30/7/19

Sucesión - Barry- La sorprendente señora Maisel


Tres series de excelencia escapan a la limitada grilla de Netflix y merecen ser conocidas y apreciadas. Se trata de Sucesión (HBO), Barry (HBO) y La sorprendente señora Maisel (Amazon).

Sucesión narra las alternativas de cuatro hermanos cuando la salud de su padre, un empresario periodístico neoyorquino a lo Rupert Murdoch, empieza a flaquear. Familia más disfuncional que lo habitual, las perversas luchas por ocupar el trono –vacante posiblemente en el corto plazo-, recuerdan más a las que se daban en El león en invierno (Anthony Harvey, 1968) que en El rey Lear, con la que tanta crítica anglosajona la ha afiliado.

El padre está interpretado por el bravío Brian Cox, un actor escocés de taurina presencia, voz profunda, que se ha destacado en infinidad de roles cinematográficos secundarios. Sabedor de con qué bueyes lidia, y aferrado a la vida con terquedad -el poder es un elixir que la prolonga-, siempre se anticipa a las movidas de sus ambiciosos hijos. Uno (Jeremy Strong), acaba de recuperarse de la adicción a las drogas y es el que se juega su identidad -como hijo, ex esposo, padre- en la lucha contra el viejo león. Otro (Kieran Culkin), aquejado por dolorosos calambres y contorsiones a lo Ricardo III, se acomoda según donde mejor pegue el sol. Otro, el mayor (Alan Ruck), habita en una nube gaseosa, entre batallas ecológicas y el posible casamiento con una prostituta de lujo. La hija (Sarah Snook), es asesora en marketing político, se codea con futuros candidatos que desprecian profundamente a su progenitor, y tiene un prometido -estupenda labor de Matthew Macfadyen- que jugándola de sometido por las mujeres es capaz de mostrar más de una faceta despótica cuando trata con los que están en los peldaños inferiores de la escalera. Uno de estos peldaños es un sobrino nieto del magno empresario (Nicholas Braun) en busca de empleo, y cuya mirada -en principio ingenua, luego bufonesca - va guiando al espectador por esta corte de los milagros contemporánea. También hay una esposa (Hiam Abbass) que no es madre de los hijos y que juega su propia interna en pos de preservar sus intereses, los de su marido y los de un hijo de un matrimonio anterior.

De arranque lento, mientras va estableciendo las retorcidas y muy bien delineadas relaciones entre los personajes, Sucesión alcanza su punto de hervor en el capítulo 5 sin olvidarse jamás de ser entretenida. De ahí en más, una espiral de sucesos va escalando en intensidad hasta culminar en una gran boda, castillo inglés incluido. Con gran nivel actoral, personajes por demás atractivos y un gran nivel de producción, este año estrena segunda temporada.

Barry (8 episodios de media hora) tiene ecos de Dexter, en cuanto al humor y por el parecido físico de sus actores protagonistas. Barry Berkman (Bill Hader, con un aire lejanamente extraterrestre) es un veterano de guerra que consigue trabajo como asesino a sueldo gracias a las artimañas de su ex suegro (Stephen Root, grotescamente maquiavélico), propenso a ver la acera soleada de la vida en las más extrañas circunstancias. Una de las tareas asignadas -barrer de este mundo a un aprendiz de actor que tuvo relaciones con la esposa de un gánster ruso- lleva a Barry a Los Ángeles, donde se introducirá en el mundo del teatro amateur, debido a los encantamientos de un mediocre maestro de actores (Henry Winkler, de fulgurante fama televisiva en la década del 70 en la serie Happy days) y la atracción por una problemática compañera de aprendizaje (Sarah Goldberg).

Si bien Barry tiene la flexibilidad emocional de un pilar de concreto, -lo que provoca abundantes risas durante las clases de teatro-, planea cambiar de rubro, lo que no atrae a su empleador y complica sobremanera las cosas con los integrantes de la pandilla, que lo quieren para otras tareas. El killer, de por si una personalidad psicopática pero no carente de una encanto androide, debe así asumir una doble vida… Alumno en las clases, asesino cuando pinta.

