16/5/10

El escritor oculto

En El inquilino (1976), un inmigrante polaco llamado Trekolvsky (interpretado por el mismo Roman Polanski), consigue alquilar un departamento parisino hasta hace poco habitado por una mujer que se suicidó. De a poco, víctima de una conspiración vecinal que lo tiene como centro o de sus propios delirios, Trekolvski terminará adoptando la personalidad de la muerta, saltando no una sino dos veces por la misma ventana por la que la mujer se arrojara.
En su nuevo film, El escritor oculto, Polanski pone al encantador Ewan McGregor en los zapatos de un escritor fantasma (uno de esos que realmente hacen el trabajo) que viene a suplir a otro que -aparentemente- se suicidó mientras escribía las memorias de un ex primer ministro inglés (Pierce Brosnam, cercano a la perfección). El personaje de McGregor no tiene nombre y tampoco pasado, como tampoco lo tenía la protagonista de Rebecca, una mujer inolvidable (Alfred Hitchcock, 1940). Es un ingenuo y no sabe que será una pieza en una delicada partida de ajedrez donde no tiene el control de nada, como corresponde al antihéroe de una ficción del polaco.
Polanski tuvo una gran formación en la escuela de Lodz, abrevó en las fuentes del teatro del absurdo y también tiene una filiación surrealista (cuya apoteosis podría verse en Cul de sac, su film más abstracto, rodado en 1965, ambientado también en una isla, como gran parte de éste, para no mencionar a su lunática comedia ¿Qué? (1973)). No hay más que recordar su famoso corto Dos hombres y un armario, donde dos hombres emergen del mar cargando un pesado armario sobre sus hombros, hacen un largo recorrido y viven diversas situaciones llevando esa carga para volver a sumergirse en el mar. O si no, a la joven católica de uno de sus films más famosos (Mia Farrow en El bebé de Rosemarie), que al comenzar la ficción se mete en el edificio Dakota junto a su marido (también van a alquilar un departamento) y que a lo largo del film sufre la conspiración de un grupo de vecinos cultores del demonio que logran -en su delirio, alimentado por su férrea educación campesina y religiosa- que tenga un hijo del mal, y que, una vez llegado el desenlace del film, es mostrada, casi al pasar (hay que observar muy bien), volviendo a entrar al mismo edificio... Y la historia vuelve a repetirse aquí, en el seno de un thriller de construcción pausada y sostenida, no apto para ansiosos.
Polanski busca, necesita, de espectadores curiosos e inteligentes, que no caigan en la trampa del MacGuffin que dispara la acción (la oculta colaboración de un primer ministro británico con el gobierno estadounidense que aludiría a un personaje histórico, el ex ministro Tony Blair) y que sepan distinguir en todo esto una farsa que baña tanto las relaciones personales como políticas con el cinismo que le es propio. El gusano de la corrupción anida en todos los personajes -aún en nuestro inocente protagonista, que acepta este trabajo sucio por una elevada suma de dinero.

El escritor oculto tiene mucho en común con Ojos bien cerrados, el film postrero de Stanley Kubrick. No sólo porque recrea locaciones de Estados Unidos en otros países (Kubrick reconstruye Nueva York en un estudio londinense; Polanski la famosa isla de Martha Vineyard, ésa a la que suelen ir de veraneo muchos políticos y en la que transcurría la acción de Tiburón, en una playa germana), sino porque ambos son thrillers que se ocupan de poderes tan malsanos como impunes, casi naturalizados en el mundo contemporáneo.
También tienen en común la teatralidad. En el film de Kubrick una de las secuencias más comentadas tenía lugar en una mansión que se convertía de un teatro donde se hacían rituales orgiásticos, toda la carne al desnudo pero al mismo tiempo baile de máscaras y disfraces. El protagonista mostraba su identidad como médico como un pasaporte mágico que le permitía tener un lugar en la sociedad (y ser útil a los poderosos en -momentánea- desgracia). Aquí Polanski se desembaraza de mascaradas; hay un plus irónico en las actuaciones de sus personajes, como si fueran demasiado conscientes de estar cumpliendo un rol en una farsa digitada por un demiurgo. Nuestro protagonista es un personaje vacío que encarna al ex primer ministro -su escritura dará forma a su discurso-; es su "fantasma". Lo que iremos descubriendo a lo largo de la investigación que el personaje de McGregor realiza es que la voz de Lang -Lang mismo, sus inicios como actor en Cambridge- es otro fantasma de alguien que no se muestra y digita toda la farsa.

