En el plano privado, sus gustos poco tienen que ver con lo romántico. Frecuenta los sex shops desafiando con su mirada a los hombres, que se sienten incómodos ante su presencia en ese ámbito masculino. Disfruta de la pornografía, donde las mujeres aceptan sumisas los portentosos desafíos que imponen los hombres. Espía a las parejas que hacen el amor en un autocine descargando primitivamente sus más bajos instintos. Como su prima lejana, el personaje interpretado por Ingrid Thulin en Gritos y susurros (Ingmar Bergman, 1972), es capaz de mutilarse para sentir algo. Hay poco lugar para un hombre en su vida, su madre -con la que vive y comparte la cama- ocupa e invade todos los resquicios posibles para que nada florezca a su alrededor.
La profesora de piano, de Michael Haneke, es un drama tan intenso que roza la comedia, dada la conducta tan inflexible de su protagonista que, en cada paso, se adentra en lo más bajo de la condición humana. Ahora si se provoca alguna risa a lo largo de este film es la que brota de un espasmo nervioso.
Finalmente aparece un hombre en esa tierra baldía, un muchacho más joven, el insistente Walter Klemmer, que se anota en el conservatorio para acercarse al objeto de su afecto. No será tarea fácil, deberá sortear la indiferencia y aceptar la humillación que implica el amancebamiento del amor romántico que lo guía: la profesora impone su propio conjunto de instrucciones para sentirse amada, seguramente aprendidas y mamadas de tanta película porno; Erika está guiada por la mente, nunca por el corazón. No existen páramos ni cumbres borrascosas para ella. Es más, es peligroso acercarse a ellos porque implican el riesgo de la autodestrucción.
Walter acepta la propuesta y aprende a manejarse ante tanta instrucción sadomasoquista, está ante una excelente profesora; demasiado tarde, Erika descubre que no es eso lo que mejor le sienta a su idealismo disfrazado del más degradado materialismo. La escena final -ambientada en un gran teatro - muestra a Erika ansiosa esperando a su objeto amado, en su cartera se oculta un cuchillo -hasta ese punto ha llegado la escalada entre los amantes. Pero Walter no se presta al juego. En un ámbito social se guarece en el grupo -siempre se lo ve en grupos, el deportivo, el de su clase social- y sólo la reconoce como profesora. Y Erika, que estaba dispuesta a pasar por alumna y ponerse a la par del muchacho -reemplazando a una alumna que no podía tocar esa noche- no se presenta a la función y se aleja, tras clavarse una puñalada en el corazón (¿para sentir en carne propia el rechazo del muchacho?), del ámbito de la representación donde se da el hipócrita juego social, ya sea porque se siente incapacitada para participar de él o por ser demasiado auténtica en su sentir para hacerlo.
El animarse a amar -como ella puede, como ella quiere- excluye a Erika de la sociedad. En un comienzo era Walter el que estaba excluido -se le cierra la puerta del ascensor en la cara, separándolo de la arcaica sociedad madre-hija-, se para en umbrales a la espera de ser admitido por la profesora que recién le dirá que sí en el baño del conservatorio, donde comenzará el amancebamiento del muchacho. El desarrollo del film mostrará que Walter sólo puede practicar ese tipo de amor en la periferia de su vida social -un cuarto de limpieza en el vestuario deportivo, el departamento donde conviven las mujeres, espacio de por sí excluido del intercambio que la sociedad admite- dejándola a Erika puertas afuera del teatro con su accionar. Su mentalidad masculina -tantos años de patriarcado- clasifica a esa mujer más como una puta que como una pareja digna de ser presentada en el juego social.
Nuestra solidaridad para con Erika. Con todas sus rémoras lo ha apostado todo al sentir y le ha ido mal. ¿Cómo alguien tan inteligente pudo errarle tan feo? Víctima del patriarcado más abstruso actúa como un robot a control remoto: cree que con su accionar va a tener el control de su situación y termina siendo la víctima más degrada que se pueda admitir. ¿Cómo es que Erika ha pergeñado ese mapa del amor y lo ha puesto en ejecución?
