29/8/17

La cordillera

El tercer largometraje de Santiago Mitre sigue las trazas de El estudiante (2011), su interesante debut, en cuanto a su discurso en contra de la política. Intenta ser tan ambiguo como La patota (2013), película que de tan confusa pareció inteligente a muchos. Aquí, la trenza que Mitre y su guionista Llinás quieren señalar,  se da a nivel de las altas esferas, involucrando al presidente argentino –interpretado en tonalidades opacas por Ricardo Darín, que debería seleccionar mejor los guiones que acepta protagonizar- en una cumbre internacional que se da en Chile, en medio del imponente paisaje de la cordillera andina.   

Mezcla de thriller político –de suspenso exangüe- y de gótico doméstico en su vertiente realista, al tener como escenario principal un hotel y al sumarse a la trama la enajenada hija del presidente, -interpretada con solidez por Dolores Fonzi, que de a ratos recuerda a la Linda Blair en reposo de la espantosa El exorcista II. El hereje (1977)-, que viene a exhibir el retorno de lo reprimido, chanchullos que el níveo presidente prefiere dejar enterrados.
La trama política es explicitada en exceso  en largas parrafadas y en las entrevistas que realiza la periodista interpretada por Elena Anaya –tan mal fotografiada que, de a ratos, asoma con un ojo dislocado propio de un retrato cubista, enfrentado a su par en un ángulo de casi 90 grados. Christian Slater aparece como un enviado del gobierno de los Estados Unidos, que ofrece cebos y anzuelos, y se autodenomina representante de “los malos.” Nuestro presidente deberá decidir entre tres opciones, una que lo enfrenta a su socio estratégico Brasil, otra que propone la entrada de los Estados Unidos al proyecto, y una intermedia que posibilita la entrada de tres países centroamericanos, ocultando que son manejados por el omnipotente país del Norte.
Para el que se  tome la molestia de interpretar esta turbia y aburrida película, el presidente Hernán Blanco,  –fiel a su historial aparentemente inmaculado, pero con varios muertos en el placard, según la retahila que brota de la hija pese al férreo control paterno, que intenta hacerla pasar por loca - elegirá la intermedia,  lo que le valdrá un bono personal de unos cuantos millones de dólares de parte de los poderosos, la traición a Brasil, y una imagen aparentemente neutral ante  los representantes de los otros países asistentes a la cumbre.

La puesta en escena del film es ampulosa, pesada, sombría. Predominan los tonos marrón madera de los interiores del hotel y cierto aroma anacrónico, a habitación poco aireada. Nadie duda que se gastó mucho dinero en la producción, se ve; el mejor uso es el destinado al reparto. Erica Rivas -en plan señorona asexuada aferrada estrechamente a la agenda del presidente- se luce sin esfuerzo. Los chilenos Paulina García –de destacada actuación en Gloria(2012), como la presidenta anfitriona, aportando aquí algo de luz a través de su sonrisa y su vestuario-, y Alfredo Castro –actor fetiche de Pablo Larraín, aquí como un psiquiatra con problemas capilares que utiliza un péndulo para extraer lo oscuro de la loca del altillo- son bienvenidos. Gerardo Romano, como el ministro Castex, con su voz y gestualidad  altisonantes, aporta vitalidad a una película por demás mortecina.

La hija cautivada por el padre, el hablar del bien y el mal en medio de una conspiración, son temas y cuestiones que recuerdan mucho a El bebé de Rosemarie (1968) y a Chinatown(1974), ambas del genial Roman Polanski. El hotel en medio de la blancura de la montaña, a El resplandor (Stanley Kubrick, 1980).  Pero La cordillera no ofrece ningún elemento propio del fantástico, ni los bríos y escalofríos de aquellos títulos perdurables. Aquí el gótico es realista, la política sucia, y “nuestro presidente” capaz de sacrificar a su propia progenie y a su país en virtud de lograr sus objetivos egoístas.