Pocas
figuras del Hollywood clásico tuvieron el enorme talento de Judy Garland, como
actriz, cantante y bailarina. Pocas tuvieron una vida con tantos altibajos y se
labraron una leyenda cercana al martirologio con ellos.
El
film de Rupert Goold toma del último año de vida de la diva su visita a Londres
para dar una serie de conciertos, lo que le posibilitaría un respiro financiero
y el combustible para pelearle la custodia de sus dos hijos menores a su tercer
marido. Con la salud muy desmejorada, adherida como una ventosa a la
alternancia del alcohol y de las píldoras, y con unas ansias de afecto y
reconocimiento desmesuradas, Judy se las arregla para enfrentar el desafío y
conquistar el escenario y a su público, ya sea de pie, acostada o sentada,
según el grado de intoxicación de ese momento.
Si
en unos años se recordará este musical es por la interpretación de Renée
Zellweger, que consigue integrar los manierismos de la ya más que decadente
Judy y hacerlos propios, con una distancia paródica no exenta de compasión. El
film mismo, basado en una obra teatral, arroja una mirada piadosa hacia los
horrores que la mujer padecía, suavizando y embebiendo en tintes azucarados y
rosados, una trayectoria en caída libre.
Quien
consiga la biografía de Anne Edwards sobre la doliente estrella, se enterará de
que ese tramo final, poblado de ilusiones con poco sustento en la realidad
-fundadas en un nuevo marido parasitario o una cadena de cines con su nombre o
un renacimiento artístico de ave fénix o un reencuentro con sus pequeños- no es
más que un derrape hacia la postrera dosis de pastillas.
Un
enfoque más realista fue el que diera la miniserie La vida con Judy Garland:
yo y mis sombras (Robert Allan Ackerman, 2001), contada desde el punto de
vista de su hija Lorna, que nos ofrecía una semblanza de la vida de la
estrella, con sus glorias y ocasos. Allí, en su edad adulta, era interpretada
de manera incomparable por la inigualable Judy Davis, que no imitaba sino que
componía un personaje, y que no cantaba ella misma -como sí lo hace decorosamente
Renée- sino que nos permitía acariciar una vez más la voz de la verdadera Judy a
través de grabaciones originales de cuando estaba en el pináculo de su carrera.
Con
padres provenientes del vaudeville y del music hall, la pequeña Frances
Ethel Gumm -tal su verdadero nombre- trajinaba los escenarios desde los 3 años.
Formó un grupo con sus dos hermanas mayores y, en 1935, fue contratada por la
Metro Goldwyn Mayer. Tras varias apariciones en distintos films musicales,
logra la consagración como la adolescente Dorothy, su papel en El mago de Oz
(Victor Fleming, 1939), que le vale un Oscar especial. Entre otros temas, allí
interpreta “Somewhere Over the Rainbow”, un himno melancólico a la esperanza
eternamente renovada que se transformará en su marca de fábrica.
Luego
de una sucesión de comedietas en las que formó rubro con otro adolescente,
Mickey Rooney, en las que interpretaban el modelo ideal de la juventud
estadounidense, chicos sanos en un ambiente rural, reunidos permanentemente
junto a la fuente de soda de la farmacia pueblerina, él diseñando planes que
ella apoyaba y ayudaba a concretar, comedias que ayudaron a establecer su
imagen de chica común, la vecinita de al lado, de rasgos agradables y ojos de
mirada desmesurada, nunca una belleza pero dueña de un empuje y una
impulsividad más propia de los varones, vinieron papeles más comprometidos.
De
la mano del que sería el padre de su hija Liza, protagonizó uno de los hitos
del musical estadounidense, La rueda de la fortuna (Meet Me in St.Louis, Vincente Minnelli, 1944), un retrato de la vida provinciana
estadounidense amenazada por el progreso que trae una feria de innovaciones
técnicas.
