29/2/20

Curso Neil Jordan


El hombre invisible


Adaptación muy libre de la novela homónima de H. G. Wells –toma los elementos propios del género de la ciencia ficción- el film escrito y dirigido por el australiano Leigh Whannell (La noche del demonio: Capítulo 3, Upgrade: Máquina asesina), reelabora la archiconocida historia desplazando el foco narrativo hacia el personaje de la esposa del científico,  Cecilia Kass (Elizabeth Moss), y la transforma en un virtuoso ejercicio de terror psicológico. 

Una vez muerto él, la mujer seguirá sintiéndose acosada, asfixiada, sufriendo terribles abusos que motivaron que escapara de su lado. A diferencia de Durmiendo con el enemigo (Joseph Ruben, 1991), donde una joven Julia Roberts sufría las de Caín por otro monstruo adepto al control,  veremos los malos tratos no durante la relación, sino una vez que Cassie se ha mudado a casa de James (Aldis Hodger), un morocho más apto para protagonizar una fantasía erótica que el papel de policía y padre protector. Por qué se muda con este personaje y su hija, el film no lo revela, como también ofrece muy poca información sobre el pasado de los personajes. Es como si el adaptador hubiera optado por un enfoque basado en el aquí y ahora, nada de ramificados pasados para los personajes, y dejara que el espectador rellene con su imaginación la información faltante, como por ejemplo, por qué James es tan relevante en la vida de Cassie y de su hermana (Harriet Dyer), una abogada que aparece puntualmente para anunciar varios de los sorpresivos giros del relato. Puestos a imaginar, se nos ocurre que es por su profesión, su formidable estado físico que deja esmirriado a cualquier otro personaje masculino de la película y porque ya es padre y ofrece un paraguas protector bajo el que guarecerse. No hay –aparentemente- tensiones eróticas entre James y Cassie; no hay peligro de quedar embarazada a su lado. 

Igual, las objeciones son mínimas. El hombre invisible constituye un incontestable entretenimiento, paseándose con solvencia por muchos de los tópicos del género de horror: chica sola en una habitación en penumbras, abriendo una puerta que no debe franquear, citándose con familiares en lugares públicos para evitar cualquier violencia y… siempre acechada por el monstruo patriarcal. El guion de Whannell se desovilla en una fina hilacha entre la eficacia y el mal gusto, al  invocar el tema de la violencia hacia las mujeres con fines recreativos. Una cosa era ver a la pobre Ingrid Bergman sufriendo las torturas de un marido que la quería hacer pasar por loca en 1944, en La luz que agoniza (George Cukor), y otra cosa es ver a Elizabeth Moss después del #MeToo,  reducida a golpes cada 20 minutos.

Moss es una actriz formidable, más parecida a Bette Davis que a la Bergman o a la Roberts, carente del aura estelar de las tres, aunque capaz de manifestar convincentemente tanto tenacidad como vulnerabilidad. Desde su salto a la fama con la serie Mad Men, ha mostrado una particular sabiduría a la hora de elegir sus roles, muchos de ellos de mujeres empoderadas guiadas por una feroz determinación.  Entre sus protagónicos, se destacan la detective Robin Griffin en Top of the Lake, la áspera serie realizada por la neozelandesa Jane Campion, y la rebelde June Osborne de El cuento de la criada.

En cine, han sido llamativas sus participaciones en The Square (Ruben Östlund, 2017), Nosotros (Jordan Peele, 2019), y sus protagónicos bajo la dirección de Alex Ross Perry en Queen of Earth (2015) y Her Smell (2018).

Para quienes busquen la sustancia que El hombre invisible adelgaza al reducir los contextos de los personajes y sus interrelaciones eligiendo la vía del entretenimiento más desembozado, el tema del maltrato a las mujeres por parte de sus maridos tiene en la española Te doy mis ojos (Icíar Bollaín, 2003) un tratamiento realista y dramático, y ofrece una indagación profunda sobre sus causas en el contexto de una sociedad más parecida a la nuestra. De manera más focalizada, la neozelandesa El amor y la furia (Lee Tamahori, 1994), radiografía los orígenes y las causas culturales de la violencia hacia la mujer en medio de una familia descendiente de guerreros maoríes.  

Ambos son films de visión imprescindible.

