Tres series de excelencia escapan a la limitada grilla de
Netflix y merecen ser conocidas y apreciadas. Se trata de Sucesión (HBO), Barry
(HBO) y La sorprendente señora Maisel (Amazon).
Sucesión narra las alternativas de cuatro hermanos cuando
la salud de su padre, un empresario periodístico neoyorquino a lo Rupert
Murdoch, empieza a flaquear. Familia más disfuncional que lo habitual, las
perversas luchas por ocupar el trono –vacante posiblemente en el corto plazo-,
recuerdan más a las que se daban en El
león en invierno (Anthony Harvey, 1968) que en El rey Lear, con la que
tanta crítica anglosajona la ha afiliado.
El padre está interpretado por el bravío Brian Cox, un
actor escocés de taurina presencia, voz profunda, que se ha destacado en
infinidad de roles cinematográficos secundarios. Sabedor de con qué bueyes
lidia, y aferrado a la vida con terquedad -el poder es un elixir que la
prolonga-, siempre se anticipa a las movidas de sus ambiciosos hijos. Uno
(Jeremy Strong), acaba de recuperarse de la adicción a las drogas y es el que
se juega su identidad -como hijo, ex esposo, padre- en la lucha contra el viejo
león. Otro (Kieran Culkin), aquejado por dolorosos calambres y contorsiones a
lo Ricardo III, se acomoda según donde mejor pegue el sol. Otro, el mayor (Alan
Ruck), habita en una nube gaseosa, entre batallas ecológicas y el posible
casamiento con una prostituta de lujo. La hija (Sarah Snook), es asesora en
marketing político, se codea con futuros candidatos que desprecian
profundamente a su progenitor, y tiene un prometido -estupenda labor de Matthew
Macfadyen- que jugándola de sometido por las mujeres es capaz de mostrar más de
una faceta despótica cuando trata con los que están en los peldaños inferiores
de la escalera. Uno de estos peldaños es un sobrino nieto del magno empresario
(Nicholas Braun) en busca de empleo, y cuya mirada -en principio ingenua, luego
bufonesca - va guiando al espectador por esta corte de los milagros
contemporánea. También hay una esposa (Hiam Abbass) que no es madre de los
hijos y que juega su propia interna en pos de preservar sus intereses, los de su
marido y los de un hijo de un matrimonio anterior.
De arranque lento, mientras va estableciendo las
retorcidas y muy bien delineadas relaciones entre los personajes, Sucesión alcanza su punto de hervor en
el capítulo 5 sin olvidarse jamás de ser entretenida. De ahí en más, una
espiral de sucesos va escalando en intensidad hasta culminar en una gran boda,
castillo inglés incluido. Con gran nivel actoral, personajes por demás
atractivos y un gran nivel de producción, este año estrena segunda temporada.
Barry (8
episodios de media hora) tiene ecos de Dexter,
en cuanto al humor y por el parecido físico de sus actores protagonistas. Barry
Berkman (Bill Hader, con un aire lejanamente extraterrestre) es un veterano de
guerra que consigue trabajo como asesino a sueldo gracias a las artimañas de su
ex suegro (Stephen Root, grotescamente maquiavélico), propenso a ver la acera
soleada de la vida en las más extrañas circunstancias. Una de las tareas
asignadas -barrer de este mundo a un aprendiz de actor que tuvo relaciones con
la esposa de un gánster ruso- lleva a Barry a Los Ángeles, donde se introducirá
en el mundo del teatro amateur, debido a los encantamientos de un mediocre
maestro de actores (Henry Winkler, de fulgurante fama televisiva en la década
del 70 en la serie Happy days) y la
atracción por una problemática compañera de aprendizaje (Sarah Goldberg).
Si bien Barry tiene la flexibilidad emocional de un pilar
de concreto, -lo que provoca abundantes risas durante las clases de teatro-,
planea cambiar de rubro, lo que no atrae a su empleador y complica sobremanera
las cosas con los integrantes de la pandilla, que lo quieren para otras tareas.
El killer, de por si una personalidad
psicopática pero no carente de una encanto androide, debe así asumir una doble
vida… Alumno en las clases, asesino cuando pinta.
Los miembros de la pandilla rusa no son más maduros que
Barry, por lo que las tareas asignadas tienen un grado de perversión y una
dosis de azar más cercanos a los crímenes vistos en Breaking Bad que a los de Dexter,
pero prevalece un humor de comedia negra y desencantada. El nivel actoral es
parejo y la brevedad de los capítulos lleva al espectador a un consumo
compulsivo.
