Claude Chabrol tiene una zona en su extensa filmografía a la que los críticos denominan "el periodo dorado", una serie de films producidos por André Genovés entre 1967 y 1971 entre los que se cuentan Las dulces amigas, La mujer infiel, La bestia debe morir, Al atardecer, todos thrillers caracterizados por una refinada indagación psicológica. Hay unanimidad en considerar a El carnicero (1970), como la cumbre de ese periodo y -quizás- la mejor película del director. Alfred Hitchcock -maestro de Chabrol al igual que Fritz Lang- alguna vez declaró -después de asistir a una proyección- que es uno de los dos films que él no dirigió que le hubiera gustado que llevara su firma.
En un pueblito de provincia llamado Tremolat, dos personajes solitarios, la directora de escuela Helene y el carnicero Popaul traban amistad. Ella es una parisina sofisticada y comprensiva, apreciada en el pueblo y por sus alumnos. Él un hombre tosco y simpático, que ha regresado tras 15 años de servicio en el ejército para ocuparse del negocio de su padre. Los dos tienen en común que han sufrido heridas que todavía no han cicatrizado. Ella, un desengaño amoroso; él, la visión de carnicerías extremas en Argelia e Indochina.
Popaul (interpretado por el ex cómico radial Jean Yanne) intenta por todos los medios que Helene acepte su amor, pero se topa ante una barrera que sólo se alzará cuando la mujer se halle en peligro de muerte. Antes habrán asistido públicamente a una boda y a un funeral, una de las numerosas alusiones que hace Chabrol a que el concretar una relación entre ambos implicaría la muerte, ya que la enterrada es la misma que se casó, la esposa de un maestro de la escuela que dirige Helene, víctima en uno de los varios asesinatos de mujeres que asolan a Tremolat y otros poblados vecinos.
Helene es todo un caso. Una mujer (Stephane Audran, esposa de Chabrol en esa época y protagonista de muchos de sus films) que disfruta de su soledad y de su tarea docente, rodeada de reproducciones de obras de arte, practicante de yoga, que no teme fumar en la calle en una época en que no está todavía bien visto ese gesto en un pueblito. No es ajena al afecto que Popaul le profesa, en principio seleccionándole los mejores cortes de carne (en una ocasión le lleva al colegio una pata de cordero, envuelta como si fuera un ramo de flores que un alumno le lleva a su maestra). También permite que la acompañe al cine, le pinte la casa, etc. Pero cuando él le propone darle un beso -los dos homologados en la vestimenta que llevan, camisa celeste, pantalones claros- ella le dice que preferiría que no lo hiciese, ya que nunca se ha repuesto del desengaño amoroso que sufrió con su primera relación.
Popaul no comprende la negativa de Helene (en una escena donde ensayan un baile con disfraces ante los alumnos, donde ella lo dirige, la cámara avanza siguiendo el punto de vista del carnicero, que intenta penetrar la cabeza de la mujer con su mirada). Pero como el hombre de Cromagnon -responsable de las pinturas rupestres que Helene le enseña a sus alumnos en una cuevas- al que la maestra caracteriza como un ser humano pese a sus impulsos bestiales, Popaul (¿ante el rechazo de Helene?, ¿cómo una forma de sublimar sus impulsos sexuales?) sale a carnear mujeres por los alrededores. No es casual que al visitar a Helene en el aula haya recordado a su vieja maestra, que se llamaba Vaca de apellido. ¿No es eso lo que quiere hacer Popaul con Helene, carnearla, esa noche que se presenta en la casa de la directora blandiendo una tremenda navaja a la altura de la ingle?
A Chabrol no le importa que sepamos quién es el asesino a mitad del metraje, sí le interesa la relación que se trama entre estos dos personajes dañados y sus psicologías, casi la de un niño en el caso de Popaul (Helene lo deja sentarse en una sillita la noche que lo invita a cenar, quedando ella mucho más alta a nivel de la mesa), embebida en una filosofía oriental la de ella. En el momento crucial -la noche en que la presa es asediada, cuando ella ya ha comprobado que él es el asesino- Helene no presenta oposición, cierra los ojos entregándose a la navaja de él (ese cerrar los ojos es representado expresionistamente por un parpadeo de la imagen y un posterior fundido a negro). Se ve que Popaul esperaba alguna resistencia porque de victimario pasa a víctima, operándose la famosa transferencia de culpa tan hitchcockiana. A partir de allí, a medida que la vida del carnicero se extingue la maestra quedará bloqueada (el plano abstracto de las luces parpadeantes del botón del ascensor en el que los enfermeros –vestidos como matarifes- llevan a Popaul hacia su muerte): no podemos acceder a sus pensamientos pero podemos suponer que ha vengado aquella herida que un hombre le infligiera en el pasado, que sabe que no ha sido capaz de entregarse ante un amor puro y generoso -como el de un niño- y que quizás nunca podrá. En esas cavilaciones suponemos que pasa la noche a orillas del lago, bajo la luz persistente de los focos de su Citroen, que observan la parte trasera de su cabeza como lo hacían los ojos de Popaul en aquella ocasión del ensayo del baile de disfraces, que la escrutan como nosotros espectadores en busca de la construcción del sentido.
A Chabrol no le interesa juzgar a sus personajes, sólo muestra conductas. El asesino es simpático, se gana el afecto del espectador al clamar por un amor que no le es correspondido. La culta y bella docente es cómplice al no delatar al carnicero, quizás por motivos egoístas como el querer saber hasta dónde puede llegar esta relación, o por la mera constatación de que puede controlarlo todo sin que se note.
A Chabrol tampoco le interesa generar suspenso como meta. De hecho, el film está contado desde el punto de vista de Helene, punto de vista que se quiebra sólo en una secuencia, aquella en que Popaul advierte que ella sabe que él es el asesino al haber descubierto el encendedor que había olvidado en una de las escenas del crimen en el cajón del escritorio de la docente, lo que motiva que él mire a cámara, una mirada larga que nos comunica que ella lo sabe, que es consciente de que nosotros los espectadores sabemos.
Así, con una economía de medios sorprendente, el fundador de la Nouvelle Vague, teje un entramado psicológico que obra un efecto perdurable en la mente del espectador y lo deja cavilando, mucho más allá de concluido el film.