Los miembros de la pandilla rusa no son más maduros que Barry, por lo que las tareas asignadas tienen un grado de perversión y una dosis de azar más cercanos a los crímenes vistos en Breaking Bad que a los de Dexter, pero prevalece un humor de comedia negra y desencantada. El nivel actoral es parejo y la brevedad de los capítulos lleva al espectador a un consumo compulsivo.

Y si hablamos de humor, muy distinto es el que destila La sorprendente señora Maisel, que ya va por su segunda temporada, cosechando los premios más importantes en casi todas las categorías.

En la primera, descubrimos su mundo, uno muy particular y privilegiado, ya que Miriam ‘Midge’ Maisel (Rachel Brosnahan, una fuente de recursos actorales inagotables), vive en el Upper East Side en un lujoso departamento, está casada con el hijo de un empresario textil (Michael Zegen), tiene dos hijos, y dos padres que se las traen, él profesor universitario de matemáticas (Tony Shalhoub, excelso, interpretando un mañoso de gran corazón) y ella, una experta en decoro y apego a las normas sociales (Marin Hinkle, notable en su hieratismo de opereta). Hasta ahí Miriam es una cruza entre Mary Poppins y La niñera; es la mujer perfecta, resuelve todos los problemas que se le cruzan con una capacidad de inventiva incesante. Pero una noche se le da por acompañar a su marido –que quiere ser cómico de stand up– al Gaslight, un tugurio de cuarta donde se presentan beatniks y otros miembros de diversas tribus, y descubre su pasión por el escenario, del que terminará adueñándose cuando su marido la decepcione y su vida se encuentre en un callejón –aparentemente- sin salida, alimentando los monólogos de las absurdas peripecias de su vida cotidiana, con adulta agudeza y más de una obscenidad que escandalizaría a su madre.

El tratamiento de los monólogos y de algunas situaciones tiene más de la conciencia feminista de nuestro presente que de los balbuceos incipientes de la época. Ambientada a fines de los años 50 –al igual que el comienzo de Mad Men-, en el ocaso de la era Eisenhower y el nacimiento del reinado de Camelot, cuando esos escenarios eran ocupados por figuras como el dúo conformado por Elaine May y Mike Nichols (posteriormente celebrado director de El graduado), o sobresalientes del humor de judío como Woody Allen, Joan Rivers o el politizado Lenny Bruce (aquí una especie de hermano mayor de la protagonista en una versión amable y pasteurizada, muy lejana a la retratada con acidez y verismo casi documental por Bob Fosse en Lenny en 1974).

Creada por Amy Sherman-Palladino, responsable también de The Gilmore Girls, la señora Maisel nunca se adentrará en aguas rojo profundo; por el contrario, siempre el tono predominante será el pastel de la comedia ligera, a lo Stanley Donen en Funny Face (1957), para el retrato de los pintores expresionistas (en lugar de los pensadores existencialistas), o el de Un americano en París (Vincente Minnelli, 1950), para las viñetas que transcurren en la ciudad Luz, en que los padres se reencuentran, durante los dos capítulos que inician la segunda temporada.

Las referencias a los musicales no son gratuitas porque la banda sonora que da sabor y textura a las imágenes remite a anacronismos como el “Déjenme todo a mí” (Barbra Streisand en el Hello, Dolly! de Gene Kelly, 1969, y en “Soy la estrella más grande”, de Funny Girl (1964); o Judy Garland y su reverenciado Get happy!, (interpretado en Summer Stock, 1949), entre otros. También porque el mundo en que la protagonista se desenvuelve durante el día generalmente remite al de la comedia rosa (a lo Doris Day, suma sacerdotisa de la comedia frívola de doble sentido y gran cantante). Por la noche, la puesta en escena adopta las tonalidades del noir, digeridas por el Minnelli de The Band Wagon (1953), con su homenaje a la novela hard boiled de la mano de Fred Astaire y Cyd Charisse en “Girl Hunt Ballet”.

