25/2/12

J. Edgar


Con esta biografía sobre John Edgard Hoover, el creador del FBI, Clint Eastwood se recupera parcialmente de los traspiés que significaron los films posteriores a Million Dollar Baby. Director sobrevalorado si los hay, cabe destacar en Eastwood la mesura y el aliento clásico que imprime a sus historias, realizando siempre films de género sobrios y austeros, rebosantes de oportunidades con sus colegas a los que permite que desarrollen grandes caracterizaciones casi siempre nominadas a premios o reconocidas por sus pares. Este caso no es la excepción ya que logra que Leonardo Di Caprio estampe una de sus grandes interpretaciones imponiéndose a las toneladas de látex debidas al maquillaje que marca el paso de los años en el personaje.


A través de una compleja estructura que alterna a un narrador omnisciente con flashbacks originados en un relato parcial de historias del FBI que Edgar narra a jóvenes escribas contratados por su apostura, Eastwoood nos cuenta la historia de este siniestro personaje, su acceso al poder y sus denodados esfuerzos para sostenerse en él a lo largo de 5 décadas, amenazando a los distintos presidentes con revelar salaces secretos sobre sus vidas íntimas para asegurar su continuidad en el poder. A la vez, Eastwood con apocopada parsimonia, nos muestra la doble vida que Edgar lleva con su socio Clyde Tolson (el apolíneo Armie Hammer, de destacado doble papel como gemelo en La red social), una pareja reprimida por las circunstancias; no sólo por el desempeño en la esfera pública de ambos sino también por los traumas que una dedicada y ambiciosa madre (Judi Dench, a lo araña pollito) imprimió sobre la psiquis del joven y no tan joven Edgar. No es casual que a la hora de su muerte, en la intimidad de su dormitorio, se destaque un altar en el que se honra a la madre y ninguna foto del que fuera su objeto amoroso posterior, que acude presto a despedirse tras cubrir su insignificante desnudez.

A través del guión de Dustin Lance Black (Milk) vemos la denodada lucha de Hoover contra los anarquistas de los años 20, los gánsteres y su desempeño en el caso Lindbergh; también su relación con Helen Gandy (excelente Naomi Watts, ya iniciándose en papeles de carácter), a quien después de cortejar infructuosamente contratará como secretaria personal, testaferro de sus secretos más deleznables. La relación con esa madre terca e imperiosa; su deformada visión de la realidad que lo hace ver conspiraciones comunistas por doquier (cuando en los años 60 el presidente Kennedy fue víctima de una conspiración de derecha), los intentos para que Martin Luther King no se quede con el premio Nobel de la Paz, etc. También son interesantes las vinculaciones de sometimiento que impone a sus seres más cercanos: tanto su pareja como su secretaria sirven de eternos asistentes, sombras que sostienen el proyector que delinea su leyenda. Más adentrados en los años y las enfermedades, Tolson funcionará como una especie de conciencia crítica de ese personaje torturado y nos alertará de las mentiras que configura en su biografía pública. Tanta oscuridad es destacada por la puesta en escena: la fotografía de Tom Stern recuerda la del Gordon Willis de los años 70, famoso iluminador de El padrino y Annie Hall, caracterizado por fuertes contrastes de luz y oscuridad, aunque en este caso se impongan las sombras.

Y saliéndonos del film, resulta por demás atrayente que un hombre tan mayor como Clint, conocido republicano, se anime con la vida íntima de un personaje famoso, vida a la que imprime sus particulares características de sobriedad, restricción y laconismo.

El topo


El topo nos sumerge en el universo viscoso de John le Carre, en el mundo del espionaje y la Guerra Fría de la década del 70. Es una inmersión absorbente porque el film exige más de lo habitual en el espectador; construido en base a abundantes elipsis amerita más de una visión para su comprensión. Quienes no quieran tomarse el trabajo son igualmente recompensados por las excelentes actuaciones y la atmósfera plenamente recreada de la época.

