16/2/11

El cisne negro


El nuevo film de Darren Aronofsky (Pi, Requiem por un sueño, La fuente de la vida, El luchador) se aleja del territorio realista para internarse en la psiquis desequilibrada de una bailarina (Natalie Portman, siempre crispada al borde de un ataque de nervios) a la que le llega su gran oportunidad: la de interpretar a la protagonista de El lago de los cisnes. El film ambientado en el lado oscuro del ballet -los denodados esfuerzos que exige semejante disciplina-, las relaciones de poder -la pobre Nina se debate en satisfacer las demandas del director de la puesta en escena y de su propia madre-, y condimentado con abundantes dosis de paranoia, se sigue con agrado. Hay muy poco que pueda hacer el director para sorprender: su habilidosa batería de recursos técnicos aquí se ve constreñida; sin los excesos de su film sobre una familia de adictos ni la austeridad de su retrato de un luchador de catch en caída libre, nos conduce a un final predecible.


Cabe pensar qué habrían hecho con este material el Brian de Palma de los años 70 (el de Hermanas diabólicas o El fantasma del paraíso o Carrie, el que parodiaba a Hitchcock en Magnífica obsesión, Vestida para matar o Doble de cuerpo) y el Ken Russell de La otra cara del amor, El novio, Los demonios, Mahler o Tommy. Maestros del exceso y de la hipérbole a todos los niveles, El cisne negro los trae a la conciencia en cada fotograma, más por lo que podría haber sido que por lo que es.







La relación entre Nina y su madre parece extraída -en versión sepia- de la Carrie de De Palma. Los devaneos de la cámara de Aronofsky palidecen ante el recuerdo de los ballets pirotécnicos que trazaba en la alianza cámara-música el genial Russell en Los demonios o El novio. Todo es tibio en El cisne negro; hasta el hoy clásico Scorsese se arriesgó mucho más que él en La isla siniestra, siendo ésta una producción con todas las características de un film clase A. Aronofsky nos ofrece un film clase B que no se anima a decir que es clase B de tan lavado que es. Quizás la diferencia radique en las libertades que se permitían los directores en los años 70, libertades que serían demasiado chocantes para el gusto masivo actual o atentarían contra la taquilla o no serían nominadas para los premios Oscar. Pero esas libertades, esos excesos, han dejado marcas indelebles en nuestro inconsciente: ¿quién puede olvidar el baño de sangre a la que es sometida Carrie, la muerte en el ascensor del personaje de Angie Dickinson en Vestida para matar, las magníficas imágenes con que Russell recrea la Obertura 1812 de Tchaikovsky en La otra cara del amor, o a Ann Margret chapoteando entre porotos y garbanzos que brotan de un televisor en Tommy? Algo me dice que, en estos tiempos descafeinados, de El cisne negro nos olvidaremos muy pero muy pronto.


Temple de acero


No soy un fanático de los Hermanos Coen, pero debo admitir que Temple de acero es uno de los films que más me han gustado de ellos, junto con De paseo a la muerte (Miller´s crossing, 1990). Por segunda vez equilibran intelecto y sentimiento, sin los desbordes hacia un lado de -por ejemplo- Barton Fink (1991) o hacia el otro de Educando a Arizona (1989), y se dedican a contar una historia sin hacer alardes formales o exhibir muestras de un humor tan absurdo que hacen que la película parezca una broma.


Aquí tenemos a una joven de 14 años, Mattie Ross (protagonizada por al debutante Hailee Steinfeld con la garra de una veterana) que busca vengar la muerte de su padre y para ello contrata a un marshall un tanto decadente, Rooster Cogburn (James Bridges, en una de sus mejores interpretaciones). A la empresa se suma un texano, LaBoeuf (Matt Damon) que persigue al asesino por fechorías anteriores, esperando cobrar una recompensa. El film se toma una media hora -muy elaborada, en la que establece los personajes y permite el pleno desempeño de Mattie, a través de acciones temerarias y de diálogos alambicados y floridos, antes que se inicie la persecución a través de territorio indio. Existirán rasgos de absurdo ante la aparición de un ahorcado que cuelga de un árbol a 20 metros del suelo, de un médico disfrazado de oso para evitar el frío, etc. El comportamiento de LaBoeuf a veces rozará el ridículo dado que se maneja con unos códigos que parecen sacados de las novelas de caballería que enloquecieron al Quijote. Y también lugar para el sentimiento ya que el film está narrado desde el punto de vista de una Mattie adulta, una solterona seca y manca que guarda espacio en su corazón para esos dos hombres que la acompañaron, le permitieron cumplir con su objetivo y la marcaron en su epopeya.


En Temple de acero todas las motivaciones -excepto las de Mattie- están marcadas por el dinero. Se persigue a un malhechor para cobrar una recompensa (en segundo término está el que se cumpla la ley), un empresario de pompas fúnebres le devuelve la humanidad al rostro de un muerto por dinero, se arrastra el cuerpo de un muerto para ver qué se puede sacar de él. A lo largo del viaje y mediante la influencia de la muchacha, Cogburn y LaBoeuf, reaccionarán con cierto afecto hacia la admirable mujer, uno por respeto a su considerable inteligencia, el otro por sentirse atraído por su juventud.


Un western a estas alturas ya es un puro artificio. Los Coen lo saben y lo transforman en un cuento de hadas: están los estallidos de violencia repentinos pero también la búsqueda del hombre ideal: Mattie encuentra un padre sustituto en el viejo gallo de riña y un caballero galante en el texano. Habrá también una jornada a caballo extenuante en medio de un paisaje nocturno de ensueño, Mattie delirante, cargada por ese padre ideal, rodeada de estrellas, y una casita cálida que los aguarda, donde el fuego y la salvación esperan.



Con actuaciones superlativas y recursos técnicos de primer orden -sobresaliendo la fotografía de Roger Deakins y las sentidas composiciones musicales de Cartel Burwell, colaborados habituales de los Hermanos- los Coen se las arreglan para lograr el que es su mayor éxito de taquilla hasta la fecha, seguramente amparados por el espíritu del viejo John Wayne que los observa benevolente desde alguna estrella.