23/8/10

La noche de la iguana

Uno de mis directores favoritos es John Huston, el más "aventurero" de los realizadores. En su faceta más obvia -como lo retratara Clint Eastwood en Cazador blanco, corazón negro- Huston podía salir de safari en medio de una filmación en pleno Congo, mientras rodaba La reina africana. O podía irse de juerga con Humphrey Bogart y Truman Capote durante el rodaje de La burla del diablo (un film que es una broma en sí mismo) y agotar las reservas de whisky de algún sucucho de Ravallo, Italia. O podía enfrascarse en la enmarañada intensidad de una relación con Jean Paul Sartre para que le escribiera un guión que trasladara algo de la biografía de Sigmund Freud a la pantalla (Freud, pasión secreta). También sabía cómo lidiar con las nanas de Marilyn Monroe y Montgomery Clift en el tramo final de sus turbulentas vidas durante el rodaje de Los inadaptados. Y también podía adentrarse en el territorio de la adaptación literaria, para el que poseía una fina sensibilidad, impensada en un hombre -en apariencia- tan rústico. Pero Huston era un hombre muy culto y supo cómo abordar a James Joyce (en Desde ahora y para siempre, suprema traslación del cuento The dead, de Dublinenses), Carson McCullers (en Reflejos en un ojo dorado), Flannery O´Connor (Sangre sabia), Rudyard Kipling (El hombre que sería rey) y Dashiell Hammet (El halcón maltés, su debut en el cine que, además, estableció muchas de las convenciones del cine negro). Pero no todas sus aventuras eran victoriosas: no salió tan bien parado cuando adaptó Moby Dick, de Herman Melville, ni La Biblia. Así y todo, de todas las adaptaciones que abordó, mi preferida es la que hizo de La noche de la iguana, del dramaturgo Tennesse Williams.


En este film, el reverendo Shannon (Richard Burton) comienza un largo descenso hacia la oscura noche del alma. La primera parada lo encuentra siendo despreciado por su congregación al desparramarse los rumores de que ha tenido relaciones con una menor. La segunda, guiando a un grupo de maestras a través de un recorrido turístico por México. En este viaje acechan nuevas tentaciones: una adolescente (Sue Lyon, la Lolita de Kubrick) que acompaña al rebaño se encapricha con él, provocando la ira de Judith Fellowes (la caústica e inolvidable Grayson Hall), que los persigue a pie juntillas, inconsciente de su propia atracción hacia la joven Charlotte. Desesperado, Shannon recala con las mujeres en el hotel de Maxine Faulks (Ava Gardner), viuda de su amigo Fred, una endeble construcción con bungalows en la playa de Mismaloya, en Puerto Vallarta. Aquejado inevitablemente por el alcohol y el acoso de la adolescente, el reverendo se ofrece en bandeja al sadismo de la rígida maestra que, descendiente de jueces -como él lo es de obispos- le quitará toda posibilidad de trabajo futuro en los Estados Unidos. Desolado, sin la ayuda de su fe, sintiendo que ha descarrilado y que ya no puede continuar por el camino "real" de la vida, desmoronándose por el fantástico, Shannon amenaza con "nadar hasta China". Será Hannah Jelkes (Deborah Kerr), una pintora itinerante que viaja acompañada de su abuelo, un poeta en funciones de 97 años, quien evite su suicidio y esa noche tormentosa lo ayude a exorcizar sus demonios mediante una taza de té de amapolas y mucha, mucha compasión.

Shannon ha llegado al fin de la cuerda, una cuerda que se está tensando, como aquella que sujeta a la iguana que los amantes mexicanos de Maxime han capturado para comer. Se le han agotado los trucos que la gente con problemas utiliza para distraer a Dios. Ya no tiene metas, no cree en nada, ni siquiera en sí mismo. A través del relato de su propia experiencia con la depresión y el ejemplo de su capacidad de encontrar "amor" en un simple acto de fetichismo, Hannah logra infundirle cierta calma, la necesaria para que encuentre el espacio para confrontar consigo mismo, algo de lo que se evadía con el alcohol y el sexo.

Huston sabe cómo condimentar este relato de seres que buscan -como pueden- cierta armonía en sus vidas. Lo rodea de una escenografía natural de incomparable primitivismo y lo retrata con la sutil fotografía del maestro Gabriel Figueroa (María Candelaria, Él, Bajo el volcán). Toma de Richard Burton su sensualidad abrumadora, su viril vulnerabilidad y su voz portentosa y contrasta esas cualidades con la leve densidad de Deborah Kerr (maravillosa canalizadora de personajes profundamente espirituosos como la esposa del entrenador en Té y simpatía, la profesora de El rey y yo, la monja de Sólo el cielo lo sabe o la institutriz trastornada de Los inocentes). Y le regala a Ava Gardner, volcán sensual de hombros descubiertos y voz de ron cola, su mejor actuación para la pantalla.

Modificando el final original de la obra de Williams, Huston le da una chance a Shannon al ser aceptado por Maxine para que juntos puedan iniciar un camino significativo de amor y compromiso. Esa Maxine que había tapado sus propios demonios y la pérdida de su marido agotándose con dos nativos jóvenes, lo aceptará en sus cálidos brazos y le prometerá que cuando no pueda subir el promontorio, ella lo ayudará a remontarlo.

Sin el abuelo a cuestas, muerto tras terminar de componer el último poema, Hannah -el buda con faldas, como la llamara Shannon- partirá con su pequeño bagaje material pero inmenso tesoro espiritual en busca de otros actos de amor, otras formas de establecer contacto, darse y ofrecerse a otro ser humano.