Se ha descubierto que en la cúpula del servicio secreto inglés hay un “topo”: un traidor que juega para los dos bandos. Cae en Smiley -un agente retirado- la responsabilidad de descubrirlo. Smiley es todo un personaje. Interpretado por Gary Oldman, un actor caracterizado por lo excesivo, es una máscara que rara vez devela sus emociones o sus pensamientos. Sabe que se mueve en un mundo donde todo es apariencia, donde cada acto obedece a una intención a ser interpretada por quien observa o investiga.

En semejante tinglado se descubrirá que lo laboral está estrechamente ligado a lo personal: quien ha traicionado a la patria ha traicionado a su compañero de trabajo sosteniendo un affaire con su mujer y, por otro lado, ha traicionado el amor y la confianza que otro compañero tenía en él. El topo -no vamos a  develar quien lo interpreta para no adelantarnos a aquellos que no han visto el film, muestra la bisexualidad como arma de intercambio: el traidor puede pasar de un bando al otro como un camaleón muda de color de piel. El film valora negativamente esa indeterminación del objeto de deseo sexual utilizada para manipular, extraer información y vulnerar al contrincante en su flanco más débil; otro personaje, un estrecho colaborador de Smiley, es despedido de la fuerza por ser descubierto como gay. A diferencia del traidor, éste no ponía en juego los intereses de su país, por lo que es valorado positivamente; simulaba una atracción por las mujeres de la oficina -para preservar el puesto de trabajo- pero con ello no comprometía los intereses del estado ni su integridad. 

Dentro del género de espionaje El topo se sitúa en las antípodas de los films Bond. Aquí no hay glamour ni sorprendentes gadgets ni paisajes exóticos ni constantes escenas de acción; se apela más a lo cerebral del espectador que a su sensorialidad. Al igual que hiciera con el film de vampiros en Criaturas de la noche (2008), el director sueco Tomas Alfredson elige la sutileza y el tacto más que el golpe de efecto y la sensación. Todo se desenvuelve en un clima asordinado de medias palabras y miradas obstaculizadas por incontables objetos. La tensión emerge de detalles que se van amontonando en capas cada vez más densas.

Los actores ingleses deslumbran una vez más. Desde la cascada veteranía de un John Hurt hasta la desapasionada composición de Gary Oldman, pasamos por la pringosa apariencia de Toby Jones -inolvidable Capote en Infame-, el mascarón de proa de Ciarán Hinds y la líquida versatilidad de Colin Firth que, curiosamente, inició su carrera en otro film de espionaje atípico, Another country, allá por 1984, donde se señalaban las causas que llevan a un muchacho educado para gobernar los destinos de su país a traicionarlo.  

20/2/12

La malvada


Una de las grandes películas del Hollywood clásico, La malvada (1950) nos muestra los pasos que sigue Eve (Anne Baxter) para quedarse con el cetro de gran actriz que ostenta Margo Channing (Bette Davis). Narrado mediante los puntos de vista alternativos de Addison DeWitt -un crítico teatral representado por George Sanders-, Karen -la amiga de Margo y esposa del dramaturgo que le escribe las obras, representada por Celeste Holm-, la misma Margo, y un narrador omnisciente muy hábil en el arte de escatimar información, el film aúna las virtudes de su creador Joseph L. Mankiewicz como guionista y director de actores, posibilitando el relanzamiento de la carrera de Bette Davis, agotada tras una sucesión de fracasos.

Afincada en la concepción de que el mundo es un teatro donde cada uno de nosotros representa un papel, la cuestión se ve multiplicada en una puesta en abismo ya que el ambiente en que se desarrolla el film es el del mundillo teatral neoyorquino. En este contexto, quien se presenta con ropajes de ingenua puede ser una pérfida, y la que aparentemente es una prima donna caprichosa e histérica puede esconder a una niña desprotegida. Así vemos cómo Eve primero se gana la amistad de Karen para acceder a Margo, y luego, más afianzada en su territorio, avanza en contra de ambas pretendiendo quedarse con sus maridos, autor y director de la obra a estrenar, respectivamente. Eve llegará con diversas artimañas a conquistar el lugar de Margo en la escena teatral pero sólo le quedará como compañía otro monstruo de control como Addison DeWitt, tan inescrupuloso y desalmado como ella, ansioso de utilizar lo que conoce sobre su pasado para poseerla.    