Como siempre en Haneke, el misterio permanece. Su cámara observa conductas desequilibradas en ámbitos limpios y decorosamente ordenados. Aún los baños poseen un orden y una simetría que las conductas de los personajes tienden a desestabilizar. Sin embargo, la implacabilidad de su mirada acumula datos para el espectador.
Estamos acondicionados para pensar que el atroz daño que la profesora le produce a su alumna para que no pueda tocar el piano es una forma de celos: Walter -poco antes- se había mostrado solidario con la temerosa muchacha. Pero esta chica, que no pone toda su pasión cuando toca el piano, viene acompañada de una madre que dice "cuánto se ha sacrificado con su hija" en la práctica del piano (ahora impedida por el "accidente"). Erika la corrige: "su hija se ha sacrificado", sabedora de lo que es tener al lado una madre que vive sus avatares como propios. ¿Y si Erika con su accionar quiere evitarle a la chica una vida como la que su propia madre le dio, puro esfuerzo y práctica de piano, poco lugar para desenvolverse en lo social? De hecho, en el teatro, la alumna dañada forma parte del rebaño del que Erika, al separarse de su madre, al ser despreciada por Walter, queda excluida.
Estamos acondicionados para creer que aquellos que interpretan las emociones más sublimes no son capaces de las mayores degradaciones. A Erika no le ha quedado más que conformarse con su madre; trata de romper con eso y paga un precio muy alto. Esa madre -desembarazada hace mucho de un padre y que es capaz de soltar a boca de jarro, como un castigo hacia la hija por haber llegado tarde y dejarla sola, que su padre ese día ha muerto, algo que no produce ninguna emoción visible en ambas- solícita y guardiana de su hija, le ha inyectado todos sus prejuicios sobre el sexo a la vez que la vampiriza. Erika, a la deriva con sus pulsiones, las descarga en violencia hacia su madre e instrucciones que los hombres deben conocer para poder acceder a ella.
Por otro lado, estamos acondicionados para creer que el arte sólo puede deparar sensaciones gratas y que su frecuentación sólo puede deparar consecuencias positivas para nuestras vidas. ¿Cómo hacer para competir con la sensación de completud que produce una pieza de Schubert o de Schumann, esa sensación de totalidad a la que Erika se ha acostumbrado de tanto abundar en el goce estético y que ningún hombre -haga lo que haga- podrá equiparar? Esa terrible sensación embriagadora que produce el ser uno con el objeto estético, tan similar a la de ser uno con la madre, algo que la misma Erika ha saboreado -como la miel que la madre le introduce con los dedos en la boca a su hijito al comienzo de La luna (Bernardo Bertolucci, 1979)- y en la que ha quedado pegoteada. Los dardos de Haneke no se detienen aquí. Disfraza a nuestro caballero -negro- con todos los azúcares del amor romántico, las reglas de cortesía y, al mismo tiempo, la impetuosidad para expresar sus deseos. A medida que el relato se desenvuelve notamos que nos están ofreciendo otra versión de Caperucita roja: sólo hace falta que Erika pulse unos pocos botones para que el macho más educado y refinado detone lo que tiene en su memoria más ancestral: años de considerar a la mujer como algo inferior, una presa a cazar, un objeto a poseer y mancillar.
Basada en la novela de Elfriede Jelinek -premio Nobel de Literatura- el film sería imposible de ser imaginado sin la presencia de la gran Isabelle Huppert, esa niña vieja capaz de representar los repliegues más rugosos del espíritu humano con helada impasibilidad, que ganó su segunda Palma de Oro a la mejor actriz (la primera fue con un Chabrol, Niña de día, mujer de noche, en 1978), secundada aquí por la veterana Annie Girardot y el joven Benoît Magimel.