Quentin Tarantino le da un lugar en Había una vez en Hollywood a aquella belleza sesgada en la flor de
la vida por la sinrazón de un chiflado en uno de los crímenes más atroces del
siglo pasado. ¿Podrá la australiana Margot Robbie (El lobo de Wall Street, Yo,
Tonya) insuflarle a su personaje algo del candor, la vulnerabilidad y la
melancolía que emanaba la encantadora Sharon?
Nacida el 24 de enero de 1943, hija de un coronel del
ejército y un ama de casa, Sharon Marie Tate desde pequeña logró la admiración
por la armonía de sus rasgos, ganando
concursos como la niña más primorosa en competencia. Cuando su cuerpo se
desarrolló, era muy difícil que no lograra la atención de los hombres que la
rodeaban. Según el actor Yul Brynner, Sharon poseía una cualidad frágil e
incandescente que aportaba oxígeno a la habitación en la que se hallara. Mia
Farrow destacaba un resplandor en ella más factible de ser encontrado en los
niños, al igual que su capacidad para el deleite. “Poseía una amabilidad que
hacía sentir necesarios a sus amigos. Todos la amábamos.”(1)
A raíz de una participación mínima en la película Barrabás (Richard Fleischer, 1961) que
se rodaba en Italia, donde el coronel Tate y su familia estaban temporariamente
destinados, llamó la atención de uno de los actores, que le pasó la tarjeta de
su agente en los Estados Unidos.
Poco después, firmaba
un contrato a 7 años con el productor Martin Ransohoff, que veía en ella
material para una estrella cinematográfica. Al principio, mientras adquiría
destreza como actriz, tuvo pequeñas participaciones en series televisivas como Los Beverly Ricos o en films como Almas en conflicto (Vincente Minnelli,
1965), donde se dice que una malhumorada Elizabeth Taylor la hizo echar del set
de filmación porque el encanto que emanaba eclipsaba el suyo.
Su primer rol de importancia lo obtuvo junto a David
Niven y Deborah Kerr en un film clase B rodado en Inglaterra, El ojo del diablo (J. Lee Thompson,
1966), donde interpretaba a una bruja, las cejas peinadas hacia arriba.
Insegura, no lograba que su dulzura quedara tapada por las maléficas cualidades
del personaje; sin embargo, su hermosura cortaba el aliento.
Más destacada fue su participación en No hagan olas (Frank Tashlin, 1967), una
excéntrica comedia protagonizada por Tony Curtis y Claudia Cardinale, donde
encarnaba a Malibú, una muchacha novia
de un beach boy de esos que gozaban
en desarrollar sus músculos en las doradas playas californianas. Una secuencia
inolvidable la tienen saltando sobre una colchoneta elástica con el más
diminuto de los bikinis. La cámara la toma desde varios ángulos, mientras el
abundante cabello rubio cenizo resplandece al brillo del sol. Rodeada de surfistas
y enredos sabiamente administrados por el director, apenas tiene diálogo,
parece un tanto misteriosa, pasa un buen rato en la cama de Curtis y vuelve a
los brazos de su corpulento novio. El film no fue un éxito pero le valió mucha
publicidad como chica del bronceador Coppertone, inspirando una muñeca Barbie
denominada Malibú en honor a su personaje.
Pronto se transformó en la It girl de la época. Si Londres tenía como íconos a la actriz Julie
Christie, a la modelo Twiggy, California
tenía a Sharon como poderosa influencia, en cuanto era dueña de un estilo libre
y etéreo. Adoraba las camisolas antiguas, los cinturones anchos, los aros
grandes, los collares de cuentas en la gama del blanco o del marfil. Se sentía
cómoda tanto vistiendo ropas de diseño como descalza, llevando un look playero, de un modo totalmente despreocupado. Lo acentuados
del delineador, la sombra y el rímel le daban una glamorosa profundidad a sus
ojos. Solía usar lápiz de cejas marrón y, para darle un toque de brillo a los
labios, vaselina. Podía ir a un restaurante sin usar zapatos; muy inventiva,
enlazaba tiras de cuero a una suela y se las anudaba en el talón. (Hoy día,
diseñadores como Miu Miu, Julien Macdonald, Bianca Benitez, y Katy Rodriguez la
tienen como musa).
Enviada al Swinging
London por su productor a una audición con Roman Polanski, que estaba
buscando una actriz para La danza de los
vampiros (1967), acepta una invitación para cenar con él. Sharon había
concluido recientemente la relación con el famoso estilista Jay Sebring –el
peluquero de las celebridades de Beverly Hills que sirviera de inspiración para
el personaje que interpretó Warren Beatty en el film Shampoo (Hal Ashby, 1975)-, con el que estuvo a punto de casarse y
al que vería morir acuchillado en la infausta masacre. Sin embargo, fue
Polanski quien le propuso casamiento, encantado por su belleza, su naturaleza
gentil y aérea, y sus cualidades como ama de casa: Sharon poseía grandes
virtudes culinarias, era una excelente anfitriona y sabía cómo preparar las
maletas de viaje su marido.