Sin dudarlo, lo mejor de la serie está en la química entre la protagonista y su agente (Alex Borstein), una mujer regordeta que muchos confunden con un muchacho, dueña de muchas de las mejores líneas de los guiones, más cercanas a la bilis de un Billy Wilder. La relación entre ellas es una especie de derivado de los women´s films de los años 40, donde la atribulada protagonista era una mujer de carrera que tenía de compinche a una mujer neutra sexualmente, pero siempre interesante e ingeniosa como contrapeso de su apasionada personalidad.

La puesta en escena es de un lujo y un detallismo que no tiene nada que envidiarle a las mejores producciones de Hollywood. También hay florituras estilísticas de cámara y de montaje de primer orden. Vital, divertido y vertiginoso, vale la pena adentrarse en el universo de la señora Maisel.
Publicado en Regia Magazine el 19 de marzo de 2019

Realismos mágicos: Burning y Border


Dos films recientes transitan los caprichosos senderos del realismo mágico.


Uno es Burning, del sur coreano Lee Changdong, conocido en nuestro país por Poesía (2010), que adapta un cuento de Haruki Murakami (Quemando graneros), a su vez inspirado en otro de William Faulkner.

Lee Jongsu, un joven repartidor de delivery (un abombado Yoo Ahin) se encuentra casualmente con una vecina de su pueblo a la que no veía desde su infancia, la excéntrica Haemi, (Jun Jongseo, fascinante), quien se constituirá en un disparador para que -a la larga- el título que se labró en escritura creativa tenga un sentido en su vida. La muchacha es promotora en un paseo de compras pero posee una vida espiritual que la ha llevado a estudiar pantomima, pelando naranjas imaginarias, dueña de un gato que dejas rastros pero podría no existir, y encendiendo la chispa de la obsesión amorosa en el muchacho que, para colmo de males, debe regresar a su pueblo porque el padre va a ser encarcelado por los daños que ocasionó en uno de sus tantos accesos de ira.


Haemi, -uno de los personajes mas atractivos que haya dado la pantalla en los últimos años-, como un diapasón lírico, alienta nuevos panoramas en la rutinaria vida de Lee Jongsu, ampliándole la percepción de que existe mucho más en este universo que lo que pueden registrar los ojos. De regreso de un viaje a África en busca de nuevas experiencias espirituales, la muchacha se trae bajo el brazo a otro compatriota, el enigmático Ben (Steve Yeun, de The Walking Dead, tan sexy como inexpresivo), que oculta más secretos que la esfinge detrás de la fachada de un hedonismo parco.

Conformado un triángulo amoroso en que los lazos son tan etéreos como ambiguos, se instala un misterio casi insondable… si a uno no le gusta interpretar metáforas. La imaginación literaria del protagonista -alimentada por la curiosidad, la intuición y otras formas de conocimiento no tradicionales- encontrará una resolución por demás drástica para esta historia, habiendo transitado entre tanto por la escritura y la afirmación de su propia identidad como individuo.

Siendo el cuento de Murakami apenas un esqueleto de 10 páginas, pleno de incertidumbres y agujeros negros informativos, resulta admirable la adaptación de Lee Changdon, porque ha trasladado la acción del Japón a Corea del Sur y nos ofrece un vislumbre de una sociedad marcada por el consumismo, donde la juventud es material descartable, obligada por la precarización laboral y la alienación parental. Que el personaje de Ben sea de un nivel social superior, que vive el trabajo como un juego, deja atisbar que una sorda lucha de clases alimenta la ira de los que están doblegados, generación tras generación.


Si el realismo mágico de Burning parte de un misterio que no desciende al mundo de la representado, pero que se oculta y palpita detrás de muchas de las situaciones planteadas, es un logro del director que los espectadores aceptemos la perspectiva realista y la perspectiva mágica de la realidad como si estuvieran a un mismo nivel, sin juzgar una en desmedro de la otra.

El otro film es Border, donde el realismo mágico permite la mezcla de lo improbable y de lo mundano, incluso cuando lo poco plausible tenga un componente sobrenatural. Dirigido por el sueco de origen iraní Ali Abbasi, adaptado de un cuento de John Ajvide Lindqvist (Criatura de la noche, de Tomas Alfredson, se basaba una novela suya; tuvo una versión estadounidense: Déjame entrar), introduce un mito escandinavo -el de los
trolls- en un contexto realista.


