El sobrevalorado director Christopher Nolan utiliza un hecho
histórico como excusa para un relato más cercano al cine catástrofe que al
bélico. Se trata de la Operación Dínamo, que tuvo lugar en Francia a mediados
de 1940, y consistió en la evacuación de las tropas aliadas varadas en la playa
de la ciudad de Dunkerque, permitiendo el rescate de más de 200 mil soldados
británicos y más de 100 mil franceses y belgas.
El marco histórico lo ponemos nosotros porque en el film es casi
inexistente. La rica materia ha sido transformada en contenidos de película
clase B con envoltorio de producción clase A. Una vez llegado a la playa el
joven soldado inglés interpretado por Fionn Whitehead, será nuestro guía en
esta confusa historia, fragmentada en tres partes que se entrelazan en el más
burdo de los montajes. Sí, Nolan ha logrado una especie de Corre Lola Corre ambientada en la Segunda Guerra Mundial. Pero
estos entreveros narrativos, habituales en el director de Following y Memento, no
llegan a molestar ni a alterar al espectador como en otras ocasiones: para
seguir la espantosa El origen había
que leer un manual de instrucciones.
Cine catástrofe del bueno: Aeropuerto
(George Seaton, 1970), La aventura del
Poseidón (Ronald Neame, 1972), Infierno
en la torre (John Guillermin,
1974), Aeropuerto 77 (Jerry Jameson,
1977), entre otras, todas mentadas de una u otra manera aquí, ya que los
soldados deben sobrevivir al hundimiento
de los barcos que los acogen, los incendios que los cuecen, los aviones que se
estrellan en el agua y amenazan ahogarlos encerrados en sus cabinas. Todas esas
películas que vienen a la memoria eran films de producción, los directores no
hacían más que seguir con oficio los lineamientos que los productores
indicaban. Y eran mucho más efectivos que éste de Nolan, porque al menos
lograban que nos interesara el destino de los personajes al conocer sus
historías, expuestas en el primer tercio del film. Aquí no hay exposición, sólo
una masa de sujetos casi indiferenciados en situación de peligro, marionetas
manipuladas en función del suspenso más basto y el efecto sonoro más
estridente.
Es cierto, no hay riesgo de aburrirse con Dunquerque. Si uno se desorienta por la trama, o no reconoce qué
personaje es el que está en pantalla, no va a caer en una nube de sopor: un
balazo enemigo, una explosión inoportuna, lo harán saltar en la butaca por las
ondas sonoras emitidas por una docena de parlantes. Cuando esto no sucede, está
la taladrante banda sonora compuesta por Hans Zimmer para musicalizar la cinta.
Si no está la música, Nolan amplía a niveles insospechados el sonido de un
segundero…
Un rasgo de estilo en Nolan es la confusión; en esta película el
caos es un rasgo constitutivo dado por la situación de base, por lo que puede
parecer que el inglés hizo su mejor esfuerzo. Pero con tanto presupuesto hay
pocos encuadres compuestos de manera agradable, ninguna situación de montaje
que no despegue de lo funcional… el gran David Lean -El puente sobre el río Kwai (1957), Lawrence de Arabia (1962), Doctor
Zhivago (1965)-, ejemplos de films épicos realizados con distinción y
elegancia) debe estar removiéndose en su tumba.
Es cierto, ni James Cameron (Terminator
I y II, Aliens, Avatar) ni Steven
Spielberg (Rescatando al soldado Ryan)
hubieran elegido este guión tan limitado para el trazado de sus épicas,
compuesto como está de los clichés de todos los puntos fuertes de serie
televisiva de la década de los años 60. Tampoco un director clase B como
Richard Fleischer, que podía darle carnadura dramática y fluidez a productos
espectaculares como ¡Tora Tora Tora! (sobre el ataque japonés
a Pearl Harbor), Viaje fantástico o Conan el
destructor. En esta ocasión, Nolan
está más cerca de Michael Bay (Pearl
Harbor, Transformers), que
siempre busca que sus películas sean el equivalente a un shot de adrenalina, un viaje en una montaña rusa de casi dos horas,
lo que no tiene nada malo… Pero la publicidad, para rescatar las ingentes
montañas de dólares invertidas en la producción de los últimos films de Nolan,
y ciertos críticos, construyen la imagen de que el susodicho es un director
importante, de visión… ¡Hasta han llegado a compararlo con el genio de Stanley
Kubrick!
Pues no señoras y señores, lamento decir que Christopher Nolan no
es nada de eso. Sólo se trata de un artesano ambicioso que sabe tener un eficaz
departamento publicitario a sus pies. Poco más.
Los actores ponen sus rostros. Uno espera que Kenneth Branagh se
descuelgue con algún discursito a lo Enrique
V para arengar a las alicaídas tropas; que Mark Rylance deje de fruncir el
ceño; que Tom Hardy puede sacarse la máscara que lo asfixia para poder reconocerlo; que Harry Styles cante una de
las canciones de One Direction para parar la ruidosa maquinaria que Nolan ha
puesto en movimiento… Agradezcamos por la rapsódica aparición de Cillan Murphy,
el único que parece saber lo que está haciendo en este desconcierto.