“Sólo
conecta” era el lema del escritor E. M. Forster, responsable de maravillas
tales como “La mansión Howard”, “Pasaje a la India” y “Maurice”, publicado
póstumamente a su pedido, porque contaba una historia en la que una relación
homosexual terminaba bien. Cierto es que Forster era un inglés nacido en plena
época victoriana, de formación académica, que viviera el clima de ensañamiento
hacia Oscar Wilde, algo que debe haber influido para que se mantuviera célibe hasta
los 38 años. Destacaba en la novela de costumbres y en la fina sátira de su
pueblo. No obstante, su lema resuena en el film de Luca Guadagnino, adaptado de
una novela de Andre Aciman por el veterano director James Ivory, menoscabado
por cierta crítica en los años 80 y 90 que lo consideraba demasiado académico.
Los
de Ivory eran films de época, basados en grandes obras literarias de Henry
James, Kazuo Ishiguro, tres de ellas de Forster. Sí, Ivory no era ningún
innovador en el terreno estético, pero llevó Maurice a la pantalla con inigualable sutileza, excelente dirección
de actores (Hugh Grant, James Wilby y Rupert Graves) y gusto; era 1987 y el
SIDA asolaba.
Si
bien después el cine mainstream concibió
Filadelfia (1993), donde el siempre
bonachón Tom Hanks moría víctima de aquella enfermedad, y Secreto en la montaña (2005), en donde descubrimos que los cowboys
también lo hacían –aunque culposamente-, es en Llámame por tu nombre donde –por fin- los protagonistas no tienen
otro obstáculo para desarrollar su relación que ellos mismos; y logran
sortearlo con el beneplácito de la platea.
Ese
obstáculo no es más que la falta de conexión, quizás por la homofobia
internalizada y la falta de experiencia del más joven, quizás por el miedo a
parecer abusivo del mayor. Pero una vez vencido, el film trabajará la empatía
del espectador como para que crea que la homosexualidad es tan natural como los
abundantes frutos que depara la naturaleza, por más que aquí un durazno cumpla
otras funciones más hedonistas que la de ser comido.
Ambientado
en Crema, al norte de Italia, en el verano de 1983, el film de Guadagnino narra
la historia del primer amor de Elio, el hijo de 17 años de un profesor norteamericano
especializado en cultura greco latina, que aunque flirtea con las chicas del
pueblo se ve poderosamente atraído por el asistente de su padre, un joven
académico estadounidense de visita, Oliver.
Guadagnino
es un sensualista, como ya lo demostrara en Soy el amor (2009) y A Bigger Splash
(2015), ambas en torno a su musa, la inconmensurable Tilda Swinton. No posee la
densidad de su admirado Bernardo Bertolucci en su primera etapa –Freud y Marx
no son de la partida aquí-, aunque sí hay mucho de la levedad espumosa y
cosmopolita de Belleza robada (1996)
y Cautivos del amor (1999). Explota
al máximo todo tipo de paisaje: el que rodea la finca en la que se aloja la
familia de Elio, los cuerpos de Armie Hammer y Timothée Chalamet; nos hace
percibir el aroma de sus sudores, el de la tierra tras la lluvia, la frescura
de la fuente en que chapotean, la corteza de una fruta.
Hammer,
que ganara notoriedad en el doble rol de los gemelos Winklevoss en La red
social (2010), y posteriormente protagonizara al amante del jefe del FBI en
J. Edgar (2011), fue desperdiciado en El llanero solitario (2013) y El
agente de CIPOL (2015). Aquí
puede demostrar su rango como actor; no es el muñeco Ken en shorts y bermudas,
sino que trasunta un espíritu sensible y bienhechor.
Chalamet, aquel niño de la serie Homeland, se revela como un portento; está justamente nominado para todos los premios de la
temporada, coprotagoniza otro de los buenos films del año -Lady Bird- y lo veremos en la próxima de Woody Allen. El film está
narrado desde el punto de vista de su personaje –apareciendo en casi todas las
escenas- y debe hacer bailar su cuerpo a los sones de las maravillas y miserias
del amor, sus elongaciones, sus constricciones, sus destellos, sus fulgores,
sus devastaciones. El sostenido primer plano final de su rostro, nos recordó el de Un
verano con Mónica (1953), donde Ingmar Bergman hacía que Harriet Andersson
expusiera todas sus vulnerabilidades y fortalezas en una audaz mirada a cámara.
¿Es Llámame por tu nombre un cuento de
hadas? En gran parte sí. No hay obstáculos para el desarrollo de la relación
entre Elio y Oliver, ni económicos, ni sociales. Quizás vivan una situación de
probeta, artificiosamente concebida, cuyo único límite sea el tiempo. Los
progenitores del chico acompañan y el padre, en un compasivo monólogo final,
deja en claro que la homosexualidad no es nada de lo que avergonzarse, entre
otras sorprendentes revelaciones que no vamos a detallar aquí. Oliver será el
puente hacia el descubrimiento, la madurez y el afianzamiento de la propia
identidad para el más joven, que no sólo se asumirá como orgulloso judío, sino
que también podrá comprender que en su caso quizás la orientación sexual no sea
una fase pasajera.
La
finura en el tratamiento del material es una cualidad que vuelve a aunar a
Ivory y a Guadagnino con Forster. En el universo de Llámame por tu nombre hay delicadeza, cortesía, compasión,
sensibilidad y humanidad. Es un verdadero triunfo que los responsables del film
hayan logrado conectar y empatizar con una audiencia masiva, más allá de la
orientación sexual de cada uno de los que la conformen. Quien más, quien menos,
todos hemos (sobre)vivido un primer amor.