Tina (Eva Melander) es una mujer de rasgos grotescos, que tiene un padre internado que sufre de demencia y vive en una cabaña de su pertenencia con un hombre que adora a sus perros y, literalmente, la vive, para no decir que la desprecia. ¿Un problema de autoestima? Sí, Tina no es una mujer agradable a la vista, su rostro parece más el de un animal que el de un ser humano, pero su extraordinario olfato le permite trabajar en la aduana, donde con eficacia logra hacer detener a quien intenta pasar drogas o material pornográfico. Tina puede oler la vergüenza, la ira, el temor en los seres humanos. Hasta que se cruza en su camino Vore (Eero Milonoff), tan monstruoso en sus rasgos como ella, un ser que tanto oculta como devela.

A medida que el relato se desarrolla, -entre atmósferas propias del cine de horror, encuentros sexuales bestiales y sorprendentes, un caso de pornografía infantil, intercambio de bebes-, Tina se irá afianzando como individuo, reconociendo su naturaleza fronteriza, su humana capacidad para el bien, la inestabilidad de su identidad en un mundo donde los padres ultrajan a su progenie y los marginados buscan venganza.


Film curioso, ganador del premio Un Certain Regard en el último Festival de Cannes, nominado para el Oscar al mejor maquillaje, no es para todos los gustos, y exhibe la capacidad disruptiva del realismo mágico al disolver las fronteras entre lo realista y lo mágico, que generalmente son dos categorías en oposición. Y también las de lo humano y lo animal, lo femenino y lo masculino, lo bueno y lo malo, y un largo etcétera.

Publicado en Regia Magazine, el 7 de marzo de 2019

A propósito de Kubrick



Este año – el 3 de abril- se cumplió el quincuagésimo aniversario del estreno de 2001: odisea del espacio, un film que le dio carnadura y una dimensión filosófica al género de la ciencia ficción, estableciendo a Stanley Kubrick como uno de los grandes realizadores del siglo XX.

Proyecto ambicioso, con más de 4 años entre la gestación y su desarrollo, con el asesoramiento de científicos y de las empresas más importantes, que ayudaron al director y a su co-guionista –el afamado escritor Arthur C. Clarke- a brindarle plausibilidad y verosimilitud a la miríada de detalles que anticipaban lo que serían los viajes espaciales a comienzo del nuevo siglo, contó con un presupuesto de 10 millones de dólares, profusamente abundante para un film del género.


Entre otras, las innovaciones de 2001 abarcan desde la creación del mito de que el progreso humano se lograba con la intervención de fuerzas extraterrestres o deidades –la presencia del famoso monolito sería su materialización- y no sin cierta violencia, hasta el escrupuloso diseño de efectos especiales (del mismo Kubrick y el especialista Douglas Trumbull), algo nunca visto por los espectadores de entonces. Con sólo 40 minutos de diálogo sobre un total de 160, se asemejaba a un film mudo, fuertemente anclado en lo visual, con una banda musical sonora que planteaba un fuerte contrapunto con algunas de las imágenes (la modernidad de una central espacial danzando bajo los clásicos acordes del Danubio azul). La estructura abierta del film dejaba a la libre interpretación gran parte de lo acontecido en pantalla, rompiendo la norma de claridad expositiva que regía el cine clásico de Hollywood. En este sentido, el grado de experimentación del director lo alineaba con los directores europeos de cine arte de la época, más que con los artesanos de la fábrica de los sueños.

Por todo lo que antecede, no es de extrañar que la premiere haya sido algo cercano al desastre. Los invitados –ejecutivos de la empresa productora, estrellas de cine, críticos especializados- sobrepasaban los 40 años y no tenían la amplitud de criterio para semejante experiencia. Fueron los jóvenes –en plena era del flower power y de la utilización de distintas drogas con fines recreativos- quienes abrazaron el film y arrastraron a sus padres a las salas, llevando a que los críticos reexaminaran sus posturas y –en algunos casos- reescribieran sus textos. Uno de los posters del film apelaba a los jóvenes universitarios con la leyenda de que 2001 era “the ultimate trip”. No debe olvidarse que el año siguiente, el hombre pisaba por primera vez la superficie lunar.


