Lejos de las sublimaciones a las que nos tiene acostumbrados
tanto cine estadounidense, en el que los temas amorosos son recubiertos por una
capa de azúcar que todos queremos saborear, el film de Michael Haneke -inserto
en la tradición del cine de autor europeo- amplía las fronteras conceptuales en
que solemos considerar el término "amor", a la vez que subvierte las
convenciones cinematográficas a las que el espectador está acostumbrado para su
tratamiento.
Hitos de esa tradición elegidos arbitrariamente están dados
por el episodio más conmovedor de La
dolce vita (Federico Fellini, 1960). Allí, el hedonista Marcello (Marcello
Mastroianni) moviéndose entre las ruinas romanas y los novedosos ídolos de
barro, debe ser testigo en su rol de cronista social del suicidio de su mentor,
el intelectual Steiner (Alain Cuny), un alma cultivada que puede tocar una
sonata de Bach en la iglesia pero no puede soportar la angustia de vivir en un
mundo en el que un llamado telefónico puede desencadenar el estallido de una
bomba atómica sobre Europa. En su viaje al otro mundo Steiner arrastra aquello
que más quiere: sus dos hijos.
En Cuando huye el día
(Smultronstället, Ingmar Bergman,
1957), el doctor Borg tiene la posibilidad en una secuencia onírica de ver a su
esposa en el pasado, engañándolo con otro hombre sólo para tener la
satisfacción de después contárselo y poder comprobar la indiferencia que él demuestra
y que lo ha transformado en un zombie emocional. Ya consciente, Borg descubre
que le ha transmitido la misma enfermedad emocional a su hijo...
En La mujer de la
próxima puerta (La femme d'à côté,
Francois Truffaut, 1981) se narra un caso de amour fou de manual. Degradados a la más pura animalidad mientras
la sociedad los conmina a separarse, la pareja de amantes se encamina hacia su
autodestrucción. Una noche, Mathilde (Fanny Ardant) atraerá -casi
vampíricamente, casi telepáticamente- a su amante, Bernard (Gerard Depardieu).
Mientras hacen el amor lo ejecutará de un disparo y al instante se eliminará.
Ante la imposibilidad de continuar la relación la muerte los encontrará abrazados
por la pasión.
El mismo Haneke, en su debut cinematográfico -El séptimo continente (Der siebente Kontinent, 1989)-, narra
con su distancia característica el caso de una familia austríaca, un matrimonio
joven y su hija de 9 años, que deciden partir en dulce montón al otro mundo.
Las motivaciones de tal acto son ambiguas; por el montaje de distintas
situaciones uno puede interpretar que la conciencia que descubren los
personajes en sí mismos de vivir en una sociedad donde el ser humano se ha
transformado en un objeto fácilmente reemplazable por otro les resulta
insoportable. Toda la segunda parte del film está dedicada a los preparativos
para la autoeliminación y su consumación. Se aíslan en su casa y van cortando
los lazos con esa sociedad. Una de las escenas que resultó chocante en ocasión
de su estreno en el festival de Cannes fue la eliminación de los ahorros en el
inodoro; metódicamente, el matrimonio se dedica a romper decenas de billetes y
a arrojarlos a la cloaca. Menos traumático para el público de la época resultó
que tras preguntarle a la hija y contestar que estaba de acuerdo con la
decisión los padres decidieran eliminarla, de tanto que la querían.
En Amor, una
pareja de octogenarios viven el trayecto final de sus vidas. El vínculo entre
ellos es de afinidades, compañerismo y comprensión, aunque ella no dude en decirle
antes que el conflicto se desencadene que a veces él es un monstruo. Haneke
toma recaudos para que nos involucremos en su relato, no sea cosa que nos
evadamos creyendo que lo que se narra les sucede solamente a Georges
(Jean-Louis Trintignant) y Anne (Emmanuelle Riva), una pareja cultivada, que ha
dedicado su vida a la música clásica, que viven en un amplio departamento
parisino, que tienen una hija (Isabelle Huppert) casada con un inglés al que no
parecen tenerle mucha simpatía, ambos dedicados también al negocio de la
música. No, esto les atañe a ustedes también; es más, no están exentos de que
les pase, parece decirnos con su habitual sadismo el director -que estudió
Psicología y Filosofía en la Universidad de Viena- a través de un plano que nos
muestra a la pareja perdida en una multitud expectante antes que se inicie un
concierto, plano éste que espeja nuestra situación como espectadores en el
cine. El plano es crucial para comprender por qué un film con todos los
componentes de un drama se transforma en un film de horror, donde podemos
llegar a experimentar una profunda aversión hacia lo que se nos está narrando y
sus implicancias.