6/2/20

Judy


Pocas figuras del Hollywood clásico tuvieron el enorme talento de Judy Garland, como actriz, cantante y bailarina. Pocas tuvieron una vida con tantos altibajos y se labraron una leyenda cercana al martirologio con ellos.

El film de Rupert Goold toma del último año de vida de la diva su visita a Londres para dar una serie de conciertos, lo que le posibilitaría un respiro financiero y el combustible para pelearle la custodia de sus dos hijos menores a su tercer marido. Con la salud muy desmejorada, adherida como una ventosa a la alternancia del alcohol y de las píldoras, y con unas ansias de afecto y reconocimiento desmesuradas, Judy se las arregla para enfrentar el desafío y conquistar el escenario y a su público, ya sea de pie, acostada o sentada, según el grado de intoxicación de ese momento.

Si en unos años se recordará este musical es por la interpretación de Renée Zellweger, que consigue integrar los manierismos de la ya más que decadente Judy y hacerlos propios, con una distancia paródica no exenta de compasión. El film mismo, basado en una obra teatral, arroja una mirada piadosa hacia los horrores que la mujer padecía, suavizando y embebiendo en tintes azucarados y rosados, una trayectoria en caída libre.

Quien consiga la biografía de Anne Edwards sobre la doliente estrella, se enterará de que ese tramo final, poblado de ilusiones con poco sustento en la realidad -fundadas en un nuevo marido parasitario o una cadena de cines con su nombre o un renacimiento artístico de ave fénix o un reencuentro con sus pequeños- no es más que un derrape hacia la postrera dosis de pastillas.    

Un enfoque más realista fue el que diera la miniserie La vida con Judy Garland: yo y mis sombras (Robert Allan Ackerman, 2001), contada desde el punto de vista de su hija Lorna, que nos ofrecía una semblanza de la vida de la estrella, con sus glorias y ocasos. Allí, en su edad adulta, era interpretada de manera incomparable por la inigualable Judy Davis, que no imitaba sino que componía un personaje, y que no cantaba ella misma -como sí lo hace decorosamente Renée- sino que nos permitía acariciar una vez más la voz de la verdadera Judy a través de grabaciones originales de cuando estaba en el pináculo de su carrera.

Con padres provenientes del vaudeville y del music hall, la pequeña Frances Ethel Gumm -tal su verdadero nombre- trajinaba los escenarios desde los 3 años. Formó un grupo con sus dos hermanas mayores y, en 1935, fue contratada por la Metro Goldwyn Mayer. Tras varias apariciones en distintos films musicales, logra la consagración como la adolescente Dorothy, su papel en El mago de Oz (Victor Fleming, 1939), que le vale un Oscar especial. Entre otros temas, allí interpreta “Somewhere Over the Rainbow”, un himno melancólico a la esperanza eternamente renovada que se transformará en su marca de fábrica.

Luego de una sucesión de comedietas en las que formó rubro con otro adolescente, Mickey Rooney, en las que interpretaban el modelo ideal de la juventud estadounidense, chicos sanos en un ambiente rural, reunidos permanentemente junto a la fuente de soda de la farmacia pueblerina, él diseñando planes que ella apoyaba y ayudaba a concretar, comedias que ayudaron a establecer su imagen de chica común, la vecinita de al lado, de rasgos agradables y ojos de mirada desmesurada, nunca una belleza pero dueña de un empuje y una impulsividad más propia de los varones, vinieron papeles más comprometidos.

De la mano del que sería el padre de su hija Liza, protagonizó uno de los hitos del musical estadounidense, La rueda de la fortuna (Meet Me in St.Louis, Vincente Minnelli, 1944), un retrato de la vida provinciana estadounidense amenazada por el progreso que trae una feria de innovaciones técnicas.

Tras 27 películas en 15 años y haberle permitido recaudar 80 millones de dólares, en 1950 la MGM rescindió su contrato, debido a sus llegadas tardes a los sets -cuando se presentaba- y sus conductas erráticas y agresivas para con el resto de los compañeros. La productora no era ajena a estos problemas de comportamiento, derivados de años de suministrarles a varios actores anfetaminas para que rindieran más en las extensas jornadas de trabajo (llegaban a filmar hasta tres películas por año) y somníferos para que pudieran dormir por las noches. Tales desequilibrios, más fuertes carencias afectivas de base, hicieron de Judy una adicta a las píldoras y el alcohol, sufriendo crisis que desembocaban en intentos de suicidio y a ser internada en “casas de salud” (como eran llamadas las clínicas psiquiátricas en esa época), a la vez que sufría desequilibrios extremos en su peso y figura corporal.

