El director de Gomorra
(2008) regresa a la pantalla con un trágico cuento sobre la amistad entre
varones, inspirado libremente en un hecho real acaecido en 1988 en Roma. Garrone
se toma licencias, porque la acción del
film transcurre en algún lugar del sur de Italia en la época contemporánea y es
utilizado como muestra de la degradación de los valores de esa sociedad.
Marcello (Marcello Fonte) es un hombre pequeño, poco
agraciado, de hablar dulce, que se entiende muy bien con los animales que custodia
y acicala en su peluquería-guardería. Podría decirse que se entiende mejor con
ellos que con sus dueños. Divorciado, tiene una hija pequeña a la que gusta
obsequiar con mini vacaciones en locaciones en las que puedan bucear. No
sabemos por qué su ex mujer no le dirige la palabra. Quizás tenga que ver con
que Marcello, para acrecentar sus ingresos, es un vendedor menor de cocaína.
Entre sus clientes, está su amigo, Simoncino (Edoardo Pesce), una mole de casi
dos metros y 110 kilos de músculo, el terror de la localidad por la violencia
que despliega a su paso y la costumbre de amedrentar a sus conciudadanos.
Por esas alquimias de la amistad, Marcello se entiende
con Simoncino como lo puede hacer con un dogo o un rottweiller; sólo que en lugar de un hueso necesita de un raviol de coca. Juntos conforman una pareja despareja, a lo
Laurel y Hardy. El humor se hace un lugar en el relato en algunas situaciones
desesperadas, en cuotas módicas. Tras
haber sido cómplices en diversos atracos, el éxtasis del baile en las
discotecas, donde el Charles Atlas descerebrado –como “ganador” que es- atrae
mujeres que de otra manera ni se acercarían a Marcello. A medida que el consumo
de la droga se acrecienta, el respeto dejará de ser un componente de la amistad
y Marcello sufrirá humillaciones y vejaciones por parte de su admirado “amigo”.
En determinado momento, Simoncino trasgredirá los límites de lo que Marcello
puede tolerar...
La primera parte del film es una historia de amor tóxico
entre los dos hombres. La comunidad hipotetizará en ponerle límites al terror
de la comarca contratando un sicario para que lo borre del mapa, solución que prueba
la poca confianza que inspiran las instituciones al vecindario. En la segunda
parte, Marcello se transformará en el arma para neutralizar a la amenaza, quizás por resentimiento,
estupidez, o vanidad al buscar el beneplácito de la comunidad.
El cine italiano, en su momento de gloria, tuvo en Rocco y sus hermanos (Luchino Visconti,
1959) un ejemplo de lazos fraternos entre una bestia (el boxeador interpretado
por Renato Salvatori) y un santón (Alain Delon), envueltos en una relación
homoerótica, compartiendo la misma mujer (Annie Girardot), los lazos de sangre
corrompidos por el boom económico en
la gran ciudad –Milán- a la que han emigrado desde un sur empobrecido en busca
de progreso. Visconti apelaba al realismo entreverado con melodrama operístico
para mostrar como el cambio afectaba las relaciones familiares.
Otro descendiente de italianos, Martin Scorsese, llamaba
la atención de la crítica especializada con Calles
peligrosas (1973), una historia ambientada en la Little Italy neoyorquina,
donde Harvey Keitel componía a un buen muchacho católico -conflictuado por sus
creencias religiosas y el deseo de progreso en el mundo de la mafia- que tenía como amigo (Robert De Niro, en el
papel que lo consagró) a un muchacho alocado e impulsivo que lo único que hacía
era cometer estropicios que obstaculizaban ese ascenso tan deseado. Entre
ellos, la prima del último, que noviaba a escondidas con el personaje de
Keitel. Scorsese lograba por primera vez
esa mezcla tan particular de expresionismo y realismo para retratar una
subcultura que él, como niño asmático, había visto desde la ventana de su casa.
Garrone, como post-neorrealista que es, ambienta la
historia en un lugar impreciso – una ciudad balnearia olvidada del destino de
Dios, metáfora de la Italia contemporánea-, la dota de una violencia desagradable,
sin filtros ni tapujos, y nos hace ver que, a veces, la amistad puede constituirse en la antesala
de la desolación.
Fonte (que ganó el premio al mejor actor en Cannes por
este papel) construye un personaje donde la heroicidad convive con la estupidez
y la alienación, con el que es difícil identificarse. Si la suya es una victoria,
es meramente pírrica.