La vida es bella y a su creador, el insoportable Roberto Benigni. Por eso, con estos antecedentes resulta muy sorprendente un film como Yo soy el amor, de Luca Guadagnino, fruto de un proyecto concebido con la grandiosa actriz británica Tilda Swinton, a la que el director persiguió durante años y que, además de protagonista, ha terminado colaborando como productora.


La trama se relaciona con una familia de la alta burguesía industrial de Milán que ha hecho su fortuna a raíz de una fábrica textil. La muerte del patriarca lleva a que las responsabilidades se repartan entre el hijo y el nieto, que no poseen la misma visión del mundo y de los negocios. Lo que media entre ellos es el personaje de Emma (Tilda Swinton), esposa del primero y madre del segundo. Emma tiene la particularidad de ser extranjera (fue un "tesoro" que Tancredi -coleccionista de arte- se trajo de una visita a Rusia), de cumplir con todas las reglas que exige ser una Recchi -es decir, estar vestida todo el día como para figurar en el Vogue, criar a sus hijos, amortiguar los conflictos entre ellos y el padre, supervisar las comidas y el manejo de la casa- hasta que aparece Antonio, un amigo de su hijo, al que se relaciona con la comida -es chef- y la naturaleza -pasiones soterradas de Emma-, que lo rodea en el lugar designado para abrir un restaurante en San Remo. Emma se hace consciente de su profunda insatisfacción cuando descubre que su hija está enamorada de una mujer y deja a su novio. Estar casada con Tancredi tiene un montón de beneficios -la seguridad y el confort- pero la mantiene en un estado catatónico, sin lugar para la pasión y el deleite.

Como se ve, Yo soy el amor es un simple melodrama (palabra derivada del griego y que significa "drama con música.") Lo que no es habitual es la suntuosidad de su puesta en escena y la elegancia de sus recursos. Por un lado, es llamativo que siendo italiano el film no se permita desbordes sentimentales; hay una economía en la mostración de las emociones más propia del cine inglés. Tampoco hay mucho espacio para los diálogos; el film destella sugestión en base a un refinado lenguaje visual apoyado y sostenido por la riquísima banda sonora de John Adams, que subraya escenas enteras.











Se trata de una verdadera experiencia sensorial que deja mucho al arbitrio del espectador, que se sentirá enormemente defraudado si espera una historia fuerte, novedosa, con una guía en los diálogos. Aquí se trata de sugerir en base a datos de un diálogo (Emma no es el verdadero nombre de la rusa, que fue bautizada así por su marido, quizás proféticamente si tenemos como referente a la Madame Bovary de Flaubert), la imagen o el montaje. La cámara posee una autonomía pocas veces vista, siempre motivada: se escapa de la cena familiar para mostrar la fábrica que produce el dinero que sostiene a esa familia, o a exhibir retratos que establecen relaciones entre los personajes. Un peinado asocia a Emma con el personaje de Kim Novak en Vértigo –el paradigma de la mujer objeto-, tras sufrir la transformación a la que la somete el obsesivo Scottie. Cuando Emma yace junto a Antonio recuerda a la imagen central de El nacimiento de Venus de Botticelli, por su disposición corporal y el cabello enmarcando el rostro. Hay flashbacks que remiten a la vida de Emma en Rusia, que mediante imágenes fulminantes en sucesión la asocian con la comida, la pasión, la naturaleza; hay fantasías (Emma imagina a su hija comentándole su homosexualidad, sentada en un parque; Antonio fantasea con una visita de Emma a su restaurante, más precisamente a su cocina).










El film construye una argamasa audiovisual que dispara referencias: el detalle y la riqueza de la puesta en escena recuerdan al cine de Visconti, por ejemplo, la reunión familiar en el comedor de La caída de los dioses. La escena de amor entre Emma y Antonio sobre el pasto recuerda a la de La hija de Ryan (David Lean, 1970) en el bosque, otra historia inspirada en la novela de Flaubert y con fuerte anclaje visual. La música de John Addams remite a la de Michael Nyman en El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante (otro film sobre adulterios y banquetes). Pero sin duda la referencia más fuerte en cuanto al uso del lenguaje viene dada por Con ánimo de amar, de Won Kar Wai, otro relato sobre el adulterio apoyado en lo visual y musical y con leve esquema argumental. Que la suegra de Emma esté representada por Marisa Berenson nos remite también a otro ilustre ejemplo donde lo visual impacta sobre lo narrativo: el Barry Lyndon de Stanley Kubrick.

Y si el nuevo patriarca de la familia Recchi se llama Tancredi, como el personaje de la ópera de Rossini, ese género musical subyace en la puesta en escena de la magnífica secuencia final en que Emma huye de la casa para dejar de estar sofocada y completar su viaje de autodescubrimiento que la depositará en el seno de la tierra, junto a Alberto, rodeada de naturaleza en una caverna que funciona como un útero protector. Atrapada en la red familiar queda Eva, otra “extranjera” a la familia, menospreciada por poseer una fortuna menor, que lleva el hijo de Edo en su vientre y ha aceptado ser un adorno más dentro de esas suntuosas mansiones.

Quienes crean que se ha comentado mucho de la trama se les puede decir que sólo se les ha ofrecido la entrada a este festín; Yo soy el amor es uno de esos escasos ejemplos donde la magia del cine puede llegar a exceder la de lo narrativo con derecho propio, transformándolo en una península de un vasto continente.


 

1/12/10

Cuerpos ardientes



El debut de Lawrence Kasdan como director no pudo ser más auspicioso, un thriller en la línea de James M. Cain (el autor de El cartero llama dos veces), un pastiche de Pacto de sangre (Double indemnity, Billy Wilder, 1944), una de las cumbres del film noir de los años 40. Aquí no están Barbara Stanwyck ni Fred MacMurray pero sí la deslumbrante Kathleen Turner -en su debut fílmico- y un casi novato William Hurt, que le aportan al asunto la dosis de sensualidad y erotismo que el código Hays y sus severas restricciones no le permitieron al director de Sunset Boulevard.

