diferente del mundo de aquí abajo
planeada de manera mucho más compasiva
que el cruel mundo que conocemos.
Allí existen la inocencia y la paz
y todo lo que se desea es bueno,
los rostros son siempre hermosos
y el amor ni envejece, ni se cansa.
Jamás encontraremos esa hermosa tierra
del "Podía haber sido así",
jamás podré ser tu rey ni tú mi reina.
Tal vez pasen los días, tal vez pasen los años
y los mares tal vez nos separen,
nunca encontraremos la hermosa tierra
del "Podía haber sido así".
La música de esta canción fue compuesta por Ivor Novello, un actor que protagonizara El inquilino, dirigida por Alfred Hitchcock en 1927, y que figura como uno de los personajes de Crimen a medianoche, el film de Robert Altman que viene a modificar, expandir y reformular las reglas del policial de enigma, cuyos ejemplos cinematográficos más conocidos son Crimen en el expreso de Oriente (Sidney Lumet, 1974) y Muerte en el Nilo (John Guillermin, 1976), ambos basados en novelas de Agatha Christie.
Como lo hiciera con la comedia (MASH), el western (Del mismo barro), el musical (Nashville), el thriller psicológico (Imágenes), o el film de mujeres (Tres mujeres, Vuelve a casa Jimmy Dean), Altman en Crimen a medianoche toma el género policial en su clave más fría y abstracta -ámbito inglés de clase alta, centralidad de la figura del detective, extrema racionalidad para la resolución del crimen- y lo contamina con su derivación estadounidense -la novela negra-, permitiendo la entrada de lo social (es tan importante en el film el mundo de los criados como el de los señores a los que sirven, estableciendo ambos mundos relaciones de dependencia), ridiculizando al detective (un personaje de clase media, vano e ineficaz, feliz de codearse con los adinerados, despectivo con la servidumbre) y desplazando su tarea hacia la de la sirviente más novata que resuelve el crimen a base de deducciones e intuiciones.
Y si bien la resolución del enigma cierra el film, no radica allí el interés del director, sino en el retrato de los personajes y sus relaciones. No es casual que Ivor Novello (Jeremy Northam), se aparezca en la mansión acompañado de un productor hollywoodense (Bob Balaban), que viene a estudiar el comportamiento de los señores para idear la ambientación de su próximo misterio cinematográfico. El productor trae consigo a quien es -aparentemente- su criado (Ryan Phillippe), pero que en realidad es su amante y un actor en busca de componer un personaje. Todos estos componentes meta cinematográficos -como las abundantes conversaciones telefónicas del productor en las que se deslizan los nombres de varias estrellas de Hollywood como posibles protagonistas de su próxima producción- nos recuerdan que Altman es un director moderno que no sólo está contando una historia sino que está hablando de cuestiones y problemas que tienen que ver con el cine como representación. Es así que el componente actoral posee una centralidad en Crimen a medianoche que viene realzada desde el guión -los sirvientes son denominados con el apellido de aquellos a quienes sirven, borrándoseles así toda identidad- como desde la puesta en escena: el mundo de los de arriba tiene el brillo de la iluminación de una puesta teatral, con lujos de vestuario y joyas, mientras el mundo de los de abajo es como el de los tramoyistas y utileros que sostienen la posibilidad de que esa puesta en escena tenga lugar, mantienen el vestuario y la utilería brillante para que las estrellas se luzcan, vestidos siempre con uniformes de trabajo que borran cualquier característica de individualidad.
Altman también busca diferenciarse de aquellas otras adaptaciones cinematográficas apoyándose en un elenco de actores con más prestigio que cualidad estelar, muchos con gran trayectoria en las tablas. La centralidad de Maggie Smith -actriz manierista por excelencia- a la que se le otorgan los mejores bocadillos, deja una estela que comparten notables como Derek Jacoby, Alan Bates, Helen Mirren, Eileen Atkins, Kristin Scott Thomas, Emily Watson, Stephen Fry, Clive Owen, Kelly MacDonald, etc. También se diferencia en el rol protagónico que le otorga a la cámara que jamás deja de moverse, indagando o recortando aspectos que no deben pasar inadvertidos para el espectador: de hecho la transforma en un espectador más. Esta inquietud de la cámara se diferencia de la puesta en escena de aquellas adaptaciones antes mencionadas, que son estáticas y buscan realzar el componente espectacular de lo que representan y borrarse así mismas, como sucede en el cine clásico. También Altman se distancia del cine clásico al presentar personajes que no llegamos a determinar bien quiénes son, creando cierta confusión en el espectador. No se trata de mostrar un mundo ordenado y claramente clasificado sino de un mundo que se va construyendo ante nuestros ojos a través de relaciones de parentesco a veces poco claras, retazos de diálogos -muchas veces superpuestos- y planos apenas vislumbrados por un hábil montaje.
Mientras que el inspector busca una razón externa para el crimen -ignorando las evidencias que le sugiere su subalterno- Altman la ubica en las entrañas de la mansión, bordándola melodramáticamente como una venganza de dos hermanas y un hijo hacia un señor tan arbitrario y feudal como el que interpretara el mismo actor -Michael Gambon- en El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante (Peter Greenaway, 1989), que tiene una familia para exhibir y otra para ocultar. Por eso la melancolía de la canción que inicia este ensayo y que cierra el film: hay castigo y punición para el malhechor, cierta justicia para las verdaderas víctimas, pero si alguien se entera no lo vociferará a los cuatro vientos ya que -pese a su juventud- intuye que nunca encontrará la tierra del "podía haber sido así".