El 4 de marzo se entregarán los Oscars correspondientes a
la producción cinematográfica del año pasado. Premio de la industria otorgado
por sus integrantes, rara vez logra que coincidan las pretensiones de sus
miembros con lo más atractivo desde el punto de vista estético. Baste decir que
ni Alfred Hitchcock ni Stanley Kubrick ni Robert Altman, para nombrar talentos
que han realizado grandes aportes al cine como arte, ganaron uno como
directores.
De los buenos films que integran la categoría mejor
película, ya hemos comentado ¡Huye! (Get Out!, de Jordan Peele), donde bajo
el formato del cine de horror se entrevera una aguda sátira social. También la
sensualista Llámame por tu nombre, de
Luca Guadagnino, una historia de amor gay donde se pone en paralelo esa
elección de objeto sexual minoritaria con los frutos de la tierra. Tres
anuncios por un crimen, la grotesca incursión del inglés Martin McDonaugh en el
gótico sureño para resaltar la impunidad de un crimen y las acciones
desmesuradas de una madre para que no se lo olvide.
También hablamos de la sobrevalorada Dunkerque, donde otra vez, Christopher Nolan intenta hacernos creer
que es un gran director, transformando un hecho histórico en un episodio de
serie televisiva de los años 60, eso sí, con un nivel de producción
mastodóntico.
Ahora le toca el turno a La forma del agua, una nueva versión del mito de la bella y la
bestia, pasado por el tamiz de El
monstruo de la laguna negra (Jack Arnold, 1954), la patética Amelie (Jean-Pierre Jeunet, 2001) y toda
una serie de influencias que se haría muy tedioso de mencionar. Su director, el
mexicano Guillermo del Toro, es esencialmente un cinéfilo puesto a jugar con
soldaditos o monstruitos que salen millones de dólares. A veces conecta con la
audiencia (El laberinto del fauno,
2006), a veces no. Aquí lo tiene todo para hacerlo, una producción con los
mejores talentos disponibles en cada rubro, y los mejores actores que se puedan
desear: tanto la admirable Sally Hawkins (Happy-go
Lucky, Blue Jasmine), como
Richard Jenkins (Six feet under, El visitante), se lucen, al igual que
Michael Shannon, Octavia Spencer, pero el romance entre la mudita empleada de
limpieza de una base militar y una criatura anfibia encerrada en ella se torna
–de a ratos- un pantano en el que se suceden discursitos a favor de las
minorías, números musicales, ampulosas salas de cine en decadencia,
persecuciones… Se hace muy cuesta arriba llegar al desenlace, debido a que la
superposición de tonos y atmósferas se hace abrumadora. Antes que este pottage indigerible, preferimos a del
Toro haciendo Cronos (1993) o El espinazo del diablo (2001),
territorios en los que parecía estar a sus anchas y más acordes a sus ambiciones
que esta desmesura.
Si hablamos de un director de estatura mayor, hablamos de
Steven Spielberg. The Post: los oscuros
secretos del Pentágono no es lo mejor que ha realizado, pero muestra sus
virtudes de narrador para vehiculizar chorradas de data sin confundir al
espectador. Película favorita de los periodistas, ya que los ensalza en
proporciones cercanas a las de los dioses del Olimpo –cuando sabemos que
mayormente son héroes con pies de barro-, narra un hecho de la historia
estadounidense en que la libertad de prensa fue amenazada por el gobierno de
Richard Nixon. Meryl Streep ensaya un tono de voz distinto como la dueña del
Washington Post, Kay Graham, y Tom Hanks luce más competitivo y menos bonachón
que lo habitual, pero este Spielberg que hace política de entrecasa no es el
que preferimos. Al igual que Hitchcock cuando realizara Topaz (uno de los puntos más bajos de su filmografía), el envío de
mensajes mejor dejárselo a la Western Union.