La puesta en escena de Polanski está cuidada en el mínimo detalle. El escritor fantasma trata de buscar claves en los que lo rodean pero se muestran tan opacos y abstractos como los cuadros que decoran las paredes del bunker donde se refugia el ex primer ministro. Habrá otro refugio, enclavado en un bosque, lleno de madera y calidez y cuadros con motivos figurativos, constrastando con el frío granito del bunker... pero quienes vivan ahí no serán más transparentes que los miembros de la corte del ex primer ministro. Hasta esa casa lo conducirá la voz de un muerto, mediatizada por uno de los últimos hallazgos de la tecnología.
Polanski ya homenajeó directamente a Hitchcock en Búsqueda frenética, aquel thriller de 1988 con Harrison Ford buscando su mujer perdida en París para encontrarse con una nueva identidad y un nuevo amor. Aquí Hitchcock aparece más mediatizado, en el tono y en la inspiración para ciertos encuadres y situaciones. La modernidad del bunker como la del edificio londinense donde está la editorial recuerdan en mucho a Intriga internacional, con su casa en la montaña o los rascacielos espejados del inicio. Las escenas con el personaje de McGregor en la playa, tienen el clima ominoso de la famosa escena de Cary Grant esperando que una avioneta fumigadora lo arrase. Vértigo es citada indirectamente (el tinglado en el que es contratado James Stewart para investigar el caso de una misteriosa mujer que encarna el fantasma de otra muerta).

Abundar en más claves arruinaría el placer de disfrutar de este maravilloso film de Polanski que, de más está decir, disfruté sobremanera. Baste agregar que quien dispone toda la puesta en escena en la ficción representada –el alter ego de Polanski- está travestido, como el Norman Bates de Psicosis o, para volver al inicio de este comentario, el Trelkovsky de El inquilino.

8/5/10

Carancho

Carancho es un film excesivo que impone un cierto calvario al espectador. Su realismo sucio nos sumerge en el mundo de los abogados que se alimentan de la necesidad de la gente desprotegida en sus momentos más vulnerables, cuando son víctimas de un accidente de tránsito, y en el de las ambulancias y hospitales que los recogen y asisten. Si además decimos que la acción transcurre en la provincia de Buenos Aires y el conductor es Pablo Trapero, sabemos que nos van a operar sin anestesia.
Trapero es un director joven con largometrajes interesantes. Carancho lo es como lo fueron El bonaerense (2002) y Nacido y criado (2006), donde el realismo que trabaja aparece más mediatizado. No parece así en Mundo grúa (1999) y Familia rodante (2004) que, si bien no dejan de ser buenas películas, exploran una veta neorrealista que a mí no me resulta muy atractiva.
Al igual que en Leonera (2008), Trapero y sus guionistas parecen haber investigado bien el medio ambiente en el que se mueven sus personajes. El realismo se ensucia mostrando con lupa ciertas situaciones (el funcionamiento de los hospitales ante una emergencia, la forma de trabajar de ciertas organizaciones delictivas) y escamoteando otras cuestiones (por qué se inyecta calmantes -¿es morfina?- la doctora o por qué le quitaron la matrícula al personaje de Sosa). Formalmente, el film exhibe rasgos que lo inscriben en el film noir -personajes condenados a la destrucción, corrupción en todos los niveles, ambientes urbanos nocturnos- y una fotografía que resalta y oculta a través de planos muy cercanos, lo que torna asfixiante la experiencia. Hay profusa exhibición de cuerpos ensangrentados y -al mismo tiempo- detalles que no pueden ser bien captados por el espectador (la marca en el omóplato de la doctora).
Técnicamente el film es irreprochable. Los protagonistas adquieren la carnadura de sus actores; nuestro Ricardo Darín está superlativo en un personaje que no es simpático a primera vista. Y Martina Gusmán logra una composición tan creible como depresiva. Ahora... una vez que Carancho concluye no queda mucho para el espectador, lo que es una de las trampas del enfoque realista. Todo está ahí servido, y lo que no está tampoco importa demasiado. Uno quiere alejarse de ese universo agobiante retratado hasta la saciedad por tanto noticiero televisivo.

