10/1/10

Nashville

Recuerdo haberla visto por primera vez a principios de los años ´80 en la sala Lugones del Centro Cultural San Martín, a la que solía ir habitualmente. Estábamos en plena primavera alfonsinista, era una época de optimismo y plena de descubrimientos. Se había liberado la agobiante censura que había instaurado el gobierno dictatorial y todas las semanas se estrenaban en las salas comerciales films que habían estado demorados durante años: se podían ver La naranja mecánica, el Último tango y el Novecento de Bertolucci, y multitud de filmes en su metraje original, sin los cortes que los censores les habían infligido. Fue una época dorada para la cultura cinéfila, sólo comparable con el advenimiento masivo de la videocasetera, unos seis o siete años más tarde.
De Robert Altman ya había visto en un cine de barrio MASH, el gran éxito de taquilla de su carrera, con 18 años recién cumplidos y en doble programa con otra joya del cine de los 70, Cabaret (Bob Fosse, 1972). Pero MASH no me había llamado tanto la atención como lo hizo Nashville. ¿Qué tiene este film de 1975 que todavía me fascina? Durante años atesoré una copia imposible - doblada al español, formateada en pan/scan, sin ningún tipo de subtítulos para las canciones- que pasaron en un canal de televisión. En cuanto pude me compré el dvd zona 1 que venía sin subtítulos en español, pero con un comentario de Altman y subtítulos para sordos -en inglés. Fue el primer dvd zona 1 que me compré y fue una de mis mejores inversiones, ya que podía volver a apreciar el film en su formato widescreen. Siendo un film tan localista y minoritario, difícilmente se edite en la Argentina, aunque haya competido por el Oscar a la mejor película en su momento.
Hoy día, Altman es uno de mis directores favoritos, y Nashville, la joya de su corona. Para algunos críticos es el film estadounidense más importante de esa década. Para mí es un festín inagotable ya que aúna el entretenimiento con la curiosidad intelectual y la emoción. Nunca me canso de verlo. Nashville es un extraño coctel que mezcla el género musical con el film político, sigue el desarrollo azaroso de 24 personajes y documenta lo que era esa ciudad a mediados de la década del 70, la capital de la música country, lo que para nosotros sería Cosquín, con su gravitación para el folklore. Pero, por encima de todo, Nashville es una gran sátira, que observa a sus personajes a veces corrosivamente, otras veces piadosamente. Altman dijo: "Es una metáfora sobre los Estados Unidos"

A Altman le ofrecieron un proyecto cuya estrella sería el cantante country John Denver. Era un proyecto comercial, y el director necesitaba el dinero porque si bien desde MASH había hecho media docena de films (El volar es para los pájaros, Del mismo barro, Imágenes, El largo adiós, Los delincuentes, Racha de suerte), todos habían sido alabados por la crítica pero un desastre en la taquilla. Altman mandó a su guionista, Joan Tewkesbury, a que tomara notas sobre la ciudad y su pulso, y escribiera una historia con muchos personajes en base a lo que había observado. Tewkesbury pasó dos semanas en Nashville, tomando apuntes, explorando tabernas, conectándose con cantantes, y desarrolló un guión que sirvió de marco para lo que más tarde sería el film. El proyecto con Denver se cayó y Altman tomó el guión, consiguió financiación -dos millones de dólares de un productor novato- y comenzó a reunir a los actores, varios que ya habían trabajado con él (Bert Remsen, Keith Carradine, Shelley Duvall, Michael Murphy) y otros nuevos (Barbara Harris, Karen Black, Lily Tomlin). El guión era sólo una referencia; como un work in progress fue mutando y sumando nuevas situaciones y personajes, a medida que la filmación se iba desarrollando a lo largo de dos meses. Mientras, Robert Nixon renunciaba a la presidencia como consecuencia del escándalo Watergate, y se acercaba el festejo por el Bicentenario de la Nación del norte.
Nashville es un musical porque contiene más de 30 minutos de canciones interpretadas en imagen por distintos artistas. Hay registros en directo de interpretaciones en el Grand Ole Opry (un teatro donde suelen presentarse las máximas estrellas del country), en tabernas, en iglesias, en estudios de grabación, etc. Como las canciones fueron escritas -en su mayoría- por los mismos actores que las interpretan, generalmente hablan de y describen a sus personajes. Las canciones que suele interpretar Barbara Jean (Ronee Blakely) -una parodia de la estrella country Loretta Lynn, cuya biografía cinematográfica es La hija del minero (Michael Apted, 1980)- hablan del entorno campesino en que creció. Las de Haven Hamilton (Henry Gibson, una parodia del cantate Roy Acuff), tienen un tinte paternalista y patriótico. También hay rasgos del género en la situación por la que una advenediza (Barbara Harris, en el rol de Albuquerque) que busca su gran oportunidad la consigue cuando la gran Barbara Jean es barrida del escenario del Partenón, en la secuencia final. Por otro lado, Nashville es un film político porque a lo largo de su transcurso nos cuenta una campaña política -la del candidato populista Phillip Hall Walker- a través de sus dichos -hay grandes tramos del film en que se escuchan omnipresentemente- y de la campaña publicitaria constante, ya sea a través de afiches, intervenciones televisivas o radiales. Una de las derivaciones de esta campaña son los intentos que realiza el operador John Triplette (Michael Murphy) y su contacto local Delbert Reese (Ned Beatty) de atraer a las distintas estrellas del country para que actúen en el gran show que tendrá lugar en el Partenón de Nashville bajo los auspicios del candidato político. También es un film político porque su clímax contiene un magnicidio -el de la máxima estrella Barbara Jean- que recuerda de distintas maneras al de John Fitzgerald Kennedy ("Esto no es Dallas -dice Haven Hamilton- es Nashville") y porque muestra el estado de falta de compromiso político de los personajes que acuden al llamado de los políticos en virtud de los beneficios que éstos les pueden dar.