Otro de los temas que narra el film es el del paso de los años. Margo viene interpretando mujeres que son más jóvenes que ella y siente que puede llegar a hacer el ridículo. El hombre que ama tiene 8 años menos y se siente insegura ante la posibilidad de perder su amor ante una mujer más joven. Otro es el de la envidia: Karen queriendo darle una lección a su amiga termina dándole un gran espaldarazo a la pérfida. Otro, el del desamor: tanto Addison como Eve son monstruos de ambición, posiblemente bisexuales, capaces de hacer cualquier cosa por satisfacer su ego e imposibilidad de amar.


Bette Davis ofrece una interpretación matizada, con una voz más ronca que lo habitual, que puede provocar tanto el estruendo de una diva furiosa como el ronroneo de una niña maltratada por la vida. Anne Baxter, con ese perpetuo parecido a un zorro, maneja sus miradas como linternas en la oscuridad, escudriñando las vulnerabilidades de los que la rodean. Celeste Holm hace de una mujer cándida pero con matices que revelan una subterránea corriente de oscuridad. George Sanders imprime el soberano tono irónico por el que el film navega majestuosa e inigualablemente. En el resto del reparto destaca una fulgurante aparición de Marilyn Monroe, que persigue productores ofreciendo la promesa de su cuerpo para que le ofrezcan una oportunidad.


El final despliega visualmente el mecanismo de la puesta en abismo. Gloriosa, habiendo ganado un trofeo, Eve acepta la compañía de otra "ingenua" para paliar la soledad del éxito. La imagen final devela a la recién llegada probándose el vestido de Eve frente a un espejo que la refleja casi infinitamente; la sucesión del trono ya se ha iniciado.

5/2/12

Los descendientes



En Los descendientes Alexander Payne nos enfrenta con la muerte y la posibilidad de cambio que ésta representa. Alexander King (George Clooney) es un abogado que debe enfrentar la muerte en vida de su esposa, una mujer que ha quedado en coma tras accidentarse practicando esquí acuático. Alexander se ha ocupado mucho de su trabajo -administra unas grandes porciones de tierra hawaiana para él y su familia, de larga tradición en la isla- y ha descuidado la relación con sus hijas, que había quedado en manos de la esposa, a la que también había resignado a un segundo lugar en su vida. El accidente dará la posibilidad de una comedia de reconciliación, en la que el protagonista intentará reestablecer los lazos afectivos con aquellos que lo rodean y con su tierra natal.
Alexander Payne

Alexander Payne es uno de aquellos realizadores estadounidenses surgidos en los años 90 que tienen como modelo a Robert Altman. Paul Thomas Anderson (Magnolia, Boogie nights) toma de Altman la estructura coral y le inyecta el virtuosismo formal de Martin Scorsese. Todd Solondz (Happiness, Storytelling) también toma la estructura coral del maestro pero también comparte su visión satírica del mundo, con un contenido altamente corrosivo. Payne es un cultor de la sátira de costumbres de su sociedad sin el correlato ácido y potencialmente subversivo de Altman, con una pátina naturalista más agradable para la mayoría de los espectadores que la que utiliza Solonds: por eso sus films son nominados una y otra vez para el Oscar mientras que los del director de La vida durante tiempos de guerra no.

El debut de Payne fue con Citizen Ruth, una comedia donde una mujer adicta al pegamento queda embarazada. En dos oportunidades tuvo que aceptar que el estado tutelera sus hijos porque ella no podía hacerse cargo de ellos. En esta ocasión dos grupos pugnan por hacer de ella un símbolo: una liga católica anti aborto encabezada por Burt Reynolds (siempre acompañado de un adolescente afeminado del que sospechamos es su amante) y un grupo conformado por lesbianas y motociclistas que abogan por la libre elección de la mujer con respecto a su cuerpo, encabezado por Tippi Hedren, disfrazada de career woman. La sátira en este caso es de brocha gorda; Laura Dern utiliza su grotesca máscara para encarnar a una mujer que le importa muy poco de todo salvo el conseguir dinero para seguir comprando pegamento.