La boda fue un gran evento creador de tendencias. Dos
figuras del “establishment anti-establisment” enlazaban sus destinos. La
recepción se realizó en el Playboy Club de Londres. Se dice que Polanski
ejerció una fuerte influencia sobre su mujer, no sólo en términos de cómo debía
vestirse y conducirse, también expandiendo las fronteras de su tolerancia para
que aceptara sus frecuentes infidelidades. Por lo que dicen las biografías,
Sharon pivoteaba entre dedicarse a la actuación o abandonar lo laboral y ser la
mejor de las esposas, dedicándose al hogar. Ante los consecuentes desaires del
polaco (nacido en París pero trasladado a Polonia a los 3 años), volcó sus
energías en distintos proyectos en los que cada vez lograba mayor destaque.
En La danza de los
vampiros, una de las mejores parodias de los films de horror, interpreta a
la hija de un posadero, toda inocencia, raptada por uno de esos monstruos de
una tinaja en la que tomaba un baño de espuma. La doncella capta la atención
del personaje que interpreta Polanski, el ayudante de un científico cazador de
las viles sanguijuelas (un gracioso Jack MacGowran). Se enamoran y finalmente,
cuando parece que escapan de un destino espantoso, descubrimos que la muchacha
será la responsable de que el mal se desparrame por el mundo.
Con el pelo teñido de rojo, Sharon otorga suficiente
credibilidad a esa muchacha cada vez más pálida, encorsetada en aparatosos
vestidos de época. Se la nota cómoda en manos de Polanski, confiada, y sus
dotes para la comedia brillan.
De Hollywood le va a llegar la invitación a integrar el
elenco del que sería uno de los films más taquilleros de 1968, El valle de las muñecas, basado en el best seller sensacionalista de
Jacqueline Susann. El film es hoy objeto de culto, por su zigzagueo entre el camp más desaforado y la más pacata
corrección cinematográfica. Aquí Sharon interpreta a Jennifer North, una
muchacha que tiene el cuerpo como única dote, que junto con otras dos muchachas
siguen el camino de la fama tanto en Broadway como en Hollywood. Viendo que su
carrera no progresa, Jennifer se casa con un cantante a lo Dean Martin (Tony
Scotti), que viene con hermana incluida (la inefable Lee Grant) y una enfermedad
muscular que lo arrumbará en una clínica. Ante la paralizante noticia, la atractiva
muchacha sufrirá un aborto espontáneo, lo que por otro lado es de agradecer
porque la condición del padre era hereditaria. Desolada, Jennifer se verá
obligada a abandonar una vida ambicionada como ama de casa para volver a
trabajar, destacando como estrella del porno en Francia, para así cubrir los
gastos de la enfermedad de su marido y los incesantes reclamos económicos de su
propia madre. Como si fuera poco, la pluma melodramática de Susann prescribe una mastectomía para el personaje,
que vive de su cuerpo. Ahí Jennifer recurrirá las muñecas (“dolls”,
barbitúricos como el Seconal y el Nembutal) en una dosis excesiva que la
enviará a ocupar un lugar entre los ángeles.
Mientras Jay Sebring, que nunca ha dejado de amarla, se
hace amigo de Polanski y forma parte habitual del paisaje, Sharon actúa en una
parodia de film de espionaje llamada Matt
Helm contra las demoledoras (Phil Karlson, 1968), donde los críticos subrayan
cómo va adquiriendo cada vez mayor soltura como comediante. En privado, ella se
ríe del cariz que va tomando su carrera, “soy esa pequeña cosita sexy” (2),
dice de sí misma.
Si ella se siente desvalorizada, el pequeño Polanski
logra un éxito gigantesco con El bebé de
Rosemarie y pasa mucho tiempo en Londres escribiendo el guión de su próximo
film, El día del delfín (que luego
sería realizado por Mike Nichols). Embarazada, Sharon teme decirle a su marido
sobre el acontecimiento. El no deseaba tener hijos por su visión poco optimista
de la vida, dada una infancia tenebrosa, habiendo –entre una serie de
desafortunados sucesos- escapado del gueto de Varsovia donde muriera su madre.
Cuando finalmente se entera, su esposa lleva cuatro meses de gravidez. Tras un
cierto malestar entre ambos, él acepta la situación con esperanza. Sharon
piensa una vez más en abandonar su carrera y dedicarse a ser ama de casa. Con
esa idea en vista, alquilan la casa de Cielo Drive 10050, hasta hace poco
ocupada por Terry Melcher, el hijo de Doris Day, importante productor musical
de The Byrds y Paul Revere and the Raiders.