John Lennon llegó a declarar que veía el film cada semana; grandes directores como Steven Spielberg, George Lucas, Martin Scorsese, experimentaron asombro en un primer visionado y descubrieron que había otras fronteras que explorar en lo que hacía a las posibilidades expresivas en la pantalla grande.

De más está decir que 2001 fue la producción más taquillera de ese año, que Kubrick logró autonomía absoluta como director –obteniendo un contrato con la Warner Brothers que le daba control total sobre su obra futura- lo que permitió que se gestaran eventos como La naranja mecánica (1971), Barry Lyndon (1975), El resplandor (1980), Nacido para matar (1987) y Ojos bien cerrados (1999), films sujetos a grandes controversias en el momento de su estreno, hoy hitos mayúsculos en cada género cinematográfico abordado.




En la encuesta que cada década realiza la revista inglesa Sight and Sound sobre los mejores films de todas las épocas, los críticos la ubican en el sexto lugar después de Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958), El ciudadano (Orson Welles, 1941), Historias de Tokyo (Yasujiro Ozu, 1953), Las reglas del juego (Jean Renoir, 1931) y Amanece (F. W. Murnau, 1927). En cambio los directores, eligen a Stanley Kubrick en el segundo lugar (después de Ozu).



Con tanto poder a su disposición, Kubrick, -un autodidacta nacido en Nueva York el 26 de julio de 1928, que comenzara como fotógrafo de la revista Look a los 18 años y emigró a Inglaterra tras decepcionarse con su experiencia hollywoodense en Espartaco (1960), donde padeció el control del productor-estrella del film Kirk Douglas-, pudo desarrollar sus ambiciones con el grado de obsesividad y perfeccionismo que lo caracterizaban, generando también un mito sobre su propia persona que agrupaba, entre otras cuestiones, el temor a conducir autos y a volar en avión, su misantropía, su negación a conceder entrevistas, la cantidad de tomas y retomas que le exigía a cada actor –llevando a más de uno a sufrir crisis nerviosas-, los rodajes cada vez más espaciados en el tiempo y más extensos (dos años tuvo a su disposición a Tom Cruise y Nicole Kidman durante el de Ojos bien cerrados), y distintas leyendas urbanas (una lo sindica como el creador de la puesta en escena del registro fílmico del descenso del primer hombre en la luna… fraguado en estudios en complicidad con el gobierno de los Estados Unidos) . Llegado un punto, hubo quien se aprovechó de algunas de esas debilidades, haciéndose pasar por él para obtener ventajas (Colour Me Kubrick: A True…ish Story es un film con John Malkovich que aborda esa historia).

Por otro lado, dos documentales recientes abundan en detalles sobre las manías y los rasgos de carácter y conducta de uno de los hombres más pródigos en secretos que haya dado la historia del cine después de Howard Hughes, poniendo el foco sobre dos de sus colaboradores imprescindibles: su chófer personal desde la época de La naranja mecánica, y el que se transformaría desde El resplandor en su mano derecha en los sets de rodaje y en tareas de pre y posproducción.

 S Is for Stanley (Alex Infascelli, 2015) sigue el relato de Emilio D’Alessandro, un inmigrante italiano que un día de 1970, debe llevar un encargo muy particular a una productora londinense con el mayor secretismo. Sin saber cómo, Emilio cargó en el asiento trasero de su auto una escultura pop de un pene que tendría gran lucimiento en la escena de la mujer de los gatos de La naranja mecánica. Kubrick, sorprendido por la audacia del hombre que atravesó media ciudad con el llamativo encargo a la vista de los transeúntes, lo contrató para que fuera su chofer personal. El italiano desmiente que Kubrick no supiera conducir un auto, sí afirma que lo hacía mal, porque era de distraerse. A partir de allí, Emilio entabló una relación muy estrecha con su empleador, quien le confiaba no sólo el cuidado de sus mascotas, también recados que lo obligaban a viajar por avión hasta cuatro veces por día entre Irlanda e Inglaterra durante la época del rodaje de Barry Lyndon.




