Esta comedia me recuerda a esos intentos -coronados con la taquilla y los Oscars- que realizara Hollywood para introducir temas sociales hasta hace poco considerados tabú. Aquí se trata de una familia conformada por lesbianas, que han tenido un par de hijos merced a un donante del que no se han preocupado hasta que el hijo esgrime el derecho a conocerlo.
El recuerdo me retrotrae a ¿Sabés quién viene a cenar? (Stanley Kramer, 1967), en que unos padres liberales organizan una cena para recibir al novio de su hija, desconociendo que es de raza oscura. El film aboga por la integración y los matrimonios mixtos. Los padres están interpretados por la pareja adúltera más celebrada de Hollywood, Spencer Tracy (Oscar al mejor actor, otorgado póstumamente) y Katharine Hepburn (ganadora de su segundo Oscar por este film), y el extraño en cuestión no es otro que el encantador Sidney Poitier, toda una estrella de cine él mismo. La química de las estrellas es tan fuerte -es lo único que sobrevive hoy día de un film por demás vetusto y muy amparado en los diálogos- que cualquier rispidez que pudiera suscitarse en la platea queda planchada y almidonada.
Una operación similar realiza la directora independiente Lisa Cholodenko (High art, Tentaciones múltiples). Dos grandes actrices -ninguna con estatus de estrella pero sí protagonistas de grandes éxitos del cine comercial y del cine independiente- como lo son Annette Bening y Julianne Moore, acompañadas por un par de excelentes actores jóvenes y de la sensualidad descuidada de Mark Ruffalo, logran que uno olvide la falta de cotidianeidad con este tipo de familias -aún escucho el grito de sobresalto que emitieron en el cine unas adolescentes de secundario cuando Bening y Moore se besan- y se dedique a disfrutar de una muy buena película, en la que la inminente partida de la hija a la universidad baja las defensas de los vínculos y permite la entrada de un carismático villano, a la manera del Terence Stamp de Teorema, de Pasolini. El personaje de Mark Ruffalo no dudará en seducir -de manera egoísta e inmadura- a uno por uno de los integrantes de esa familia buscando resquebrajar los fuertes lazos afectivos que los ligan. De más está decir que, al final, el orden se restablece: Bening -ocupando el lugar del patriarca- pone los puntos sobre las íes y las cosas vuelven a su curso.
Film independiente con pretensiones de ser rápidamente canonizado y absorbido por el establishment, es altamente disfrutable y emotivo sin rozar jamás la cursilería. Rasgos de ese tipo de cine aparecen en el descuido con que son retratados los actores -en un almuerzo en un patio, la cámara no duda en tomar planos muy desfavorables de la Moore y de Ruffalo, en los que salen con un ojo cerrado, o en mostrar la celulitis de Moore en una escena erótica- en aras de una apariencia de espontaneidad muy lograda. Estamos lejos de los cuidados en la iluminación que son marca característica de una producción hollywoodense clase A; la fotografía es granulosa, los colores un tanto desvaídos, las arrugas en el rostro y cuello de Bening no son disimuladas por ningún tipo de filtro. Pero el film es luminoso y nos deja satisfechos, abrumados por su habilidad para sortear situaciones difíciles y embriagados por la gracia y las dotes de sus actores.