26/12/12

Operación Skyfall




Para quienes hemos crecido junto a la serie Bond, Operación Skyfall constituye una verdadera revelación: el regreso a las fuentes, una historia bien desarrollada, sin ser sacrificada por los efectos especiales y las secuencias de acción, con un personaje central al que se le otorga el espesor humano que lo aleja de ser el protagonista de una historieta para transformarse en alguien que nos importa  y con el que podemos volver a identificarnos. En manos del director Sam Mendes (Belleza americana, Sólo un sueño), la serie Bond se refunda para poblar las pantallas unas cuantas décadas más.

Como thriller de espionaje la serie nace como un derivado de la estructura que Alfred Hitchcock creara para Los 39 escalones (The 39 Steps, 1935), Corresponsal extranjero (Foreign Correspondent, 1940), Saboteador (Saboteur, 1942) y, más perfeccionada, Intriga internacional (North by Northwest, 1958). En esos casos, el alienado protagonista se veía metido en una historia de espías como excusa para madurar como persona y comprometerse con una mujer con la que terminaría casándose. En el caso de James Bond, un espía del servicio de inteligencia británico, se le otorga una misión que debe resolver para salir incólume: cuenta con licencia para matar y una dosis de hedonismo que a los personajes de Hitchcock no les era permitida. Las acompañantes femeninas son circunstanciales y los encuentros con ellas fruto de esa búsqueda del placer que caracteriza al personaje, que siempre se traslada por locaciones exóticas, con un Martini con vodka en las adyacencias y la pistola Beretta en la sobaquera. Quienes hayan leído las novelas de Ian Fleming que dieron origen al personaje sabrán que sus adaptaciones cinematográficas son mucho más entretenidas al estar encerradas en este esquema creado para la pantalla, donde la única moral estriba en cumplir con los objetivos del servicio secreto de su Majestad.

Claro que a lo largo de 50 años la serie ha sufrido varias tribulaciones, mayormente ligadas a quien fuera el actor que representara el papel protagónico. Durante los años 60 se conformó en torno a la figura de Sean Connery, quien con el tiempo se macerara como actor hasta llegar a ganar un Oscar por Los intocables (The Untouchables, Brian de Palma, 1987). Connery, escocés de nacimiento como el personaje, le otorgó una sensualidad y una inteligencia no exentas de cinismo, creando un molde difícil de batir. El primer recambio vino en 1969 cuando un actor australiano, Georges Lazenby, se puso el traje de Bond en una de las mejores películas de la serie en cuanto a su guión, Al servicio secreto de su majestad (On Her Majesty´s Secret Service, de Peter R. Hunt). Desgraciadamente, un cartón corrugado tenía más charme que Lazenby y tras un breve regreso de Connery  en Los diamantes son eternos (Diamonds are forever, de Guy Hamilton, 1971) hubo que buscarle un sustituto en la madera balsa que ofrecía Roger Moore. Con antecedentes televisivos –estrella de las series El santo y Dos tipos audaces– Moore transformó al personaje en un gentleman con mucha ironía y menos sarcasmo, adaptándose más al formato de comedia familiar de aventuras. Muy envejecido ya el actor, se lo reemplazó durante dos películas por Timothy Dalton, apolíneo y de raza teatral que impregnó los guiones con un aplomo dramático que no impactó en la taquilla. Siendo una de las franquicias más lucrativas de todos los tiempos, la serie Bond debió adaptarse a los descafeinados años 90, ya sin la Guerra Fría como telón de fondo, con Pierce Brosnan, también de orígenes televisivos, pura fachada y escasos recursos actorales, dones que no desencajaban en las historietas desbordantes de efectos especiales que se narraban. Con Casino Royale (de Martin Campbell, 2006) y Daniel Craig como protagonista, la serie busca un retorno al origen, que se adivinaba en lo bien desarrollado del guión y en la aparición de Craig en traje de baño ajustado, emergiendo de las aguas como lo hiciera la primera chica Bond, Ursula Andress en El satánico Dr. No (Dr. No, Terence Young, 1962). Craig ,de antecedentes teatrales, televisivos y cinematográficos, su primer papel importante como amante y sumiso lacayo del pintor Francis Bacon en El amor es el diablo (John Maybury, 1998), con un physique du rol donde se entremezclan el erotismo brutal de una pantera y la locuacidad de un boxeador, impregna al personaje de cierta animalidad y hosquedad que no lucen descaminadas.

