El musical estadounidense es un género que tuvo su apogeo
desde el nacimiento del cine sonoro en 1927 con El cantor de Jazz, hasta fines de la década de los años 50. Brindaba un mundo cerrado a las influencias
de la vida contemporánea, un territorio de fantasía donde- en los casos más
logrados, aquellos en que los números musicales estaban entretejidos con la
estructura narrativa, motivados por la psicología de los personajes y el
desarrollo y expresión de sus emociones, opiniones o estados de ánimo- los intérpretes
se lanzaban a cantar y a bailar sin necesidad de estar sobre un escenario o
dentro de los confines una representación teatral. Pero las exigencias de
realismo del público fueron minando la potencia del género; con la televisión
en sus casas, los espectadores tenían una ventana directa a la realidad y ese
mundo de fantasía que ofrecía el género fue quedando relegado.
En los años 60 se producían los que venían directamente de
obras exitosas de Broadway –La novicia
rebelde, Mi bella dama- y cada vez fueron más raros los que eran plenamente
desarrollados para el cine, como en su momento lo fueron Cantando bajo la lluvia, Un americano en París, Brindis al amor o Un día en Nueva york, cumbres de un
género que exigían intérpretes idóneos, grandes presupuestos, departamentos
especializados en los estudios para los decorados, el vestuario, etc. En los
años 70, la demanda de realismo llevó a sumar ingredientes políticos a las
tramas, por lo que el ascenso nazi fue retratado a la par de la historia de la
protagonista en Cabaret, o la capital
de la música country se transformó en el escenario de un magnicidio (Nashville). En los últimos años de esa
década y durante la siguiente, los musicales se producían para vender un disco
(Fiebre del sábado por la noche, Xanadú, Flashdance,
Footlose), y en los 90, casi desaparecieron (hay que recordar la Evita de Alan Parker entre la hilera de
dibujos animados de Disney como La
sirenita, La bella y la bestia, Pocahontas, etc.).
Unos quince años atrás se los intentó resucitar – la
centrifugadora aquella llamada Moulin
Rouge; Chicago y todos sus
Oscars- pero el género no logró captar las apetencias del público. Ahora
aparece La La Land, con la alquimia
mágica entre sus intérpretes –la formidable y carismática Emma Stone, y el
dúctil Ryan Gosling- y su homenaje a la ciudad de Los Ángeles. Un romance entre jóvenes artistas
–una actriz, un pianista jazzero- que buscan el éxito y no traicionar sus
ideales pese a las exigencias que plantea la vida cotidiana.
Hay ecos en el film de Chazelle de New
York, New York de Martin Scorsese –no sólo por el tributo a una ciudad- , y
Uno desde el corazón (Francis Ford
Coppola), dos proyectos malogrados de dos grandes artistas que -buscando la
experimentación y el homenaje dentro del
género- apostaron al exceso (el film de
Scorsese tenía un número musical protagonizado por Liza Minnelli que duraba 15
minutos y fue cortado para el estreno; Coppola terminó en bancarrota debido a
su megalomanía y el desbordado presupuesto invertido). Ambos trataban sobre las
relaciones amorosas entre artistas que luchaban por encontrar un lugar en el
mundo del espectáculo en medio de decorados artificiosos y excesos emocionales.
También en la banda sonora de La La Land se escuchan ecos de las partituras que escribiera Michel Legrand para dos de los
grandes musicales europeos realizados especialmente para la pantalla, Los paraguas
de Cherburgo y Las señoritas de
Rochefort, ambos del maestro Jacques Demy, y protagonizados por una juvenil
Catherine Deneuve.
¿Más influencias? Hay mucho de Woody Allen aquí, en las idas
y venidas románticas de la pareja, como en
las alusiones a su musical Todos dicen te
quiero, también protagonizado por grandes actores que no tenían el canto y
el baile como sus especialidades, amén de que Stone estelarizara dos de sus
últimos films. Si el gran Woody podía ambientar un número musical en la morgue
de una funeraria, aquí se lo hace en un planetario y los personajes se lanzan a
volar como lo hacían él y Goldie Hawn en la secuencia final de aquel film.
Homenajes directos a Rebelde
sin causa de Nicholas Ray, protagonizada por los íconos juveniles James
Dean y Natalie Wood –grandes estrellas de su época-, y a la mítica Casablanca. El personaje de Emma Stone
es fanático de Ingrid Bergman y tiene un poster de ella en su habitación;
Gosling en su caracterización tiene
mucho de la melancolía de Bogart y quiere regentear un bar como lo hacía Rick
en aquel exótico lugar. Chazelle también –con variaciones- toma prestado el
final de esa historia, pero le agrega una coda
que hace que salgamos exhilarantes del cine: un homenaje a los grandes
ballets abstractos de Un americano en
París, Brindis al amor, Nace una estrella, y otros clásicos musicales de
los años 50.
La puesta en escena del film es realmente brillante, no sólo
por sus colores hiper realistas y el diseño abstracto de sus calles y parques
vaciados de seres humanos para la ocasión, también por los acrobáticos
movimientos de cámara que –mediante mucho montaje invisible y digital producen
una sensación de continuidad y fluidez inexistente en films como Chicago, donde el montaje a lo MTV
encandilaba el ojo pero servía para disimular las carencias de sus intérpretes
y agotar al espectador.
Pese a la publicidad y al deslumbrante número inicial en la
autopista, hay que decir que el tono de la película no es burbujeante como el
champagne, sino predominantemente melancólico. El realismo sigue siendo una
exigencia y, en el mundo de hoy, que el romance quede relegado por las demandas
laborales y artísticas no es ninguna novedad, como ya lo ejemplificara el mismo
Chazelle en su film anterior.