Alejada de la industria del cine -nadie se atrevía a contratarla- inicia su etapa de conciertos en grandes teatros, los primeros importantes en el Palladium de Londres, una de sus tantas reentradas al mundo de espectáculo.

Adorada por la capacidad de su voz de conectar en un nivel primitivo de emotividad con el corazón de sus oyentes y espectadores -en especial el público gay, que la transformó en su ícono, dada su capacidad de resiliencia, su androginia y sus tics cada vez más pronunciados y teatrales, una catedral del camp- los recitales ayudaron a pagar las numerosas deudas acumuladas y a reestablecer temporariamente la siempre temblorosa autoestima. De la mano de otro de sus maridos, el productor Sid Luft, padre de sus hijos Lorna y Joseph, regresa al mundo del cine con un gran proyecto, la primera versión musical de Nace una estrella (George Cukor, 1954), otro de los hitos del género, autogestionado con el apoyo de la Warner. Nominada para el Oscar, lo pierde a manos de Grace Kelly.

A partir de allí, sus apariciones cinematográficas disminuyen. Dos papeles dramáticos – uno que le vale una nominación como actriz secundaria, en la marmórea El juicio de Nuremberg (Stanley Kramer, 1961), otro en Un niño espera (John Cassavetes, 1962)- y un drama musical realizado en Inglaterra, en donde interpreta a una cantante. Éste último, en clave autorreferencial y pleno de guiños queer, se llamó Amarga es la gloria (Ronald Neame, 1963), y tomaba ventaja de las presentaciones teatrales de Judy ante el público inglés que le rendía pleitesía y la emparejaba con un señor ambiguo (nada menos que, ¡oh la la!, Dirk Bogarde) con el que había tenido un hijo.  (Se dice que tres de los cinco esposos de la Garland fueron bisexuales, al igual que su progenitor)

Un par de años antes, en 1961, había brindado un recital en el Carnegie Hall y la grabación de ese evento le valió un Grammy, siendo uno de sus discos más vendidos, donde se ratifica su extraordinaria capacidad de entrega y su hipnótica conexión con la audiencia.

En 1963 tuvo un show televisivo que abarcó 26 episodios, donde interpretaba sus grandes éxitos y hacía de anfitriona de numerosos talentos de la nueva y de la vieja guardia, alabado por la crítica, pero cancelado dado su alto costo y sus bajos números de audiencia.

Ese fue el último de sus grandes logros y el comienzo del declive final, desbordante de situaciones desagradables y patéticas que el film de Rupert Goold edulcora, entre borlas de talco rosadas y admiradores gays que parecen salidos de Los ositos cariñosos. Sería una pena que quienes no la conocieron en su apogeo se queden con esta imagen de trazo grueso que la interpretación de Renée dibuja de un tramo de su vida en donde ya no quedaban ni arco iris ni pajaritos que pudieran cantar.

Frances Ethel Gumm nació en Grand Rapids, Minnesota el 10 de junio de 1922. Judy Garland falleció en Londres, de una sobredosis de barbitúricos prescritos bajo receta médica, el 22 de junio de 1969.

Fuentes consultadas:
Edwards, Anne, Judy Garland, Simon & Schuster, New York, 1975
Dyer, Richard, Heavenly Bodies. Film Stars and Society. Routledge, New York, 2004  

4/2/20

1917, Mujercitas, Jo Jo Rabbit, Historia de un matrimonio, Contra lo imposible



Ha sido un buen año para el cine, si nos guiamos por las nominaciones que los miembros de la academia de Hollywood votaron para mejor película. Tenemos el regreso de dos cinéfilos que honran el cine como arte, Martin Scorsese y Quentin Tarantino, con la memorable El irlandés y la nostálgica Había una vez en Hollywood, respectivamente. Dos films que han causado polémica y kilómetros de tinta virtual, como lo son la desafiante Guasón, del mediocre Todd Phillips, y la asombrosa Parásitos, del coreano Bong Joon Ho. Todas ellas han sido comentadas anteriormente por quien escribe. Ahora le toca el turno al resto de las nominadas.

