El nuevo Almodóvar se ha constituido en una grata sorpresa. Tremendo melodrama pero enjuagado en una cualidad abstracta que recuerda a Vértigo de Hitchcock, donde un exitoso cirujano plástico (Antonio Banderas, masilla dúctil en manos de quien lo transformara en estrella) hace lo imposible por preservar algo de aquellos a quienes amó. Una mujer enjaulada (Elena Anaya, con la aparente delicadeza de un bambi) que aprende en su cautiverio las artimañas de la seducción, esquivas en su vida anterior. Una mujer (Marisa Paredes) capaz de cualquier cosa por preservar los secretos de su empleador, capaz de mutar de celosa carcelera a madre desapegada. Secretos, muchos secretos, tanto para los personajes como para el espectador. No nos emocionamos pero sí nos sorprendemos con las vueltas de la trama, con las movidas que el gran titiritero ejerce sobre las fichas del tablero.
Film gótico, enmarcado por lo que sucede dentro de un caserón en Toledo, caserón con mucho del castillo del doctor Frankestein ya que esconde tanto un laboratorio como varias celdas, una sofisticada celda de lujo donde la doncella cautiva es observada minuciosamente por distintas cámaras, por distintos ojos que la escrutan con diversas finalidades. Otra, improvisada en un sótano, donde un muchacho (Jan Cornet) será purgado de intentos de seducción frustrados en vía a una historia de quijotesca venganza.
La cualidad abstracta a la que antes aludimos, que añadía un tinte onírico al film de Hitchcock, aquí se emparenta con la mirada microscópica del cirujano. Almodóvar se asimila a su personaje y su cámara escruta con regla T y compás las muchas instancias y estancias, espolvoreando manchones de color escrupulosamente administrados, elegancia distante en el vestuario y en la elección de objetos. Toda esa inmaculada puesta sólo es desequilibrada cuando un intruso (Roberto Álamo) ingresa a la mansión trampa, disfrazado de tigre, huyendo de la ley, constituyendo la única dosis cómica de un film denso en violaciones, intentos de violación, mujeres de vaginas secas, accidentes, infidelidades, homicidios y algún suicidio también.
Que los personajes son deleznables, con tremendas jorobas morales, a nadie debe sorprender. Estamos en el reino de la perversión, y el rey gobierna despóticamente, haciendo gozar y sufrir alternativamente a sus personajes y a sus súbditos espectadores. Almodóvar ha realizado su film más perverso desde Kika; más mesurado sí, pero no menos filoso y suculento.