Y si hablamos de humor, muy distinto es el que destila La sorprendente señora Maisel, que ya va
por su segunda temporada, cosechando los premios más importantes en casi todas
las categorías.
En la primera, descubrimos su mundo, uno muy particular y
privilegiado, ya que Miriam ‘Midge’ Maisel (Rachel Brosnahan, una fuente de
recursos actorales inagotables), vive en el Upper East Side en un lujoso
departamento, está casada con el hijo de un empresario textil (Michael Zegen),
tiene dos hijos, y dos padres que se las traen, él profesor universitario de
matemáticas (Tony Shalhoub, excelso, interpretando un mañoso de gran corazón) y
ella, una experta en decoro y apego a las normas sociales (Marin Hinkle,
notable en su hieratismo de opereta). Hasta ahí Miriam es una cruza entre Mary Poppins y La niñera; es la mujer perfecta, resuelve todos los problemas que
se le cruzan con una capacidad de inventiva incesante. Pero una noche se le da
por acompañar a su marido –que quiere ser cómico de stand up– al Gaslight, un
tugurio de cuarta donde se presentan beatniks y otros miembros de diversas
tribus, y descubre su pasión por el escenario, del que terminará adueñándose
cuando su marido la decepcione y su vida se encuentre en un callejón
–aparentemente- sin salida, alimentando los monólogos de las absurdas
peripecias de su vida cotidiana, con adulta agudeza y más de una obscenidad que
escandalizaría a su madre.
El tratamiento de los monólogos y de algunas situaciones
tiene más de la conciencia feminista de nuestro presente que de los balbuceos
incipientes de la época. Ambientada a fines de los años 50 –al igual que el
comienzo de Mad Men-, en el ocaso de
la era Eisenhower y el nacimiento del reinado de Camelot, cuando esos
escenarios eran ocupados por figuras como el dúo conformado por Elaine May y
Mike Nichols (posteriormente celebrado director de El graduado), o sobresalientes del humor de judío como Woody Allen,
Joan Rivers o el politizado Lenny Bruce (aquí una especie de hermano mayor de
la protagonista en una versión amable y pasteurizada, muy lejana a la retratada
con acidez y verismo casi documental por Bob Fosse en Lenny en 1974).
Creada por Amy Sherman-Palladino, responsable también de The Gilmore Girls, la señora Maisel
nunca se adentrará en aguas rojo profundo; por el contrario, siempre el tono
predominante será el pastel de la comedia ligera, a lo Stanley Donen en Funny Face (1957), para el retrato de
los pintores expresionistas (en lugar de los pensadores existencialistas), o el
de Un americano en París (Vincente
Minnelli, 1950), para las viñetas que transcurren en la ciudad Luz, en que los
padres se reencuentran, durante los dos capítulos que inician la segunda
temporada.
Las referencias a los musicales no son gratuitas porque
la banda sonora que da sabor y textura a las imágenes remite a anacronismos
como el “Déjenme todo a mí” (Barbra Streisand en el Hello, Dolly! de Gene Kelly, 1969, y en “Soy la estrella más
grande”, de Funny Girl (1964); o Judy
Garland y su reverenciado Get happy!,
(interpretado en Summer Stock, 1949),
entre otros. También porque el mundo en que la protagonista se desenvuelve durante
el día generalmente remite al de la comedia rosa (a lo Doris Day, suma
sacerdotisa de la comedia frívola de doble sentido y gran cantante). Por la
noche, la puesta en escena adopta las tonalidades del noir, digeridas por el Minnelli de The Band Wagon (1953), con su homenaje a la novela hard boiled de la mano de Fred Astaire y
Cyd Charisse en “Girl Hunt Ballet”.
Sin dudarlo, lo mejor de la serie está en la química
entre la protagonista y su agente (Alex Borstein), una mujer regordeta que
muchos confunden con un muchacho, dueña de muchas de las mejores líneas de los
guiones, más cercanas a la bilis de un Billy Wilder. La relación entre ellas es
una especie de derivado de los women´s
films de los años 40, donde la atribulada protagonista era una mujer de
carrera que tenía de compinche a una mujer neutra sexualmente, pero siempre
interesante e ingeniosa como contrapeso de su apasionada personalidad.
La puesta en escena es de un lujo y un detallismo que no
tiene nada que envidiarle a las mejores producciones de Hollywood. También hay
florituras estilísticas de cámara y de montaje de primer orden. Vital,
divertido y vertiginoso, vale la pena adentrarse en el universo de la señora
Maisel.
Publicado en Regia Magazine el 19 de marzo de 2019