En 1917, el inglés Sam Mendez encara los horrores de la Primera Guerra Mundial de manera tan emotiva como superficial. Proveniente del teatro, Mendez siempre ha sido virtuoso como narrador (Belleza americana, Sólo un sueño, Skyfall) pero nunca ha sido un autor. Aquí, apoyado técnicamente en el reconocido director de fotografía Roger Deakins (con varios films de los Hermanos Coen en su haber y un Oscar por su lucida labor en Blade Runner 2049) consigue una obra de teatro en dos actos con un diorama de fondo en constante movimiento, tal la ilusión que provoca el montaje invisible que une las numerosas tomas y las transforma en dos (hay un fundido en negro que marca una elipsis a través de la perdida de conciencia de un personaje). La proeza técnica -inspirada por los logros de otro inglés, este sí eminente, en La soga (Alfred Hitchcock, 1948)-  llama sobremanera la atención porque el guion no ofrece nada que ya no hayamos visto hasta la saciedad en los grandes films de guerra de la historia del cine. El conocedor sabrá detectar emanaciones de La patrulla infernal (Stanley Kubrick, 1957), en lo que hace a los desplazamientos de cámara en una trinchera siguiendo a un personaje y una canción muy emotiva que hace lagrimear a los duros y ajados soldados; la escena del puente de Apocalipsis Now (Francis Ford Coppola, 1979) con una iluminación surrealista que aquí se corresponde con la del pueblito francés en ruinas tras el paso alemán; la foto familiar de un enemigo olvidada en la maleza -que nos recuerda que también eran seres humanos- como en El puente sobre el río Kwai (David Lean, 1957); y la entrega de un mensaje para evitar una catástrofe mayor: lo que en Gallipoli (Peter Weir, 1981) duraba diez minutos aquí se extiende por dos horas y es la excusa argumental.

Hay algo de video juego en el seguimiento sin pausa de un personaje y en oponerle un obstáculo cada 5 minutos para que esto tenga acción y no sea un film de Abbás Kiarostamí: el salto desde un puente del protagonista tras una alocada carrera para poner a resguardo su vida nos recordó a la caída de tantos personajes del mundo del entretenimiento virtual. El film mantiene la atención hasta el tercer acto, donde se vuelve más descriptivo, intentando transmitir al espectador los estados de ánimo del inexpresivo protagonista, que al fin se puede sentar a rumiar lo que ha experimentado. Poco le queda para masticar al espectador, más allá del recuerdo de algunas emociones intensas.

La enésima versión de Mujercitas viene de la mano de Greta Gerwig, que tan buena impresión causara con Lady Bird. Más allá de una intrincada estructura en base a flashbacks que puede desorientar al espectador que no leyera o recuerde la obra de Louisa May Alcott, la adaptación tiene sus méritos al hacer de Jo (la siempre satisfactoria Saoirse Ronan) una heroína feminista que coloca su carrera como escritora por encima de los mandatos de una sociedad que impone el casamiento como cárcel y condena para muchas mujeres.

En el elenco destacan la opulenta Florence Pugh (Midsommar), la siempre efectiva Laura Dern como la madre de las chicas, el siempre sensible Timothée Chalamet como Laurie, y una avinagrada Meryl Streep, como la tía con dinero y una vida de soltera muy pero muy frustrada. Hay dos malas elecciones de casting: el siempre sexy Louis Garrel como el pretendiente de Jo, y el siempre ramplón Bob Odenkirk (que inadvertidamente termina sobreimprimiendo la perversidad de su personaje en Breaking Bad a un personaje por demás ñoño) como el padre de las muchachas. Pero las objeciones son menores ante el tono de vulgaridad tan propio de lo estadounidense (contrastado con la finesse europea) que logra la directora. Lo que antecede no es un prejuicio, cabe subrayar que la prosa de Alcott no tenía la elaboración de la de Edith Warthon (La edad de la inocencia), ni mucho menos la de su mentor Henry James, que al poner a su heroína Daisy Miller en contacto con la aristocracia europea, subrayaba su inocencia como un valor, y su rudeza en las formas y costumbres como un disvalor propio de una sociedad joven. En este sentido Gerwig triunfa al sostener esa tosquedad en la puesta en escena, en la elección de los encuadres, en el estilo elegido para sus actores. No hay más que correlacionar Mujercitas con lo decantado por el inglés Terence Davies en su retrato de Emily Dickinson (Una serena pasión, 2016) para que las evidencian salten como astillas a los ojos.