La casa había sido visitada varias veces por Charles
Manson mientras estaba en tratativas con Melcher para que le produjera un
disco. De hecho, habían grabado varios demos con la intermediación de Dennis
Wilson, uno de los The Beach Boys, que los había presentado. Finalmente,
Melcher decidió que el material no tenía la suficiente calidad como para editar
un disco, provocando una gran frustración en Manson, que buscaba ese medio para
difundir su evangelio esquizofrénico e ingresar al firmamento de los ricos y
famosos.
Encantados con la casa, Sharon y Polanski solían ofrecer
fiestas en las que celebridades de la dimensión de Warren Beatty, Julie
Christie, Jacqueline Bissett, Steve McQueen, Mia Farrow, Peter Sellers, Candice Bergen, Michelle y John Phillips (de
The Mammas and the Pappas) y otros se mezclaban con hippies amigables y otros
con ideas delirantes como Manson y su clan. Pero no eran los únicos, era un
clima de época donde la ideología del Flower Power, de la no violencia, junto
con la experimentación en abundancia con diversas drogas y la liberación
sexual, borraban las fronteras entre la clase privilegiada de la colonia
artística y los miembros de la contracultura.
De hecho, una noche de marzo de 1969, un fotógrafo iraní
amigo de Sharon estaba en el porche de la mansión y vio que por el prado
caminaba un hombre desaliñado, que trataba de atisbar por las ventanas hacia el
interior de la vivienda. Preguntándole qué hacía ahí con un inglés a medias
aprendido, el extraño respondió que buscaba a alguien que sonaba a “Melcher”.
El intercambio llamó la atención de la actriz que se acercó y se confrontó cara
a cara con el que sería el responsable ideológico de su muerte: Charles Manson.
De natural dulce y acogedor, alguna mala vibra impulsó a Sharon a decirle al
tipo que abandonara la propiedad.
Como Polanski demoraba su partida de Londres, Sharon
aceptó un trabajo que le permitía estar cerca de él, una comedia a filmarse en
Italia en la que tenía el protagónico junto a Vittorio Gassman y Orson Welles.
El film se llamó 12 + 1, fue dirigido
por Nicolas Gessner y obtuvo un éxito moderado al estrenarse al poco tiempo de
asesinada su estrella femenina. Una vez más se destacaron sus virtudes como
comediante y su pericia pese a filmarla con un embarazo muy avanzado.
Tras estar un par de semanas con Polanski en Londres,
Sharon volvió a Los Ángeles, no sin recomendarle al polaco que leyera Tess d'
Urberville, la novela de Thomas Hardy, que ella tanto había disfrutado y que
veía como un vehículo posible para que ambos realizaran juntos. (Polanski
terminó adaptándola en 1980, con Natassia Kinski en el protagónico, dedicando
el film a su amada Sharon).
La protagonista de la novela que encandiló a Sharon es una heroína con un
destino de sacrificio. Para simplificar, digamos que por un problema de clase
social, termina asesinando a su marido, y esperando pasivamente a la policía
tendida sobre una de las piedras de Stonehenge.
La noche del 20 de julio fue la última vez que estuvo con
su madre y hermanas; juntas compartieron la emisión televisiva en directo del
primer alunizaje del hombre.
No vamos a hablar aquí de la abyecta Susan Atkins, ni del
Álbum Blanco de los Beatles, ni de lo que sucedía en el rancho Spahn. Hay
muchos documentales, artículos y libros sobre ese fenómeno llamado Charles
Manson (todo un éxito del merchandising)
y lo que llevó a semejante horror, esas noches del 9 y del 10 de agosto de
1969.
Para los que quieran indagar en esa dirección, hasta hoy
el mejor libro sigue siendo Helter Skelter, escrito por el fiscal del caso,
Vincent Bugliosi, en colaboración con Curt Gentry, publicado en 1974 y con
varias reediciones. También, hasta hoy, la
mejor versión fílmica sobre esos tristes hechos que sumieron en estupor al
mundo es una miniserie basada en ese libro, Los
crímenes del clan Manson , con dirección de Tom Gries, realizada con suma
eficiencia para la televisión en 1976.
Lo que importa resaltar es que con la muerte de Sharon
Tate, del hijo que estaba a punto de dar a luz en 10 días, sus circunstanciales
acompañantes y el matrimonio LaBianca, una estrella se apagó y el cielo quedó
más oscuro. Hollywood nunca volvió a ser lo mismo.
Notas
1. Catálogo
de subastas de bienes de Sharon Tate. (https://juliensauctions.com/auctions/2018/Sharon-Tate/Sharon-Tate-flipping-book/74/)
2. Greg
King, "Sharon Tate and the Manson Murders”, Open Road Integrated Media,
New York, pág. 56
Otras fuentes consultadas:
Publicado en Regia Magazine, el 15 de julio de 2019
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