El nuevo film de Quentin Tarantino será mejor apreciado por
quienes hayan crecido viendo los productos fílmicos y televisivos que parodia,
no sólo en sus tramas, también en sus estilos actorales. También sería necesario
conocer sobre Sharon Tate y la masacre organizada por Charles Manson, que la
tuvo como principal protagonista. No es que el film no ofrezca los datos
necesarios para la comprensión del espectador, pero sí que pueden ser
insuficientes.
Durante tres días de 1969, el alambicado guion de Tarantino
narra las alternativas que enfrentan el actor Rick Dalton (Leonardo DiCaprio) y
su doble de riesgo (Brad Pitt), cuando el fugaz estrellato del primero va
quedando en el recuerdo y los roles que se le ofrecen lo van sepultando más y
más en el baúl de los actores descartables. En este sentido, el film ofrece una
reflexión sobre Hollywood y la circulación de sus productos, ya sean series,
películas o actores, todos regidos por la lógica del mercado. Si no tuviste la
suerte de ser tocado por la varita mágica del éxito como Steve McQueen, lo más
probable es que termines filmando westerns
berretas en Italia. Rick Dalton está en ese momento de su vida. Unido al suyo,
el destino de aquel que lo suplanta en las tomas peligrosas, una especie de compañero-lacayo
para todo servicio.
Vecinos a Dalton, viven Sharon Tate y Roman Polanski, la
pareja de moda. Ella una starlet en
pleno despegue; él un director de éxito a raíz de El bebé de Rosemarie (1968). La trama del film hará que Rick y
Sharon se encuentren gracias a los seguidores de Manson, dispuestos a bañar en
sangre las colinas de Beverly Hills.
Tarantino ofrece una versión nostálgica del año 1969,
seleccionando aquello a lo que se siente más afín: productos industriales como El gran escape (John Sturges, 1963) o Matt Helm contra las demoledoras (Phil Karlson, 1968) son
expresamente citados. Del film bélico aparece un fragmento en el que DiCaprio
es insertado digitalmente, suplantando a Steve McQueen en el rol que le haría
acariciar el estrellato. De la parodia sobre agentes secretos protagonizada por
Dean Martin, varias escenas en la que la misma Sharon Tate hace la payasa,
permitiéndonos recordar su belleza etérea y melancólica oculta tras las
delicadas curvas. No hay referencias a films como Bonnie and Clyde (Arthur Penn, 1967) o Busco mi destino (Dennis Hopper, 1969), primeros escalones del
renacimiento hollywoodense. Y es lógico, son films imbuidos del espíritu de la
contracultura de la época, rebelde, contestataria. Con sus elecciones,
Tarantino se sitúa ideológicamente del lado de los rednecks que le vuelan la cabeza a los hippies motorizados del film
de Hopper.
No cabe esperar otra cosa del director de Perros de la calle (1992), más ocupado
en poner en escena un juego sofisticado en el que la ficción vuelve a triunfar
sobre la realidad, cuyos hechos se ve obligado a referenciar directa o
tangencialmente en sus últimos tres films. En Bastardos sin gloria
(2009) Hitler era borrado del mapa por un grupo de soldados judíos
estadounidenses y quien rige un cine francés; en Django sin cadenas un hombre de color se apoderaba de una
plantación. El juego con la parodia o con la cita de films mayoritariamente
menores llega un punto que se agota y, para mantenerse dentro de la industria,
el director debe renovar parte de su ADN con un trasplante de hechos o
personajes o situaciones que tuvieron lugar en la Historia.
La mentalidad adolescente de Tarantino –fundada en el
pensamiento mágico de los hechos como debieran haber sido y no como son-
permite un cuento de hadas con valores superlativos de producción, abundantes
dosis de ironía, interpretaciones de dos estrellas que se superan a sí mismas y
derraman encanto por doquier; homenajes a una industria, sus productos, y los
valores e ideología en los que están imbuidos. Por eso las mujeres se pasean
por su film como ángeles –en el caso de Margot Robbie encarnando a Sharon-,
matronas italianas desmelenadas (el personaje de la esposa de Dalton, parodiando
la composición que hiciera Claudia Cardinale en No hagan olas) o brujas perversas (las chicas Manson). Sus varones,
por más vencidos que estén, nunca lo están lo suficientemente como para dejar
de remitir a la heroicidad de un John Wayne o la masculinidad cool de un Steve McQueen. Todos son
arquetipos ubicados en los polos de los buenos y los malos, como lo eran los
indios en los westerns para el cine
clásico, los nazis en los films bélicos, los hippies en esta ocasión.
Así y todo, Tarantino es un gran realizador, con un manejo
de las herramientas del cine y un estilo tan depurado que, entre otras cosas
gratificantes, nos permite pasear en auto con DiCaprio y Pitt por un Los
Ángeles dorado, corroborar que el cuerpo del rubio luce como cuando se sacó la
remera en Telma y Louise (Ridley
Scott, 1991) mientras arregla una antena de televisión en un tejado, y que
DiCaprio no en vano es el elegido de De Niro como su sucesor. El director no
descuida a sus estrellas, las mima y las glorifica. También nos ofrece un
desenlace de una violencia tan desorbitada, tan de historieta, que difícilmente
se pueda tomar en serio.
Por último, si en un mundo ideal volvieran los dobles
programas en los cines de barrio, podríamos pedir que Había una vez en Hollywood se exhibiera en un continuado con Shampoo (Hal Ashby, 1975). La mirada
humanista de Ashby sobre esa misma época, nos permitiría ver qué valores
estaban en juego en una sociedad que tenía a la guerra de Vietnam como
divisoria de aguas, a la vez que protagonizaba una revolución en sus
costumbres, a través de personajes que no están construidos en celuloide, con
mujeres que no son estampitas que caminan y varones que se la miden entre ellos. Ashby es un buen antídoto para el
conservadurismo de Tarantino.