¿Una comedia sobre un niño nazi, orgulloso de serlo? Jo Jo Rabbit logra tal destreza, apoyada en la pericia del director y guionista neozelandés Taika Waititi (Boy, Lo que hacemos en las sombras, Thor: Ragnarok) en desafiar lo políticamente correcto. El film ha provocado cierto escozor en determinados ámbitos que sostienen que no se debe bromear con una catástrofe de la humanidad como el paso del nacionalsocialismo por la Historia, con su tendal de víctimas y destrucción.  Tras cierta perplejidad, el espectador advierte que el niño no está muy bien de la cabeza, ya que tiene por amigo imaginario al mismo Adolf Hitler (interpretado de manera caricaturesca por el mismo director), extraña a su padre ausente y tiene como madre a una mujer enigmática que esconde a una niña judía en el desván. A medida que avance el metraje y el caos de la derrota alemana a su alrededor, el niño irá sufriendo una transformación que hará tolerable para el espectador la osadía inicial para ir encarrilándose hacia  comarcas conocidas y con las que la gran mayoría está de acuerdo: el nazismo fue una tragedia para la humanidad, por ninguna razón debe volver a repetirse.

Y no es poca cosa que muchos adolescentes se acerquen al tema -más allá de la lectura obligada de El diario de Ana Frank en las escuelas- a través del formato comedia. Alemania año cero (Roberto Rossellini, 1948), observaba los avatares de un niño nazi a través del trágico prisma neorrealista apenas producida la caída del régimen en Berlín, y si bien es un film loable, es muy difícil de digerir, ya que el joven -su sangre ya infectada sin retorno por ese virus ideológico y lo que causó en la sociedad en que creció- termina suicidándose. El film de Waikiki tiene la virtud de evitar el sentimentalismo -algo que invalidaba a la infumable La vida es bella (Roberto Benigni 1997) y a su espástico protagonista-, de tener un muy buen guion, y el sustento de tres actuaciones extraordinarias de Roman Griffin Davis como Jo Jo, Scarlett Johansson como la madre y Sam Rockwell como el Capitán Klenzendorf, el instructor del campamento en donde adoctrinan a los jóvenes.

Historia de un matrimonio se sitúa entre los logros del cine comercial (la oscarizada Kramer vs. Kramer) y el cine de arte (Escenas de la vida conyugal, de Ingmar Bergman). Film apoyado en las actuaciones y el guion, acerca a su director y guionista Noah Baumbach al territorio en el que mejor se mueve, las historias de familia, a las que observa con detenimiento, sensibilidad y compasión.

Aquí, la mujer que abandona el matrimonio no es penalizada como lo era el personaje de Meryl Street en 1980 en el film de Robert Benton, en aras de glorificar al personaje del marido (Dustin Hoffman, en la cumbre de sus poderes actorales) que debía abandonar su empleo para hacerse cargo de su hijo (el comprador Justin Henry, pleno de monerías para seducir a la platea). El film dialogaba con el feminismo de la época en términos negativos; había poca comprensión para la mujer que había abandonado al marido y su descendencia en aras de buscarse a sí misma.

En el de Bergman -aludido explícitamente en el de Bambaugh a través del poster de la obra teatral que derivó de aquel, en la que el marido dirige y la esposa interpreta- la mujer es una profesional que se ocupa también de su hogar y es abandonada por su marido que corre detrás de una chica más joven. Marianne (Liv Ullman) tras la ruptura hace todo un trabajo consigo misma que la lleva a madurar emocionalmente, mientras que Johan (Erland Josephson), descartado por la novia, queda atrapado en un pantano y se niega a firmar los papeles de divorcio. A la larga, cada uno ya en otras parejas, se seguirán viendo de vez en cuando y descubriendo que pueden seguir siendo grandes amigos y amantes.