Tras
27 películas en 15 años y haberle permitido recaudar 80 millones de dólares, en
1950 la MGM rescindió su contrato, debido a sus llegadas tardes a los sets
-cuando se presentaba- y sus conductas erráticas y agresivas para con el resto
de los compañeros. La productora no era ajena a estos problemas de comportamiento,
derivados de años de suministrarles a varios actores anfetaminas para que
rindieran más en las extensas jornadas de trabajo (llegaban a filmar hasta tres
películas por año) y somníferos para que pudieran dormir por las noches. Tales
desequilibrios, más fuertes carencias afectivas de base, hicieron de Judy una
adicta a las píldoras y el alcohol, sufriendo crisis que desembocaban en
intentos de suicidio y a ser internada en “casas de salud” (como eran llamadas
las clínicas psiquiátricas en esa época), a la vez que sufría desequilibrios
extremos en su peso y figura corporal.
Alejada
de la industria del cine -nadie se atrevía a contratarla- inicia su etapa de
conciertos en grandes teatros, los primeros importantes en el Palladium de
Londres, una de sus tantas reentradas al mundo de espectáculo.
Adorada
por la capacidad de su voz de conectar en un nivel primitivo de emotividad con
el corazón de sus oyentes y espectadores -en especial el público gay, que la transformó
en su ícono, dada su capacidad de resiliencia, su androginia y sus tics cada
vez más pronunciados y teatrales, una catedral del camp- los recitales
ayudaron a pagar las numerosas deudas acumuladas y a reestablecer temporariamente
la siempre temblorosa autoestima. De la mano de otro de sus maridos, el productor
Sid Luft, padre de sus hijos Lorna y Joseph, regresa al mundo del cine con un
gran proyecto, la primera versión musical de Nace una estrella (George
Cukor, 1954), otro de los hitos del género, autogestionado con el apoyo de la
Warner. Nominada para el Oscar, lo pierde a manos de Grace Kelly.
A
partir de allí, sus apariciones cinematográficas disminuyen. Dos papeles
dramáticos – uno que le vale una nominación como actriz secundaria, en la
marmórea El juicio de Nuremberg (Stanley Kramer, 1961), otro en Un
niño espera (John Cassavetes, 1962)- y un drama musical realizado en Inglaterra, en
donde interpreta a una cantante. Éste último, en clave autorreferencial y pleno
de guiños queer, se llamó Amarga es la gloria (Ronald Neame, 1963),
y tomaba ventaja de las presentaciones teatrales de Judy ante el público inglés
que le rendía pleitesía y la emparejaba con un señor ambiguo (nada menos que, ¡oh
la la!, Dirk Bogarde) con el que había tenido un hijo. (Se dice que tres de los cinco esposos de la
Garland fueron bisexuales, al igual que su progenitor)
Un
par de años antes, en 1961, había brindado un recital en el Carnegie Hall y la
grabación de ese evento le valió un Grammy, siendo uno de sus discos más
vendidos, donde se ratifica su extraordinaria capacidad de entrega y su hipnótica
conexión con la audiencia.
En
1963 tuvo un show televisivo que abarcó 26 episodios, donde interpretaba sus
grandes éxitos y hacía de anfitriona de numerosos talentos de la nueva y de la
vieja guardia, alabado por la crítica, pero cancelado dado su alto costo y sus
bajos números de audiencia.
Ese
fue el último de sus grandes logros y el comienzo del declive final, desbordante
de situaciones desagradables y patéticas que el film de Rupert Goold edulcora,
entre borlas de talco rosadas y admiradores gays que parecen salidos de Los
ositos cariñosos. Sería una pena que quienes no la conocieron en su apogeo
se queden con esta imagen de trazo grueso que la interpretación de Renée dibuja
de un tramo de su vida en donde ya no quedaban ni arco iris ni pajaritos que
pudieran cantar.
Frances
Ethel Gumm nació en Grand Rapids, Minnesota el 10 de junio de 1922. Judy
Garland falleció en Londres, de una sobredosis de barbitúricos prescritos bajo
receta médica, el 22 de junio de 1969.
Fuentes
consultadas:
Edwards,
Anne, Judy Garland, Simon & Schuster, New York, 1975
Dyer,
Richard, Heavenly Bodies. Film Stars and Society. Routledge, New York,
2004