El punto más bajo en la escalera de las nominadas lo
constituye Las horas más oscuras (Darkest
Hour), una biografía sobre Winston Churchill que lleva la firma del inglés
Joe Wright, del que hemos padecido –entre otras- Expiación, deseo y pecado
(2007) y versiones taquigráficas de Orgullo
y prejuicio (2005) y Anna Karenina
(2012). El relato abarca el segmento en que Churchill es nombrado Primer
Ministro y debe decidir si se rinde a las demandas del Tercer Reich o apela al
espíritu patriótico de la Bloody England
para defenderse de la amenaza. La decisión es adoptada tras un viaje en subte
que parece salido de Peter Pan, aunque la figura del prócer, tal como la
compone Gary Oldman, no es tan grácil. Tampoco tan creíble: Oldman no se parece
a Churchill y sobre su caracterización se sobreimprime el recuerdo de roles que
ha desempeñado anteriormente. Por otro lado, un relato que exige realismo se ve
entorpecido por decisiones de puesta en escena e iluminación que hace que, de a
ratos, parezca que estamos viendo Barry
Lyndon (algunas escenas ambientadas en la Cámara de los Comunes parecen
casi iluminadas por la luz de las velas) o Expreso
de medianoche (escenas en el bunker entre Churchill y su secretaria bañadas
en una luz lechosa que viene de no se sabe de dónde, como en la famosa escena
amorosa entre los presos de la cárcel turca). De más está decir que el ritmo
que le impone Wright a esta épica de un solo hombre es cansino y llegamos al
final apelando a la sangre, el sudor y las lágrimas. Como nota al pie, es
destacable el curioso el arco que traza en el tiempo la carrera de un gran
actor como lo es Oldman; de comenzar interpretando a figuras de la
contracultura como Syd Vicious (Syd & Nancy, 1986) y el dramaturgo
Joe Orton (Susurros en tus oídos,
1986), a llegar a ser firme candidato al Oscar por dar cuerpo a una de las figuras
más célebres y conservadoras del establishment
político de su país.
Por su parte, en Lady
Bird: vuela a casa, Greta Gerwig, a la que hemos visto en tanta película
independiente como actriz (Damsell in
Distress, Frances Ha, Mistress America), nos regala una fresca
narración sobre una adolescente que quiere distinguirse de todo lo que la rodea
en su Sacramento natal, a principios de este siglo. El guion, de la misma
Gerwig, consta de una serie de viñetas que van describiendo la tensa relación
de la muchacha con la madre (excelente Laurie Metcalf), el contexto de la clase
baja estadounidense donde el padre ha perdido el trabajo, la relación -en sus
idas y vueltas- con la amiga excedida de peso, los primeros romances con un
compañero del grupo de teatro escolar y un muchacho contestatario, hasta llegar
a una meta que se devela como una quimera.
El ritmo es trepidante, la sensibilidad de Gerwig en el
trazado de personajes y situaciones se amolda a las exigencias del material, y
la dirección de actores notable. Saoirse Ronan, que ya nos deslumbrara en la ya
mencionada Expiación y en Brooklyn (2015), merece su nominación para el premio
mayor, ya que nos hace ver las ambivalencias que recorren el accionar del
personaje con una naturalidad que jamás se asemeja a una pose.
El último de los films nominados al Oscar lleva la firma
de un gran creador, Paul Thomas Anderson, responsable de Boogie Nights, Magnolia, Petróleo sangriento y The Master. Se trata de El hilo invisible (Phantom Thread), un relato ambientado en la Inglaterra de la década
de 1950, sobre un modisto (Daniel Day Lewis, siempre a la altura de las
exigencias) obsesivo que necesita un par de comparsas femeninas que reaviven el
vínculo que lo unió a su madre. Una de ellas es perenne, Cyril, la mano derecha
del profesional (interpretada impecablemente por Lesley Manville, a la que
conocemos de varias películas de Mike Leigh). La otra (Vicky Krieps, tan
sensible en su labor como una joven Meryl Streep) podría ser una más en una
larga sucesión de acompañantes si no fuera porque median algunos hechizos y
manipulaciones. Las relaciones de poder en los vínculos afectivos es uno de los
temas del director, y aquí le añade más de un toque hitchcockiano, siendo Rebeca, una mujer inolvidable (1940) y Vértigo (1958), referencias ineludibles,
al igual que The Passionate Friends
(David Lean, 1949).
La puesta en escena roza lo sublime, con un cuidado por
los detalles obsesivo que denota la filiación kubrickiana de Anderson; la
música –omnipresente- más de una vez es utilizada de manera expresionista, para
hacer audibles los estados interiores de los personajes. Daniel Day Lewis
ofrece la que podría ser su última aparición en la pantalla grande, moldeada en
base al personaje que interpretaba Anton Walbrook en Las zapatillas rojas (Michael Powell, Emeric Pressburger, 1948);
aunque aquí el demiurgo termine sometido a los designios de la hechicera.
Quizás el mejor film de todos los nominados, es muy difícil que El hilo invisible gane todos los trofeos
que amerita.
Publicado en Regia Magazine, 19 de febrero de 2018