Nashville también es un documental no sólo porque está filmado en locaciones reales sino porque uno de sus personajes, la inglesa Opal (excepcional Geraldine Chaplin), que dice ser periodista de la BBC (British Broadcastin Company, que es algo muy distinto a la British Broadcasting Corporation), toma apuntes en su grabador sobre casi todo lo que ve, convirtiéndose en una parodia de la guionista (y sus dos meses de estancia en Nashville para conformar el guión) y en un Virgilio, que nos guía equívocamente a lo largo de los distintos ámbitos con ojos "extranjeros". Véase sus monólogos sobre el cementerio de autos y sobre el depósito de autobuses escolares, expresado con la técnica del fluir de la conciencia. También el film documenta lateralmente un momento de la historia estadounidense donde la desconfianza en la política, la gran crisis de valores debido a la inflación y a la traumática intervención en Vietnam, y el cambio en las relaciones entre los géneros debido a la revolución sexual, contaminan las interacciones entre los personajes.
Narrativamente es un film prodigioso y portentoso. Si bien estructuralmente ofrece lo mismo que Grand Hotel (Edmund Goulding, 1932) con un grupo de personajes interactuando en un ámbito determinado -en este caso una ciudad, en aquél un hotel-, Altman establece relaciones a través del montaje y la edición de sonido que hace que los encuentros y las situaciones parezcan azarosos, y los lazos estructurales parezcan laxos. Digo "parezcan" porque el film establece una ilusión de libertad que queda momentáneamente entre paréntesis cuando nos damos cuenta que todo apunta hacia el gran clímax (el magnicidio), un escenario dramático donde confluyen todos los personajes del film y donde se establece el gran nudo -inextricable- entre el mundo del espectáculo y el mundo de la política (anticipando la muerte de John Lennon y el triunfo de un actor -Ronald Reagan- como presidente de los Estados Unidos).
Como sátira el film muestra que el ambiente del espectáculo está estratificado; la realeza -Barbara Jean y Haven Hamilton, figuras paternas-, una segunda fila integrada por satélites de aquellos -Connie White (eterno reemplazo de Barbara Jean), Tommy Brown (el negro blanco que las multitudes pueden digerir), los que quieren acceder (el trío Tom, Bill y Mary, que provienen del rock y de Nueva York; y Albuquerque y Sueleen Gay, quienes desde lo más bajo de la escala social tendrán sus oportunidades, una basada en el talento y la otra en su cuerpo); y en el peldaño inferior, los fans (Suellen Gay entre ellos, y el cabo que pasea su uniforme militar siguiéndole el rastro a su admirada Barbara Jean). Desde el ámbito político, el que muchos de los personajes se declaren apolíticos da pie para que sean víctimas de las manipulaciones más arteras. Uno de los temas musicales del film dice: "podrás decir que no soy libre pero eso no me preocupa".
La sátira tiñe las conductas de los personajes: la superestrella femenina es "manejada" por su marido, que a la vez que es su representante y se dirige a ella como si fuera una niña. Haven Hamilton, que en sus canciones predica los valores familiares, se pasea por todos los ámbitos con su amante -Lady Pearl- y su hijo (Bud), mientras su esposa está de vacaciones por Europa. El ama de casa Linnea Reese, la única integrante blanca de un coro religioso integrado por negros, casada con un hombre despreciable que ni siquiera hace intentos por comunicarse con sus hijos sordos, será quien tenga una aventura con el deseado Tom, el cantante que acumula conquistas amorosas como quien colecciona marquillas de cigarrillos. La chica de Los Ángeles (Shelley Duvall) que viene a visitar a su tía enferma y ni siquiera es capaz de estar un minuto junto a ella porque está ocupada en cambiar de atuendo y de amante. Suellen Gay, la fanática ferviente de Barbara Jean, que desea emularla y cree tener el talento para hacerlo y desemboca en situaciones extremadamente humillantes debido a su alto grado de alienación. Albuquerque, la mujer que vive escapando de su marido para tener una oportunidad en el escenario y demostrar cuánto vale mientras él está siempre acechándole los talones. La periodista extranjera, capaz de hablar en francés pero incapaz de desprenderse de sus prejuicios y su miopía, incapaz de ocultar su horror cuando Linnea Reese le dice que sus hijos son sordos o cuando le echa en cara la diferencia de clase al chofer que acompaña al trío roquero, que intentara un avance.