Tras la olvidable Quantum of solace (de Marc Foster, 2008), en la que una vez más se sacrificaba la historia narrada en pos de los efectos especiales, los productores decidieron poner toda la carne en el asador y contrataron a Sam Mendes, cuyas virtudes radican en el cuidado de los guiones que elige, la dirección de actores y puestas en escena más teatrales que cinematográficas, logrando una alquimia más que interesante en los resultados. Combinaciones como esta no son ajenas a la serie; ya se había recurrido en el pasado a directores del mismo cuño que Mendes:  Michael Apted (director de La hija del minero de 1980) se hizo cargo de 007, el mundo no basta (The World is Not Enough, 1999), y Lewis Gilbert (director de Alfie de 1965, papel que convirtiera en estrella a Michael Caine) se hizo cargo de Sólo se vive dos veces (You Only Live Twice, 1967). Esta última es una de las mejores de la serie, por la extraña coagulación de elementos donde Bond «muere», llega a casarse y enviuda; el villano interpretado por Donald Pleasence tiene peso por sí mismo; las locaciones exóticas son del Japón; y hay una espectacularidad pocas veces vista en el diseño de producción:  un volcán en cuyo interior se oculta una base de operaciones de Spectre. 

En manos de Mendes, Operación Skyfall se eleva del producto comercial bien realizado y de cuño industrial a la artesanía. Por un lado, la historia cuenta con un Mcguffin atractivo y realista: un ex compañero de Bond posee las claves de otros agentes en funciones y planea darlos a conocer a través de Internet. Por otro lado, la chica Bond aquí no es otra que «M» (Judy Dench en un papel protagónico que le permite exhibir sus grandes cualidades actorales), que debe hacerse cargo de cuestionables decisiones de su pasado y revalidar la vigencia de la sección a su cargo a los ojos de los políticos. El mismo Bond es puesto a prueba: «muerto» tras la primera secuencia debe renacer y revalidar sus laureles en un mundo donde se favorece lo joven –relanzamiento del personaje de «Q» en la figura del actor Ben Whishaw, partícipe de una de las escenas más irónicas del film– por encima de la experiencia.  La presentación del villano Silva  –Javier Barden lo compone con soltura y un grado de perversión pocas veces logrado en la serie– es casi una presentación teatral: filmada en plano secuencia para pleno lucimiento del actor.

La refundación del personaje conlleva un mito de retorno al origen: el guión lo plantea como una reunión familiar. Bond vuelve a la casa que lo vio nacer («Skyfall» es el nombre de la mansión, en Escocia) y para garantizar su supervivencia –y la de sus padres simbólicos, «M» y Kincade (Albert Finney, otro gran actor cuyos orígenes se remontan al Free Cinema)– debe eliminar al «hermano malo» (Silva). El film deja plantadas las semillas para la renovación de M, en manos de Ralph Fiennes, y finaliza con una sorpresiva regeneración de Miss Moneypenny. Se cumple con creces con la promesa de exotismo: la secuencia ambientada en el casino de Macao es sencillamente una lograda concatenación de diálogos filosos, ajustadas composiciones actorales y lucha física, bañada en la iluminación ambarina de Roger Deakins. Y la de Shanghai, con sus ecos de La ventana indiscreta (Rear Window, de Alfred Hitchcock, 1954) y el duelo de siluetas contra un fondo de rascacielos, combina la sencillez más pura de lo cinematográfico –casi como si fueran sombras chinescas– con la espectacularidad de la modernidad arquitectónica es un estado más brutal.

Para concluir, baste decir que otro subtexto que vuelve atractivo al film es el de la ambigüedad sexual. No sólo el villano es bisexual sino que en el diálogo de presentación ante Bond, desbordante de doble sentido –otra prueba de un guión cuidado al extremo– se trasluce que el mismo protagonista de la serie podría serlo. La persecución que Bond hace de Silva por los subterráneos londinenses –el villano con el uniforme fetiche de policía– recuerda a parodias como las encarnadas a nivel popular por el grupo Village People, a la vez que también relaciona al film con dos films de William Friedkin: Contacto en Francia (The French Connection, 1971) y Cruising (1980. Que Bond se anime a meterse en la ducha con la señorita de turno después de que ella se haya quitado el revólver que llevaba entre las piernas es otra alusión en el mismo sentido. También en relación a los vínculos que unen a «M» con sus «hijos», desbordantes de ecos incestuosos: a Bond le dice que no se quedará a dormir en el mismo departamento que ella; Silva no ahorra declaraciones acerca del amor por su «madre». 

Las secuencias de acción son impecables y seguramente están realizadas por un director de segunda unidad; un desdoblamiento de tareas más que habitual en este tipo de productos. Los mejores efectos especiales del film se relacionan con lo mejor tecnología que tienen los ingleses para aportar al mundo del cine: sus actores. En fin, un verdadero placer, un film comercial para adultos a los que no subestima. No es poco lo que tiene para dar este personaje que acaba de cumplir 50 años.