5/5/10

El carnicero

Claude Chabrol tiene una zona en su extensa filmografía a la que los críticos denominan "el periodo dorado", una serie de films producidos por André Genovés entre 1967 y 1971 entre los que se cuentan Las dulces amigas, La mujer infiel, La bestia debe morir, Al atardecer, todos thrillers caracterizados por una refinada indagación psicológica. Hay unanimidad en considerar a El carnicero (1970), como la cumbre de ese periodo y -quizás- la mejor película del director. Alfred Hitchcock -maestro de Chabrol al igual que Fritz Lang- alguna vez declaró -después de asistir a una proyección- que es uno de los dos films que él no dirigió que le hubiera gustado que llevara su firma.
En un pueblito de provincia llamado Tremolat, dos personajes solitarios, la directora de escuela Helene y el carnicero Popaul traban amistad. Ella es una parisina sofisticada y comprensiva, apreciada en el pueblo y por sus alumnos. Él un hombre tosco y simpático, que ha regresado tras 15 años de servicio en el ejército para ocuparse del negocio de su padre. Los dos tienen en común que han sufrido heridas que todavía no han cicatrizado. Ella, un desengaño amoroso; él, la visión de carnicerías extremas en Argelia e Indochina.
Popaul (interpretado por el ex cómico radial Jean Yanne) intenta por todos los medios que Helene acepte su amor, pero se topa ante una barrera que sólo se alzará cuando la mujer se halle en peligro de muerte. Antes habrán asistido públicamente a una boda y a un funeral, una de las numerosas alusiones que hace Chabrol a que el concretar una relación entre ambos implicaría la muerte, ya que la enterrada es la misma que se casó, la esposa de un maestro de la escuela que dirige Helene, víctima en uno de los varios asesinatos de mujeres que asolan a Tremolat y otros poblados vecinos.
Helene es todo un caso. Una mujer (Stephane Audran, esposa de Chabrol en esa época y protagonista de muchos de sus films) que disfruta de su soledad y de su tarea docente, rodeada de reproducciones de obras de arte, practicante de yoga, que no teme fumar en la calle en una época en que no está todavía bien visto ese gesto en un pueblito. No es ajena al afecto que Popaul le profesa, en principio seleccionándole los mejores cortes de carne (en una ocasión le lleva al colegio una pata de cordero, envuelta como si fuera un ramo de flores que un alumno le lleva a su maestra). También permite que la acompañe al cine, le pinte la casa, etc. Pero cuando él le propone darle un beso -los dos homologados en la vestimenta que llevan, camisa celeste, pantalones claros- ella le dice que preferiría que no lo hiciese, ya que nunca se ha repuesto del desengaño amoroso que sufrió con su primera relación.
Popaul no comprende la negativa de Helene (en una escena donde ensayan un baile con disfraces ante los alumnos, donde ella lo dirige, la cámara avanza siguiendo el punto de vista del carnicero, que intenta penetrar la cabeza de la mujer con su mirada). Pero como el hombre de Cromagnon -responsable de las pinturas rupestres que Helene le enseña a sus alumnos en una cuevas- al que la maestra caracteriza como un ser humano pese a sus impulsos bestiales, Popaul (¿ante el rechazo de Helene?, ¿cómo una forma de sublimar sus impulsos sexuales?) sale a carnear mujeres por los alrededores. No es casual que al visitar a Helene en el aula haya recordado a su vieja maestra, que se llamaba Vaca de apellido. ¿No es eso lo que quiere hacer Popaul con Helene, carnearla, esa noche que se presenta en la casa de la directora blandiendo una tremenda navaja a la altura de la ingle?
A Chabrol no le importa que sepamos quién es el asesino a mitad del metraje, sí le interesa la relación que se trama entre estos dos personajes dañados y sus psicologías, casi la de un niño en el caso de Popaul (Helene lo deja sentarse en una sillita la noche que lo invita a cenar, quedando ella mucho más alta a nivel de la mesa), embebida en una filosofía oriental la de ella. En el momento crucial -la noche en que la presa es asediada, cuando ella ya ha comprobado que él es el asesino- Helene no presenta oposición, cierra los ojos entregándose a la navaja de él (ese cerrar los ojos es representado expresionistamente por un parpadeo de la imagen y un posterior fundido a negro). Se ve que Popaul esperaba alguna resistencia porque de victimario pasa a víctima, operándose la famosa transferencia de culpa tan hitchcockiana. A partir de allí, a medida que la vida del carnicero se extingue la maestra quedará bloqueada (el plano abstracto de las luces parpadeantes del botón del ascensor en el que los enfermeros –vestidos como matarifes- llevan a Popaul hacia su muerte): no podemos acceder a sus pensamientos pero podemos suponer que ha vengado aquella herida que un hombre le infligiera en el pasado, que sabe que no ha sido capaz de entregarse ante un amor puro y generoso -como el de un niño- y que quizás nunca podrá. En esas cavilaciones suponemos que pasa la noche a orillas del lago, bajo la luz persistente de los focos de su Citroen, que observan la parte trasera de su cabeza como lo hacían los ojos de Popaul en aquella ocasión del ensayo del baile de disfraces, que la escrutan como nosotros espectadores en busca de la construcción del sentido.
A Chabrol no le interesa juzgar a sus personajes, sólo muestra conductas. El asesino es simpático, se gana el afecto del espectador al clamar por un amor que no le es correspondido. La culta y bella docente es cómplice al no delatar al carnicero, quizás por motivos egoístas como el querer saber hasta dónde puede llegar esta relación, o por la mera constatación de que puede controlarlo todo sin que se note.
A Chabrol tampoco le interesa generar suspenso como meta. De hecho, el film está contado desde el punto de vista de Helene, punto de vista que se quiebra sólo en una secuencia, aquella en que Popaul advierte que ella sabe que él es el asesino al haber descubierto el encendedor que había olvidado en una de las escenas del crimen en el cajón del escritorio de la docente, lo que motiva que él mire a cámara, una mirada larga que nos comunica que ella lo sabe, que es consciente de que nosotros los espectadores sabemos.
Así, con una economía de medios sorprendente, el fundador de la Nouvelle Vague, teje un entramado psicológico que obra un efecto perdurable en la mente del espectador y lo deja cavilando, mucho más allá de concluido el film.