Hace pocos días llegó a mis manos el dvd de una representación de Liza Minnelli, su último espectáculo teatral, que le valiera un premio Tony por su desempeño. Liza es una vieja amiga y uno ya sabe qué esperar de los viejos amigos, zonas donde se mueve confortablemente y otras donde es conveniente hacer la vista gorda y dejar pasar. Pero con Liza hacía un buen tiempo que había perdido la paciencia. Desde hacía dos décadas estaba un poco cansado de ver ese catálogo de miserias caminando, opacando su potencial, para terminar pensando en lo que podría haber llegado a ser. Siempre lastimosa, se la pasaba pidiendo que la quisiéramos, que la aceptáramos como era. Y bueno, no siempre uno encuentra esa disposición de ánimo. A veces esa energía la necesitamos para nosotros mismos... La vida no es fácil para nadie. Y tampoco se trata de dar explicaciones.
Mi relación con ella data de la época del estreno de Cabaret (1972). No es que yo haya podido ver la película en aquel momento -contaba con tan sólo 10 años y era prohibida para menores- pero sí un clip televisivo con la canción principal, que se escuchaba bastante en las radios. Su voz poderosa, su particular peinado, la electricidad que destellaba en sus movimientos, todo eso me impactó. Al poco tiempo pasaron por televisión el show Liza con Z, donde también era dirigida por Bob Fosse y el deslumbramiento quedó sellado. En ese espectáculo Liza alcanza la magnificencia como cantante, actriz, bailarina. Quizás se trate de lo mejor que haya hecho en su vida.
Otro nexo que me ligaba a ella era que se trataba la hija de Judy Garland, a quien yo idolatraba por haber visto varias veces El mago de Oz. Más tarde me enteré que era hija también de Vincente Minnelli, uno de los mejores directores del Hollywood clásico, especialista en musicales, género que siempre había favorecido entre los otros. Con todas estas relaciones de parentesco, más sus propios méritos a través de shows televisivos (Liza con Baryshnikov, Liza con Goldie Hawn) y discos (¿quién puede olvidarse del delirante Tropical Nights?), la oleada Minnelli avanzó sobre mí como un tsunami hasta bien adentrados los años 80. Una de las primeras veces que visitó el país, en 1980, para una entrevista que le hizo Magdalena Ruiz Guiñazú en el viejo canal 11, pude conseguir entradas y estar ahí, y sentir en vivo la electricidad que transmitía, así como su postura descontracturada (se había quitado los zapatos y se quejaba del calor). Hasta la perra que tuve durante 13 años, nerviosa e histérica, fue bautizada con su nombre (nadie aceptó en la familia la primera moción, es decir, Barbra).
Pero estando yo ya más crecido y con menos tiempo disponible, con su carrera difuminada por las drogas y el alcohol, su aura comenzó a desvanecerse. Algo resucitó cuando los Pet Shop Boys la modernizaron y relanzaron con el disco Results y los videos consiguientes. Fui a verla cuando vino a principio de los 90 al Luna Park; la disfruté, me emocioné con ella pero también sentí que no era la misma que mis recuerdos atesoraban. No cesaba de compararla con aquella mujer que escuchaba en el Winco o que había visto varias veces en New York New York (Martin Scorsese, 1977), un film más de su director que de ella misma. ¿Problema de Liza o mío? Creo que de ambos. Además, una de las peligrosas tendencias que anidaba era la de estandarizar su emotividad y pedir casi desesperadamente que la quisieran. En el escenario, en entrevistas, en donde fuera, Liza se la pasaba provocando lástima, buscando un reconocimiento que vaya a saberse si era posible de ser logrado en este mundo. Todo eso no hacía más que distanciarme.
Vinieron algunos discos perdidos: el soso Gently, operaciones de cadera, derrames cerebrales que la obligaron a reeducarse, a volver a aprender a hablar, a caminar, a cantar, a bailar. Fuerza de la naturaleza, Liza todo lo hizo. Hasta volvió a casarse con un hombre gay con el que duró no más que un suspiro. Volvió a la Argentina. Estuvo varias veces con Susana Giménez, en su living... ya me resultaba un poco fatigoso verla. Hasta que...
Liza Minnelli´s at the Palace es un show dividido en dos partes. En la primera, canta varios de sus éxitos, incluyendo alguna canción de Charles Aznavour, Cabaret y New York New York. Lo hace con soltura, con garra, con algo de la fuerza del pasado. Sigue lanzando sus pedidos desesperados de ser querida, pero con ironía: "antes me sentaba hacia el final del show, ahora a los 20 minutos" Si bien muchas veces se la ve desfalleciente, nada se interpone entre ella y su espectador, ante el que se desangra para hacerlo sentir cómodo, por emocionarlo y tenerlo en la palma de su mano. ¿Había vuelto la vieja Liza?
Nada me preparaba para la segunda parte del show, un homenaje a su madrina, Kay Thompson, conocida por los cinéfilos por su participación en La cenicienta de París (Stanley Donen, 1958), junto a Fred Astaire y Audrey Hepburn, donde interpretaba a la angulosa directora de una revista de modas al estilo Vogue y tenía para sí un número memorable en el que cantaba y bailaba, Think in Pink. También sabía que había escrito el libro Eloísa, sobre una niña que vivía en hoteles neoyorquinos, un poco modelada en base a la misma Liza. Bueno, según su ahijada nos cuenta, Kay era un figurón en el Hollywood clásico, ya que sus lecciones de coaching vocal habían permitido que Astaire, Gene Kelly, hasta la misma Judy, cantaran. Además, había sido la protagonista de un show en Cyro´s -un restaurante importante en el Hollywood de los años 40- que había quedado inscripto en la memoria del ambiente teatral estadounidense como el mejor en el género del music hall. Ese show es el que Liza rememora en la segunda parte de este espectáculo, acompañada de cuatro cantantes bailarines que remedan a los Hermanos Williams, uno de ellos Andy, famoso y meloso intérprete de los años 60 y 70.
Liza suda la camiseta. Baila, canta, actúa, saca viruta al piso, cuenta maravillosas anécdotas sobre Kay, algunas divertidas, otras sobre dolorosos momentos en la que siempre estaba cerca para tenderle una mano. El despliegue no es tan sólo energético sino que avasalla y amansa las emociones del espectador con tal destreza, con esa destreza, aquella que yo venía buscando en ella y no encontraba desde hacía más de 20 años. Mi amigo Julio, que es más fanático de ella que yo, dice que celebré este show porque me encontré con una Liza que había redescubierto -o reconstruido- su integridad. Y creo que tiene razón, la zorra sabe más por vieja que por zorra. Liza se bajó la escalera de la auto conmiseración y se encontró desnuda ante la muerte. Después de eso, sólo quedaba pelearla o dejarse ir. Y ella la peleó, vaya si la peleó. Para quienes tengan oportunidad de verlo, no dejen de admirar a una de las grandes fuerzas del show bussines internacional en su segundo mejor momento: la señora Liza Minnelli´s at the Palace.