Emilio, receptor de innumerables memos que muestran el nivel de detallismo obsesivo del director, abandonó su alguna vez promisoria profesión de conductor de autos de carrera, casi llega a separarse de su mujer –ante lo absorbente de las tareas asignadas y los llamados telefónicos a cualquier hora de la noche-, pero también fue respaldado por el director cuando en 1989 su hijo casi pierde la vida en un accidente automovilístico; Kubrick se hizo cargo de todos los gastos y le consiguió citas con las eminencias médicas londinenses, logrando que el muchacho pudiera recuperarse.

El grado de sencillez y simpleza de Emilio era tal que no tenía idea de la talla del hombre para el que trabajaba –recién vio sus películas en Italia durante la década del 90, en un quiebre en la relación entre empleado y empleador de 3 años- pero sí de su nivel de perfeccionismo en la más nimia de las tareas cotidianas y de su cálido espesor humano, sobre el que se cuentan variadas anécdotas.


Con menos reparos, Leon Vitali (Lord Bullingdon en Barry Lyndon) abandonó una floreciente carrera actoral con la excusa de aprender todo sobre la realización de películas. Su capacidad de entrega en cada cosa que hacía era tal que Kubrick no dudó un momento en reclutarlo y revelarle muchos de sus conocimientos. En Filmworker (Tony Sierra, 2017), seguimos el relato de Vitali, hoy día una especie de Klaus Kinski ajado y consumido por la vida, por Stanley Kubrick y por sus propias obsesiones. Más que el aspecto humano, sus declaraciones resaltan el extraordinario output creativo del director, su capacidad de persuasión con los ejecutivos de la Warner, la fiereza con que defendía sus decisiones en la elección de actores o de recrear Vietnam en una abandonada fábrica de gas londinense, la meticulosidad al chequear el nivel de calidad de cada copia a exhibirse en el lugar más recóndito (sí, los tentáculos de Stanley llegaban hasta los puntos más distantes del globo terráqueo), la calidad de las salas de exhibición –tanto a nivel proyección como sonoro-, qué lámparas debían usar los proyectores, etc..

Vitali subraya el altísimo nivel de profesionalidad del director, un nivel de exigencia tan extremo para con sus colaboradores y actores como el que se imponía a sí mismo. En su relato, soslaya un tanto cómo sacrificó la relación con su esposa y la crianza de sus hijos por estar bajo las directivas y encargos del sumo sacerdote, pero no se queda corto cuando menciona numerosas ocasiones en que la gentileza era el rasgo distintivo que los unía en el trato. Para muchos, en el set, de no estar Kubrick, la referencia inevitable era Vitali, quien conocía en profundidad sus elecciones y criterios para cada cuestión.


Los dos documentales son muy emotivos cuando se trata de narrar las horas previas al fallecimiento del director, el 7 de marzo de 1999, agotado, más allá de sus posibilidades físicas por la intensa faena de rodaje y posproducción de Ojos bien cerrados. También, nos hacen vislumbrar qué poseían las personas de su mayor confianza: una simpleza rayana en el aturdimiento, en el caso de Emilio, y un despojamiento siniestro de la propia personalidad –rayano en el masoquismo- en el caso de Vitali. Los dos personajes fueron atraídos y subyugados por su poderosa luz solar, como mosquitas embobadas que rozan su superficie en actos de auto sacrificio.

Para los fanáticos del director, que somos legión, la visión de estos documentales se torna imprescindible.

Publicado en Regia Magazine, el 28 de diciembre de 2018

Roma, de Alfonso Cuarón





Escrita, fotografiada y dirigida por Alfonso Cuarón, Roma cuenta la historia de una familia de clase media mexicana durante dos años, a comienzos de los años 70 del siglo pasado, desde el punto de vista de la trabajadora doméstica que los asiste y vive con ellos. Seguimos a Cleo -encarnada por Yalitza Aparicio, una maestra de Oaxaca elegida entre ocho mil postulantes, en una de las interpretaciones más descollantes del año- en sus tareas habituales. Quizás desde el hachero de La libertad (Lisandro Alonso, 2001) no se haya visto a un personaje trabajar tanto en la pantalla: baldeando, lavando, planchando, colgando ropa, sirviendo la mesa, brindando afecto y apoyo emocional tanto a los niños como a la dueña de casa –en trance de ser abandonada por su marido–, recibiendo de a ratos sus inmerecidas pullas.