Anne sufre un ataque. Tras una operación, le pide a Georges
que le evite la internación en el hospital. Georges acepta y se hace cargo, con
lealtad y compromiso. Anne va atravesando diferentes grados de postración,
algunos sobrellevados con ayuda de una silla de ruedas eléctrica (hay rastros
de un humor perverso en su paseo por el departamento cuando la estrena, o cuando
Georges parece bailar una danza macabra con ese cuerpo casi inerte cuyos pies
apenas pueden afirmarse sobre el piso). Como Anne parece tener una aguda
conciencia de la transformación que sobreviene, comienza el aislamiento y
sucede algo que puede ser interpretado como un intento de suicidio (su marido
la encuentra caída de la silla de ruedas, junto a una ventana abierta).
Georges, de tan dedicado a su labor, ignora el acto egoísta de su esposa. Cómo
va abandonar el departamento por la ventana sin llevárselo a él, sin siquiera
consultarlo, con total indiferencia hacia su persona. La dedicación y la
entrega del hombre son tales que deja de lado a la hija (por otra parte, una
egoísta que comparte con una madre muda sus problemas inmobiliarios, problemas
que se solucionarán hacia el final del film cuando se encuentre dueña de un
amplio departamento parisino desierto y todo para ella). De la actitud de la
hija se pueden derivar lazos hacia otros films del director como Cache (Caché, 2005) y La cinta
blanca (Das weiße Band, 2009) a
través de preguntas que dejaban: qué hijos criamos, qué responsabilidad tenemos
al respecto como sociedad.
Una paloma se introducirá en el departamento por la ventana
que Anne quiso utilizar como vía de escape a su situación. En esta primera
parte del film Georges la cazará y la dejará en libertad. En la segunda parte
del film, cuando el deterioro de su esposa y del lazo que la une a ella se le
haga ya opresivo (pesadilla en la que Georges camina por el departamento
inundado y con una mano que lo sofoca), cuando Anne ya se niegue a sorber
alimentos y se los escupa en la cara, cuando ya no tenga voluntad de
comunicarse y comience a desconectarse (ecos de 2001, odisea del espacio (2001:
A Space Odyssey, Stanley Kubrick, 1968) pueden advertirse cuando la
desvencijada pareja chapurrea la canción infantil En el puente de Avignon; al
luchar por su vida, el recientemente despabilado astronauta Bowman debe
destornillar al personaje más humano del film, la computadora Hal, que se va
apagando entonando una canción infantil llamada Daisy), otra paloma se
introducirá en el departamento y esta vez Georges no la dejará en libertad.
Cuando el hombre tome conciencia de que su esposa ya no está allí para escuchar
su relato en el que narra el horror que experimentó cuando era niño y se
enfermó y la madre no estaba presente para curarlo, el instinto de
supervivencia -no la compasión- hará que sofocar a eso que fue su esposa sea
casi un gesto natural. Este instinto homicida y su consecuencia producen un
acto egoísta necesario para que Georges pueda preparar su propia partida y el
film los recupere a ambos en una salida del departamento, donde ella
maternalmente le dice que lleve un saquito para abrigarse de las inclemencias
externas. Esta partida cuyo estatus dentro del film es incierto -¿es una
fantasía, una expresión de deseos de Georges, o una forma que tiene el narrador
de decirnos que ya ambos murieron?- respeta el orden en que las defunciones se
habrían producido: primero sale Anne, la sigue Georges. Ese instinto homicida y
su consecuencia recuerdan también el desenlace de La mosca (The fly, David
Cronenberg, 1986), en que el amado se ha transformado en un monstruo y la
mujer, para proteger la huella de su amor, el hijo por nacer, debe dar muerte
al que lo engendró.
Es así como el "amor" del título del film de
Haneke ha dado cuenta del afecto, el compañerismo, el compromiso, la lealtad,
la indiferencia, la hostilidad, el odio y el homicidio, entre otras cosas. Y
planta la semilla de que lo que nos espera como seres humanos en un mundo sin
Dios, donde somos un objeto pronto a ser reemplazado por otro con la lógica de
la sociedad de consumo, no es más que una promesa de degradación, una pura
especulación cuyos contenidos no están muy lejanos a los de un film de horror o
de uno de ciencia ficción. Y sí, este no es un caramelito que todos estén
ansiosos por saborear.