Y si bien Altman tiene mucho de misántropo, también en su cosmovisión ingresan ejemplos valederos, como la solidaridad entre los perdedores -la relación entre Suellen Gay y su compañero de trabajo negro, que la rescata de las garras de Delbert Reese en su momento de mayor vulnerabilidad. La enseñanza que la madre de los chicos sordos le da a Tom (un sordomudo emocional) del lenguaje de signos, que hará que ella no sea para él una conquista más y la relación entre ellos tome un cariz más humano. O la sincera emoción que embarga a Lady Pearl cuando recuerda sus colaboraciones en las campañas de los hermanos Kennedy. Aún el egocéntrico Haven Hamilton tiene algo bueno para exhibir: tras el momento de violencia más extremo, se hace cargo del abatimiento y la confusión de los espectadores y le da un espacio a Albuquerque para que el show pueda seguir. Pero es cierto, prevalecen en el balance los personajes alienados, tabicados en sí mismos, que apenas establecen relaciones con los demás que no sea de uso y sometimiento en pos de seguir sus instintos más básicos. ¿Qué decir si no del joven Kenny Fraiser (David Hayward), sometido por su madre y que termina descargando su ira hacia esa gran figura blanca que es Barbara Jean? A diferencia del Norman Bates de Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960) no es la sexualidad reprimida la que dispara el gatillo, sino que Barbara Jean sea un ícono de lo estadounidense en su forma más pura. Mientras canta Barbara Jean, Altman inserta el punto de vista del asesino: una bandera que ocupa toda la pantalla. Barbara Jean es la bandera, es los Estados Unidos. Contra ese ícono hay que descargar tanta ira, sobre la idealización del pasado que destilan las canciones, una idealización inalcanzable para estas pobres criaturas perdidas del presente.

Nashville es una gran experiencia visual y auditiva. Altman es un director moderno, que reescribe las convenciones del cine clásico: en un encuadre suyo puede haber más de un punto de interés para el espectador. Los mismo desde lo auditivo (se desarrolló un sistema de sonido de 16 pistas que permite la superposición de diálogos, permitiéndole cambiar el foco entre uno que está en primer plano a otro que se desarrolla más atrás en la imagen). Las panorámicas constantes demuestran que el escenario no se termina, que sigue más allá de los límites del encuadre.
Le agrega al género musical una dimensión política -en ciernes hasta entonces, sólo Cabaret se había permitido tal cosa-, no sólo por la tematización de la campaña política, sino también en lo que hace a la construcción de un mito y a la relación entre estrella y fan. En el film aparecen "casualmente" dos estrellas de cine que trabajaron en films previos del director, Elliot Gould y Julie Christie, que se interpretan a sí mismos, provocando relaciones de envidia o burla entre los miembros de la corte de Nashville que se sienten -indisimulablemente- inferiores, indiferentes o extremadadamente halagadores según en presencia de qué personaje se encuentren.
Nashville ha influenciado dos films de Paul Thomas Anderson, Juegos de placer (Boogie Nights, 1997) y Magnolia (1999), con sus estructuras corales, aunque lejano está este joven director independiente de lograr o buscar la apariencia de libertad que logra Altman en su film. Las narraciones de Anderson están férreamente pautadas y su rigor formal lo emparenta más con Martin Scorsese que con Altman. Nashville también es un antecedente de lo que el mismo Altman nos depará en Un matrimonio (A Wedding, 1978), Las reglas del juego (The Player, 1992), Ciudad de Ángeles (Short Cuts, 1993) y Gosford Park, crimen a medianoche (2001), para hablar de los casos más logrados, en los que toma una situación o un ámbito para que una multitud de personajes interactúen.
Pero por encima de todo, cabe decir que Nashville es una gran comedia, un gran caos que se reorganiza tras el clímax, cuando los marginados toman el centro de la escena. Tras esto, a Altman no le queda mucho que decir y eleva su cámara al cielo. Altman no busca a Dios pero sí designar un espacio más vasto y omnicomprensivo para despegarse de ese microcosmos de criaturas que luchan instintivamente por su lugar en el mundo. Curiosamente, Nashville ese año compitió por el Oscar a la mejor película con nada menos que Barry Lyndon, de Stanley Kubrick, otra gran "comedia" que tras historiar las aventuras y desventuras de un advenedizo por la Europa del siglo XVIII, terminaba con el narrador afirmando: "Fue durante el reinado de Jorge III cuando los antedichos personajes vivieron y disputaron; buenos o malos, hermosos o feos, pobres o ricos, todos son iguales ahora". Mejor epílogo no podría haber suscripto Robert Altman.