Desorientada en sus propios pagos, Lady Diana (Kristen Stewart) se aproxima en un descapotable rojo sangre al castillo de Sandringham, donde pasará la Navidad con la familia real. Ya lleva casi 10 años de casada con el príncipe Carlos (Jack Farthing, de sorprendente parecido facial a Julianne Moore) y se ha enterado que le ha regalado a su amante Camila (Emma Darwall-Smith), un collar de perlas exactamente igual al que va a regalarle a ella.
Este es el punto de partida del nuevo film del chileno Pablo Larraìn (Tony Manero, Post Mortem), en el que repite una estrategia que le rindiera frutos en Jackie (2016): hacer ingresar al espectador en el sentir de un personaje histórico. En aquel caso era Jackie Kennedy, aquí una Diana Spencer muy alejada de los almidones y brillos de la revista Hola.
En la cena de Nochebuena, rodeada de figurones que controlan cada milímetro de sus movimientos, la tensión que experimenta la muchacha lleva a que el collar se desgrane, cayendo algunas perlas en la sopa de crema de arvejas. Contada desde su punto de vista, la escena es un logro que trasmite al espectador la incesante turbación que experimenta esta heroína gótica moderna. No sólo se siente apresada por las miradas de sus parientes, los sirvientes también colaboran en la empresa real. Incluso le han puesto un cancerbero (Timothy Spall, tan disecado como un bacalao) que, como un director de tráfico, la guía sobre lo que sería conveniente hacer para cumplir los protocolos atosigadores o para que se reencuentre con un fantasma, la decapitada Ana Bolena, sorora en desgracia de tantos ensueños y pesadillas.
Entre lujos de vestuario y escenografía, la pobre Diana va dando tumbos en busca del atracón nocturno que compensará momentáneamente las expulsiones orales de su estómago en incontables visitas a los inodoros reales. También volverá -desobedeciendo la ley y el orden- a la ruinosa casita de los viejos en noches de insomnio, en busca del consuelo que no encuentra por ningún lado, salvo en sus hijos y en su mucama y amiga Maggie (Sally Hawkins, notable como es usual en ella), y en algún chef que se conduele de sus miserias.
Posando como una figura de Playmovil ante las cámaras de los fotógrafos, siempre ávidos de su esencia para construir a la princesa del pueblo, invocando en relámpagos de memoria a un padre protector, del que quedan jirones de ropa cubriendo a un espantapájaros, Diana entrampada en el castillo boquea como pez fuera del agua.
Spencer es un film irregular, como lo era Jackie, pero bastante imaginativo en muchos de sus tramos, preñado de presagios y atmósferas turbias que le quedan bien a esta figura tan satinada por los medios. Cuento de hadas negro, tiene en la Stewart una intérprete arriesgada que sabe dar una actuación expresionista: quebrada por dentro, adopta posturas más adecuadas en el robot de Metrópolis (Fritz Lang, 1927). No hay más que observar cómo ladea su cuello, rotos los tensores que amasijan la carne con los huesos, para darle chapa de gran actriz.