17/12/12

El dependiente


El dependiente es una extraña síntesis entre la intuición y el cálculo del director y entre el poder del deseo y el fatalismo determinante de los personajes. Favio nos cuenta una historia de seres pequeños en un pueblo de provincia pequeño, encerrados en un círculo del que sólo puede escapar su cámara en el comentado travelling final.

La historia del dependiente Fernández, que trabaja hace 25 años bajo las órdenes de Don Vila en la ferretería pueblerina y cuyo único sueño es la muerte de su jefe para poder heredarlo, se combina con la de la señorita Plasini, que sale a la calle sólo para pescar a un incauto que la aleje del asfixiante encierro familiar. Se cumplirá el deseo de Fernández pero el malhadado personaje descubrirá que no habrá mayor diferencia en su vida: la señorita Plasini –ya su esposa– ejercerá el mismo tipo de opresión sobre él que ejercía don Vila. El próximo deseo a cumplir será el del aniquilamiento de la propia pareja;  una vez logrado, la ferretería –es dable suponer– quedará en manos de otra pareja que entraña vínculos de dependencia inexorables: la de la madre y el hermano retrasado mental de la señorita Plasini .

Uno de los atractivos del film es cómo su director va entretejiendo sentidos: a través del montaje como en la escena en la que una rata en busca de comida es asimilada a don Vila comiendo; o a través de los elementos de la puesta en escena como por ejemplo cuando el eterno cortejo entre Fernández y la señorita Plasini es observado desde el interior de una habitación, donde el reflejo de la mujer sobre el vidrio de una puerta alude a su condición dual, de mujer de dos caras. Un simple cartelito dentro de un encuadre general nos habla a gritos del cambio dentro de la constitución societaria de la ferretería, dándole la preeminencia a don Vila –ya muerto, pero vivo en la letra, al igual que el padre espiritista  de la señorita Plasini, que sigue ocupando un espacio en el patio de la casa familiar–, seguido por el apellido de la mujer y en última instancia, como último orejón del tarro, el de su reciente cónyuge. La canción interpretada por Palito Ortega a través de la radio, cuestiona si es amor lo que une a los personajes.  

Los alterados estados de conciencia de Fernández son expresados a través de recursos expresionistas. Los planos muy cercanos a su rostro tiñen de subjetividad todo lo que el personaje ve, así las voces suben o bajan de volumen de acuerdo al nivel de estridencia interna que rige su delicado sistema nervioso, alterado por su percepción. 

Todo lo antedicho le otorga al film un tono muy particular: un naturalismo deformado por las alternancias entre lo estático y los exabruptos de la locura contenida. Fernández puede estar plácidamente sentado en el patio de las Plasini y un gato negro caerle desde un árbol, sobresaltándolo a él y al espectador. La madre puede gritarle desaforadamente a su hija y un segundo más tarde dirigirse al cortejante con la suavidad de un ángel. 

También puede pensarse a El dependiente como un relato gótico donde la señorita Plasini es una especie de conde Drácula que captura en su castillo a una virginal doncella (el señor Fernández) y necesita de su sangre para salir a la luz, para mostrar su cara al pueblo. Pero hay un nivel ulterior de lectura en donde todo puede ser visto como una puesta en escena de la madre para asegurarse a través de estos dos personajes desangrados la supervivencia material de la extraña pareja que conforma con su hijo. Al fin y al cabo ella es la matriarca que le propone al señor Fernández  –no una, sino dos veces– que le pida la mano de su hija. 

Al ser Favio también actor, sabía cómo manejarlos y logra composiciones inolvidables de Walter Vidarte como el señor Fernández, entre el candor del Manolito de Mafalda y la muda desesperación de un ánima en pena; de Graciela Borges como la señorita Plasini (con la serena belleza de una estatua de mármol nacida para ser contemplada pero que se agrieta cuando emite las exhortaciones de un militar en el campo de batalla); y de Nora Cullen como la madre, tan amplia en su rango actoral como la distancia que recorre la aguja de un sismógrafo.

Ejemplo de eclecticismo domesticado donde amasa la pulsión intelectual de lo mejor de la dupla Torre Nilson-Beatriz Guido (en La mano en la trampa, de 1961, Favio tuvo una participación actoral) con elementos de un mundo poético en el que se combinan cierta ingenuidad y simpleza con las fuerzas de lo siniestro, la textura que Favio logra en El dependiente le otorga al film un espacio radical y único dentro del panteón del cine nacional.