27/9/10

El hombre de al lado

He aquí una película que es demasiado cool para su propio beneficio. Todo está muy cuidado por los realizadores, excepto el desenlace, que luce chapucero y poco convincente. El film se inicia con un plano de una pared que se rompe -en realidad son dos paredes que se rompen porque se ve la acción de un martillazo sobre una pared en pantalla dividida-, un recuadro en fondo blanco, el otro en fondo negro. Así terminaran los dos personajes, igualados por los mazazos que les ocasiona la narrativa, sobre una pared blanca, ubicados a la misma altura dentro del plano.

El conflicto viene dado cuando el exitoso arquitecto Leonardo (Rafael Spregelburd, en una interpretación tan lograda que da la sensación de crear un personaje pringoso), que vive en la casa Curuchet -una edificación modernosa construida por Le Corbusier en La Plata- descubre que su vecino Víctor (Daniel Aráoz, encerrado en un personaje que titila entre la constricción y el exceso) ha abierto un boquete en la medianera para crear una ventana que le permita un poco del sol que a Leonardo le sobra. Como todo en esta película, el boquete deviene símbolo: en realidad se trata de penetrar en la vida de Leonardo, de ocasionar un agujero en esa fachada magnificente que lo lleve a descubrir lo mediocre y vacía que es su existencia, con una esposa repugnante que vive entre el yoga y la necesidad de pedirle un "piquito" como si fuera un canario, una hija ahogada en unos auriculares para no escuchar las sandeces que dicen sus padres, que baila mecánicamente y lo ignora de una manera que Leo no cree merecer. De a poco, Víctor se va metiendo dentro de Leonardo, abriendo nuevos espacios y demoliendo fachadas ante sí y los demás, hasta que finalmente penetra dentro de la casa misma. En la segunda ocasión que lo hace, deviene el desenlace antes indicado, donde una acción criminal -registrada de manera demasiado espontánea y económica- desluce el resultado de todo lo hasta allí expuesto.

Film más descriptivo que narrativo, estructurado en base a las diferencias de clase, exitoso en la representación del imaginario que cierta clase media tiene sobre lo que es distinto y los temores que suscita, nos remonta -en principio- al cuento “Casa tomada”, de Julio Cortázar. Allí dos hermanos de clase media, con una vida asfixiante y estéril, batallan contra una extraña fuerza que- de a poco- los va desalojando de su propio caserón colonial. Con la coartada del género fantástico, Cortázar -antiperonista en los años 50 del siglo pasado- retrataba una alegoría sobre el imaginario de la clase media ante la irrupción de la clase baja promovida por el primer Peronismo. También en el terreno de nuestra literatura está el potente cuento de Germán Rozenmacher, “Cabecita negra”, escrito en 1961, donde ya esa clase a la que se teme -y a la vez se intenta abusar con las viejas prerrogativas- está instalada en el mismo nivel (pero los que no se han apercibido del cambio son los antiguos dueños de la clase media.) En el terreno de la excelencia cinematográfica, dos ejemplos se me vienen a la cabeza: El sirviente (Joseph Losey, 1963), donde un señorito de clase alta termina siendo dominado y manipulado por su sirviente. El guión de Harold Pinter, a través de una mirada absurda, mostraba cómo la clase pudiente que quería seguir viviendo con los ideales del pasado terminaba sometida y arrasada en la Inglaterra de los años 60 ante el avance de las clase baja.

El otro caso, el de El plomero, un film realizado por el australiano Peter Weir en 1979 para la televisión, una antropóloga -muy preocupada por los derechos de los negros africanos y un tanto descuidada por su pragmático marido- caía víctima de sus propios prejuicios tras una batalla con un plomero que se le instalaba kafkianamente en su casa y en su vida, develando en el proceso la brecha social que los separaba para siempre.

En todas estas películas la puesta en escena hace hincapié en la utilización del espacio para desplegar metáforas sobre el poder. En El sirviente, el señorito inglés terminaba en lo más bajo de su condición moral, disoluto en un puff, en medio de una orgía escenificada por el mayordomo en su propia casona. En El plomero, la antropóloga terminaba viendo desde lo alto del balcón de un edificio de departamentos en el que habitaba -propiedad de la universidad-, cómo el plomero era capturado y arrastrado -de un espacio que les pertenecía a ambos por igual- por las fuerzas del orden, merced de una artimaña pergeñada por la mujer.

En El hombre de al lado, esa amenaza dramatizada en Víctor termina asimilada al espacio del arquitecto; el film no deja claro si como héroe o villano, aunque sí ofrece pruebas fehacientes de que Leonardo tiene sus capacidades iniciales mermadas: uno parece vivo, el otro agonizante, pero se trata de un juego de apariencias. Nada dice que Leonardo no esté muerto en vida desde hace mucho tiempo... víctima de las apariencias de éxito que encubren el más triste de los fracasos, y que parte de la fuerza vital de Víctor se haya apoderado de él.

Al fin y al cabo Leonardo ha hecho un esfuerzo a lo largo del relato para asimilar a Víctor, pese a la denigración que de él hace su mujer. Uno puede adivinar -dejando volar un poco la imaginación- que a medida que Leonardo va descubriendo que la vida de Víctor es mucho más soleada que la suya los prejuicios de clase van cayendo como las capas de una cebolla, y aquellos ideales de la educación pública de amalgamar las diferencias sociales detrás de un guardapolvo blanco, dándole las mismas oportunidades al hijo de un nativo, o de un judío, de un italiano o de un polaco emigrados de sus países de origen, los mismos que terminaban igualados por una pelota de futbol jugando en un potrero, funcionan en algún lugar del inconsciente, ya que el film está hablando de la desintegración de la clase media argentina en varias capas, como de alguna forma y en otro registro totalmente distinto lo hacían la formidable Buena vida delivery (Leonardo di Cesare, 2004) o Cama adentro (Jorge Gaggero, 2004)

Y algo de esa fuerza vital de Víctor -quizás impulsada por la necesidad de escalar en lo social- que lo lleva a querer tener una ventana como tiene su vecino, o a levantarse a una chica del mismo nivel social que su vecino, o a diferenciarse de "la negrada" del bar de la esquina, o a juguetear de manera ambigua con la hija de Leonardo a través de un pequeño teatrito de objetos disímiles (un par de dedos, unas fetas de lomito, una banana cortada por la mitad), quizás tenga su origen en la misma brecha de clases que en principio los separa.

Y decimos quizás porque el film está narrado desde el punto de vista de Leonardo, punto de vista con el que los realizadores del film (Gastón Duprat, Mariano Cohn, los mismos de El artista) parecen identificarse, por más autocríticos que se muestren. Vamos, si me apuran un poco llego a decir que el acto final de Víctor parece una forma de corrección política para redondear un personaje al que se teme o desconoce. ¿Vieron qué "cooles" que somos?

Así y todo, El hombre de al lado es un film con más merecimientos que objeciones. Es de tránsito agradable -aunque a veces el personaje de Leo termine siendo sumamente irritante para satisfacer la conciencia culposa de los realizadores- y mueve a la reflexión, lo que no es poco.