La trama se relaciona con una familia de la alta burguesía industrial de Milán que ha hecho su fortuna a raíz de una fábrica textil. La muerte del patriarca lleva a que las responsabilidades se repartan entre el hijo y el nieto, que no poseen la misma visión del mundo y de los negocios. Lo que media entre ellos es el personaje de Emma (Tilda Swinton), esposa del primero y madre del segundo. Emma tiene la particularidad de ser extranjera (fue un "tesoro" que Tancredi -coleccionista de arte- se trajo de una visita a Rusia), de cumplir con todas las reglas que exige ser una Recchi -es decir, estar vestida todo el día como para figurar en el Vogue, criar a sus hijos, amortiguar los conflictos entre ellos y el padre, supervisar las comidas y el manejo de la casa- hasta que aparece Antonio, un amigo de su hijo, al que se relaciona con la comida -es chef- y la naturaleza -pasiones soterradas de Emma-, que lo rodea en el lugar designado para abrir un restaurante en San Remo. Emma se hace consciente de su profunda insatisfacción cuando descubre que su hija está enamorada de una mujer y deja a su novio. Estar casada con Tancredi tiene un montón de beneficios -la seguridad y el confort- pero la mantiene en un estado catatónico, sin lugar para la pasión y el deleite.
Como se ve, Yo soy el amor es un simple melodrama (palabra derivada del griego y que significa "drama con música.") Lo que no es habitual es la suntuosidad de su puesta en escena y la elegancia de sus recursos. Por un lado, es llamativo que siendo italiano el film no se permita desbordes sentimentales; hay una economía en la mostración de las emociones más propia del cine inglés. Tampoco hay mucho espacio para los diálogos; el film destella sugestión en base a un refinado lenguaje visual apoyado y sostenido por la riquísima banda sonora de John Adams, que subraya escenas enteras.
Se trata de una verdadera experiencia sensorial que deja mucho al arbitrio del espectador, que se sentirá enormemente defraudado si espera una historia fuerte, novedosa, con una guía en los diálogos. Aquí se trata de sugerir en base a datos de un diálogo (Emma no es el verdadero nombre de la rusa, que fue bautizada así por su marido, quizás proféticamente si tenemos como referente a la Madame Bovary de Flaubert), la imagen o el montaje. La cámara posee una autonomía pocas veces vista, siempre motivada: se escapa de la cena familiar para mostrar la fábrica que produce el dinero que sostiene a esa familia, o a exhibir retratos que establecen relaciones entre los personajes. Un peinado asocia a Emma con el personaje de Kim Novak en Vértigo –el paradigma de la mujer objeto-, tras sufrir la transformación a la que la somete el obsesivo Scottie. Cuando Emma yace junto a Antonio recuerda a la imagen central de El nacimiento de Venus de Botticelli, por su disposición corporal y el cabello enmarcando el rostro. Hay flashbacks que remiten a la vida de Emma en Rusia, que mediante imágenes fulminantes en sucesión la asocian con la comida, la pasión, la naturaleza; hay fantasías (Emma imagina a su hija comentándole su homosexualidad, sentada en un parque; Antonio fantasea con una visita de Emma a su restaurante, más precisamente a su cocina).
El film construye una argamasa audiovisual que dispara referencias: el detalle y la riqueza de la puesta en escena recuerdan al cine de Visconti, por ejemplo, la reunión familiar en el comedor de La caída de los dioses. La escena de amor entre Emma y Antonio sobre el pasto recuerda a la de La hija de Ryan (David Lean, 1970) en el bosque, otra historia inspirada en la novela de Flaubert y con fuerte anclaje visual. La música de John Addams remite a la de Michael Nyman en El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante (otro film sobre adulterios y banquetes). Pero sin duda la referencia más fuerte en cuanto al uso del lenguaje viene dada por Con ánimo de amar, de Won Kar Wai, otro relato sobre el adulterio apoyado en lo visual y musical y con leve esquema argumental. Que la suegra de Emma esté representada por Marisa Berenson nos remite también a otro ilustre ejemplo donde lo visual impacta sobre lo narrativo: el Barry Lyndon de Stanley Kubrick.
Y si el nuevo patriarca de la familia Recchi se llama Tancredi, como el personaje de la ópera de Rossini, ese género musical subyace en la puesta en escena de la magnífica secuencia final en que Emma huye de la casa para dejar de estar sofocada y completar su viaje de autodescubrimiento que la depositará en el seno de la tierra, junto a Alberto, rodeada de naturaleza en una caverna que funciona como un útero protector. Atrapada en la red familiar queda Eva, otra “extranjera” a la familia, menospreciada por poseer una fortuna menor, que lleva el hijo de Edo en su vientre y ha aceptado ser un adorno más dentro de esas suntuosas mansiones.
Quienes crean que se ha comentado mucho de la trama se les puede decir que sólo se les ha ofrecido la entrada a este festín; Yo soy el amor es uno de esos escasos ejemplos donde la magia del cine puede llegar a exceder la de lo narrativo con derecho propio, transformándolo en una península de un vasto continente.