En 1999, Payne dirigió La elección, protagonizada por Reese Witherspoon y Matthew Broderick. Aquí ponía su mirada irónica en los métodos consagrados por los norteamericanos para alcanzar el éxito. Tracy Flick, una caricatura en sí misma, era una estudiante olfa totalmente consagrada a triunfar en las elecciones estudiantiles del próximo periodo. Su logro resultará saboteado por el profesor Jim McAllister que la detesta y se cree por encima de ella. Las viscisitudes que ambos personajes atraviesan terminaran llevando a Tracy a secretaria de un congresista y al profesor a guía de museo. El que estaba del lado de la "normalidad" termina denigrado en el guión de Payne y su habitual colaborador Jim Taylor; la freak reivindicada como modelo ético.  

Un salto de ambición conduce a Payne a Las confesiones del señor Schmidt, guiada por un personaje con cierto parentezco al que interpretaba Jack Lemmon en Ciudad de Ángeles (Short cuts, Robert Altman, 1991). Lemmon brindaba su máscara ajada de hombre neurótico y común a un personaje casi despreciable, que se presentaba en el hospital donde su nieto estaba desfalleciendo víctima de un casual accidente automovilístico para tratar de reconciliar el vínculo con su hijo, un periodista televisivo al que no veía hace años. Baste con decir que este egoísta tan centrado en sí mismo ni siquiera podía recordar el nombre del niño. El señor Schmidt de Payne, sin llegar a tales extremos, está interpretado por otro grande, nada menos que Jack Nicholson en la que quizás sea su última gran actuación. Es un hombre que acaba de jubilarse tras una vida dedicada al trabajo, que siente que no tiene nada que ver con la mujer que es su esposa hace 42 años y cuyo vínculo con la hija a punto de casarse quedó anclado en los recuerdos que tiene de cuando ella era pequeña. Tras la muerte de su esposa y enterarse que lo engañó con su mejor amigo, irá recorriendo distintos lugares importantes en su vida con su casa rodante rumbo a la susodicha boda. Así es como visitará el lugar donde residía su casa natal para encontrarse con una moderna gomería. Como no encuentra nada en común con su pasado idealizado, termina diciéndole a un empleado muy poco interesado que cuando era chico tenían una llanta como hamaca en el jardín. O cuando trata de reconciliarse con el recuerdo de su mujer, sentado en el techo de la caravana, rodeado de estatuillas como las que ella coleccionaba, encendiendo una vela. Terminada la ceremonia se pone a conducir, olvidando las estatuillas en el techo, estatuillas que se desvaneceran en el camino como lo hiciera su esposa de su vida. Con una idea de superioridad vaya a saber alimentada por qué prejuicio de clase, trata de impedir que su hija se case dada la inferior condición social del novio. La hija, que conforma una buena pareja con su novio (ridícula caracterización de Dermot Mulrroney), armónica afectivamente, hace caso omiso. Notando que no tiene nada que hacer en la vida de ella, termina sintiendo como real el vínculo a través de cartas que sostiene con un joven de Tanzania al que le solventa la educación con unos dólares mensuales y que le sirve de confesor. Tragedia del hombre alienado que no supo ni sabe qué hacer con su vida y decidió que las convenciones sociales lo guiaran, arranca alternativamente sonrisas y lágrimas en el espectador.

Después a Payne le llegó la consagración definitiva con el gran éxito de Entre copas, donde un escritor incapaz de salir del duelo que le produjo la separación de su mujer, le regala un viaje a los viñedos californianos a su mejor amigo de la secundaria antes que éste se case. Comedia donde entran en juego las apariencias y donde el ganador no resulta siendo quien tiene todas las cartas a su favor desde el reconocimiento social, lanzó a la fama a Paul Giamatti y contó con un gran reconocimiento del público.