En un tórrido verano en la Florida, un abogado -que se mueve más por los impulsos de su genitalidad que por su raciocinio- se deja atrapar en la tela de araña urdida por la más ambiciosa de las mujeres fatales, que utiliza su sexualidad como poderoso anzuelo. Una vez que ha conseguido su objetivo -que la ayude a asesinar a su marido para poder quedarse con la fortuna-, la mantis religiosa se dedicará a devorar a su macho, haciendo que todas las pruebas incriminatorias apunten en su dirección.

Realizado en 1981, el film abunda en citas hiperconcientes de sus ancestros. En el thriller, el espectador colabora en la construcción del film llenando lagunas y elaborando más suposiciones que en otro tipo de género, ya que es impelido por los desequilibrios cognitivos que provoca la falta de información para generar suspenso. Un thriller será efectivo para el espectador si -entre otras variables- sus suposiciones son superadas por una conclusión inteligente, basada en información generada por lo que ya se vivió y experimentó y no por una razón extemporánea.

Cuerpos ardientes tiene en su protagonista femenina -Matty Walker- una diestra puestista en escena que hace del saber una baza y no devela sus cartas hasta el clímax. Una lectura retrospectiva -una vez concluido el metraje- nos lleva a deducir que esta mujer ha representado un papel en la vida del abogado Ned Racine. Ha fraguado un encuentro -en apariencia fortuito-, lo ha animado a una relación de amantazgo -aparentemente espontánea-, lo va a empujando para que haga suya la idea de asesinato hasta hacerle creer que él lo ha diseñado. Es más, Matty -su nombre como actriz como lo revelará una concluyente y demoledora prueba final- llega a encarnar las palabras "saber es poder" y no dudará en sembrar su recorrido por la vida de Racine con pistas que el enceguecido hombre no sabe ver (la película está narrada desde su punto de vista). De hecho, él es un animal sexual que suele cazar mujeres con uniforme -camareras, enfermeras- y no puede ver que Matty lleva un disfraz.

Muchos de los rasgos del film negro clásico se cumplen puntualmente: el protagonista es un hombre débil, de mentalidad adolescente, arrastrado por una vorágine que lo lleva a su propia destrucción. La mujer fatal no sólo corroe las prerrogativas del ser macho en la sociedad sino que también ataca los cimientos de la familia: otro de los objetivos de Matty es dejar a su cuñada y sobrina sin la herencia correspondiente. A partir de la segunda parte del film, una vez cometido el asesinato, Ned se transforma en un investigador privado que ni siquiera puede confiar en sus amigos más cercanos, el fiscal Peter Lowenstein (Ted Danson, hábil en sus pasitos de baile a lo Fred Astaire que Kasdan utiliza como leif motiv) y el sargento Oscar Grace (J. A. Preston), quienes serán los encargados de ponerlo tras las rejas, en una situación de pasividad absoluta, y quienes le habían advertido acerca de la peligrosidad que entrañaba su relación Matty.

Otros rasgos se ven modificados por el clima de época: ya hemos aludido a la alta carga erótica que el film conlleva y que permite explicitar lo que en los antecedentes del género se suponía. Por otro lado, introduce una variante extraordinaria que es la supervivencia de la mujer fatal. Tamizada por el feminismo de los años 70, Matty Walker es una heroína a la que se le permite cumplir con su deseo y no ser castigada, aunque el film deje en duda si llegó o no a amar a Ned. La escena final de Matty tomando sol en una paradisíaca playa de algún país exótico con la expresión incómoda, insatisfecha, melancólica de su rostro abona la duda. Otra variante es permitir que el típico muchacho estadounidense termine siendo condenado por miembros de minorías (un judío y un negro), depositarios de los ideales de la profesión que él no quiso honrar.

La puesta en escena de Kasdan es cuidada y minuciosa. Utiliza los vahos del calor como sustituto de la niebla que poblaba los films de los 40: los personajes se arrojan cubitos cuando están inmersos en bañeras o ponen sus pectorales a refrescarse de cara al refrigerador. Los cristales que cuelgan en la mansión de Matty emiten sonidos cuya frialdad connota al personaje. El uso de la iluminación para la escena en que Matty le regala a Ned el sombrero Fedora -similar al que usaban Sam Spade o el detective Marlowe- permite que ella se desvanezca y en el reflejo del vidrio de un auto Ned superponga su imagen a la de ella (un antecedente de que él cargará con toda la culpabilidad y ella se esfumará en las sombras). El cambio de foco cuando se están anunciando las condiciones del nuevo y sorpresivo testamento permite que notemos que Matty está siendo observada escrupulosamente por el fiscal Lowenstein. La envolvente banda sonora compuesta por John Barry contribuye a la atmósfera sugerente y ominosa que puebla el film. Y la fotografía de Richard H. Kline sabe combinar bien los rojos y naranjas sensuales con los blancos y celestes frizados.

Kasdan, que como antecedentes tenía los guiones de El imperio contraataca (Irvin Kershner, 1980) y Los cazadores del arca perdida (Steven Spielberg, 1981), deslumbra en su debut y seguirá manteniendo el nivel durante los años 80, generando films que lo tienen también como guionista y director (Reencuentro, Silverado, Un tropiezo llamado amor). En la década siguiente, su aura se debilita (Te amaré hasta matarte, El corazón de la ciudad, Wyatt Earp, Mumford), hasta apagarse con El cazador de sueños en el año 2003.