En Historia de un matrimonio, Nicole (Scarlett Johansson) deja a su marido (Adam Driver) y se lleva a su hijo, porque Charlie no ha cumplido las promesas que alguna vez le hizo, tan abocado que está a su propia carrera como director teatral en Nueva York. Ella había abandonado una carrera como actriz en Los Ángeles para casarse con él y mudarse a Nueva York… siempre que alguna vez volvieran a la soleada California, de donde era oriunda.  En realidad, esta es la punta del iceberg, como el avezado guion deja ver, hay problemas más serios entre ellos. Nicole tiene mayor conciencia de que han crecido de manera despareja y mediante la contratación de abogados tipo barracuda (una admirable Laura Dern en el caso de ella, un avejentado Ray Liotta en el de él) se permitirán la confrontación que se debían y que él, más inmaduro emocionalmente, retardaba y evitaba.
Hábilmente, el relato primero carga las tintas hacia ella y, hacia el tercer acto, la balanza se equilibra, cuando nos enteramos que quien nunca se movió de posición fue él. Tanto Johansson como Driver tienen gran lucimiento, como el elenco de secundarios: muy conmovedora la interpretación de Alan Alda como el primer abogado que él contrata, un señor muy mayor con muestras de Parkinson, que quiere evitar provocar oleajes en la pareja en conflicto. Si bien hay muchas alusiones al cine de Woody Allen, como en toda la obra de Baumbagh -Alan Alda es el préstamo más evidente- hay otra muy notoria a un clásico del cine romántico de todos los tiempos: Nuestros años felices (Sidney Pollack, 1973). Allí Barbra Streisand se enamora y se casa con Robert Redford (ella judía, pobre y comunista; él, el típico ganador WASP). Ella lo apoya en su carrera como escritor, tienen una hija. A la larga se separan, pero hay un gesto en común de ella hacia él que demuestra el amor que sienten el uno por el otro a lo largo de los años, pese a que él nunca se hizo cargo de la niña. Cuando casualmente se vuelven a encontrar, una década más tarde, ella no puede evitar acomodarle el mechón de pelo que le cae sobre la frente, como lo hacía de soltera y de casada. Aquí, Nicole, una vez divorciada, no puede evitar atarle los zapatos a Charlie, como lo hiciera cuando estaban juntos. Al igual que en el film de Bergman, y sin las manipulaciones sentimentales e ideológicas del film de Benton, Baughman apuesta a la perdurabilidad del amor entre dos que se quisieron mucho, mediante vínculos que se trasfiguran.

Finalmente, nos queda Contra lo imposible, título de fantasía que le endilgaron en nuestras tierras a Ford Vs. Ferrari, mucho más claro y descriptivo de la temática que narra: la competencia que entablan la compañía estadounidense Ford para quitarle a la italiana Ferrari el cetro de construir los autos más veloces.

Quienes crecimos en los años 70 hemos visto muchos films de este tipo, -Grand Prix (John Frankenheimer, 1966), Las 24 horas de Le Mans (Lee H. Katzin, 1971) entre los más famosos-, que tenían como centro una competencia automovilística abundante en complicaciones y heroísmo. Hoy día, ese vacío lo llenan los Rápidos y furiosos y derivados.

Cabe decir que Contra lo imposible, dirigido por James Mangold (Tierra de policías, Wolverine: Inmortal, Logan), es cine industrial y del mejor, con sus dosis de tensión y adrenalina, un producto muy bien acabado, con destacables efectos especiales y con dos interpretaciones entrañables de Matt Damon y Christian Bale, que encarnan  personajes de la vida real, un ex corredor que se ha retirado por problemas cardíacos y, su amigo, un inglés poco convencional con gran talento para las carreras pero obligado a trabajar como mecánico para llevar el sustento a casa, dada su volatilidad de carácter, su poca ductilidad en el trato con la gente, aunque cuente con el apoyo de su mujer y de su hijo, un fan incondicional.

Ambos son contratados por la Ford para desarrollar el prototipo que vencerá a los triunfantes Ferraris en la pista del circuito francés de Le Mans. Entre los obstáculos que atravesarán estos amigos tendrán uno casi insuperable:  algunos ejecutivos de la Ford no creen que el personaje que interpreta Bale sea el adecuado para representar a la firma ante el mundo, dada su impronta altamente individualista.

Si bien Damon es un buen actor, aquí el carisma de Bale lo sobrepasa con creces. Y si a alguien después de las dos horas y pico de proyección no se le escapa un lagrimón, es porque es un insensible. Una vez más el héroe individualista estadounidense vuelve a conquistar las praderas, pero esta vez el sabor que queda en la boca es agridulce.