Con estos antecedentes no es de extrañar que Los descendientes sea una de las mejores películas del año. Tras un hiato de siete años, Payne confirma ser uno de los directores más interesantes del cine estadounidense contemporáneo. No sólo consigue la mejor actuación de la carrera de Clooney (nunca santo de la devoción de quien escribe, ya menos galán, con la cara un tanto abotargada, el cuerpo fofo, muy convincente como padre) sino también una utilización del paisaje y el entorno hawaiano totalmente funcional a la historia que está narrando, historia que propone paisajes emocionales complejos no sólo para sus personajes sino también para el espectador, que es llevado de la comedia a la compasión sin solución de continuidad. Momentos como el encuentro de Clooney con el acompañante elegido por su hija, un adolescente que detrás de una máscara idiota oculta una tragedia reciente, en que el adulto le pide consejo de cómo tratar a sus hijas; o el momento en el que el padre se despide de su hija yaciente; o cuando la esposa del adúltero se presenta en el hospital para presentar sus ambivalentes respetos a la futura difunta, no son fáciles de encontrar en el cine contemporáneo.  

Payne en Los descendientes no sólo se muestra un avezado guionista o conductor de actores, sino también como un verdadero satirista y, por ende, un moralista. Su film nos dice que la familia, cualquiera sea la forma que adopte, es un lugar al que se siempre se vuelve después de las turbulencias. No sólo castiga a la adúltera que la ha fisurado, sino que recompensa al padre capaz de reestablecer un vínculo sano con sus hijas y garantizarles la posesión de una tierra cuyas raíces las conectan con sus antepasados aunque, valga la ironía, le cueste la reprimenda y la repulsa de muchos de sus primos. Uno puede suscribir este mensaje o no, pero la complejidad de resortes que el film activa en los espectadores es algo digno de agradecer. Lo mismo que la mirada grácil sobre las nuevas costumbres -testamentos en que los suscriptos claman por la eutanasia, niñas que hablan de sexo como si fueran mayores, los nuevos oficios de despedidas a los muertos, etc.   


La dama de hierro

La dama de hierro merece ser vista sólo por la presencia de Meryl Streep, que la dignifica y le da una altura que el guión no tiene. Mediocremente, asistimos a la alternancia entre un presente ficticio -donde la ex primer ministro batalla con los fantasmas de la edad y el duelo de su marido recientemente fallecido- y un pasado glorioso, en el que con pulso firme se mantuvo en el gobierno de Inglaterra durante 11 años, poniéndole coto a las demandas de los trabajadores y permitiendo la entrada del neoliberalismo. El film no es adulón con su biografiada: la muestra postergando su vida familiar en pos de una ambición desmedida por ser la primer mujer ministro en Occidente.


Streep se roba el film, lo captura, lo amasa y conforma, recurriendo a los estridentes tonos de voz por los que la biografiada era conocida, con sus permanentes esponjosas, miradas heladas cuando reprocha a algunos de sus subalternos y cierta candidez cuando se relaciona con sus hijos o marido, el impresionante Jim Broadbent. Con ecos de Iris (Richard Eyre), sobre la vida de la escritora Iris Murdoch en su alternancia temporal y en la elección de otra actriz para interpretarla cuando era joven, no está a la altura de Frost Nixon (Ron Howard) y, ni siquiera, de La reina (Stephen Frears), que también se dignaba a interpretar hechos que tuvieron como protagonista a Isabel II de Inglaterra durante un periodo agitado de su vida.

Con respecto a la guerra de Malvinas, el film es respetuoso para con los argentinos. Se la ve negándose a negociar con "borrachos y tahúres" (por la Junta Militar de entonces) y decidiendo el hundimiento del Belgrano, a sabiendas de que estaba fuera de la zona de batalla. También se la ve disfrutando del festejo posterior a la victoria. El film deja en claro el temor que provocó el desempeño de nuestra Fuerza Aérea en los altos mandos ingleses.


Veála sólo si es fan de Meryl Streep; si no se va a aburrir soberanamente.