Cleo también tiene una vida más allá de sus tareas. Conoce a Fermín (José Antonio Rodríguez, protagonista de uno de los desnudos más marciales de la historia del cine), van al cine (ven Abandonados en el espacio, de John Sturges) y el título del film será premonitorio; Cleo quedará en una situación similar a la de la señora Sofía (Marina de Tavira, componiendo una neurótica en falso contacto), aunque apoyada incondicionalmente por la familia.


Si bien se trata de un melodrama, con alguna coincidencia entre personajes digna de Dickens –en el momento de la compra de una cuna–, tachonado de canciones populares y emisiones de radio omnipresentes, no estamos en el territorio de un Almodóvar, ni siquiera de un Arturo Ripstein. La mirada que Cuarón le impone al personaje se aleja de tales fulgores y estridencias: Cleo es una mujer sencilla, lacónica, resiliente, de pocas palabras, más cercana a la muchacha que cumplía labores similares en Umberto D (Vittorio de Sica, 1952) aunque sin su glamour, que a los personajes sufrientes, desgarrados y excesivos de los directores antes mencionados.

Por el contrario, Cuarón adopta muchas de sus estrategias del genio inagotable de Federico Fellini. Para contar esos dos años de su semi–autobiografía, el director mexicano toma Amarcord (1974) como manual de cabecera, al narrar sus recuerdos de infancia filtrados oblicuamente por otro personaje (Cleo es un alter ego de Liboria Rodríguez, nana de los hermanitos Cuarón; en el caso de Federico, los recuerdos de Titta, su amigo de la Rimini natal). El nombre propio “Roma” designa el barrio donde creció el director de Y tu mamá también (2001), pero también el título de otro film de Fellini de 1972, mezcla de fastuosa autobiografía y de falso documental. Y los extensos planos panorámicos de los interiores de un departamento, los numerosos desplazamientos laterales de cámara, otorgan una sensación de espectacularidad y sensualidad, un carácter de fresco suntuoso, similares a muchos planos de La dolce vita (1960).


No por nada el mar es el marco donde una de las secuencias más importantes de Roma tiene su desarrollo, conjugando el peligro de muerte, la confesión de un personaje (al igual que en La strada) y la mancomunión de los miembros de esa extraña familia (los desahuciados hedonistas de La dolce vita, reunidos en torno a una extraña criatura expulsada por el vientre acuoso), todos víctimas de un naufragio; en el caso de los mexicanos ocasionado por el rígido patriarcado; en el caso de Fellini, por la alienación y la crisis espiritual entre los seres humanos.

Hay también lugar para los elementos circenses. Louis de Funes hace sus bufonadas a través de la pantalla grande (La gran guerra, 1965) para entretener a los niños, mientras que el profesor Zovek (un forzudo con dos dedos de frente más que el Zampanó que encarnara Anthony Quinn en La strada) encandila por televisión y en vivo, anestesiando a los pobres mientras los ricos y el gobierno del PRI se adueñan de sus tierras. El personaje mismo de Fermín, si se quiere, es un bufón, con su absurda exhibición de artes marciales y su conducta despreciable hacia la muchacha a la que estafó, por no hablar de lo que lo ocupa cuando no está entrenando.


Varios segmentos de Roma resuman el tono entre siniestro y grotesco del maestro: una pared tachonada de las cabezas de los perros que pertenecieron a una familia decadente; una partida de tiro al blanco donde estadounidenses cohabitan con nativos; un plano de una familia derrotada bajo un cangrejo publicitario, aluden a las yuxtaposiciones de elementos incongruentes tan habituales en el director de Los inútiles (1952).


Tantos goces y resplandores para la épica de una mujer humilde merecían exhibirse en la pantalla grande. Pero Netflix, productora del menos cosmopolita de los films de Cuarón, decidió –en nuestro país- estrenarla por la pequeña. De más está decir que Roma sobrevive a semejante decisión y que es uno de los mejores films del año.

Publicada en Regia Magazine, el 19 de diciembre de 2018