29/7/19

La forma del agua y los Oscars


El 4 de marzo se entregarán los Oscars correspondientes a la producción cinematográfica del año pasado. Premio de la industria otorgado por sus integrantes, rara vez logra que coincidan las pretensiones de sus miembros con lo más atractivo desde el punto de vista estético. Baste decir que ni Alfred Hitchcock ni Stanley Kubrick ni Robert Altman, para nombrar talentos que han realizado grandes aportes al cine como arte, ganaron uno como directores.




De los buenos films que integran la categoría mejor película, ya hemos comentado ¡Huye! (Get Out!, de Jordan Peele), donde bajo el formato del cine de horror se entrevera una aguda sátira social. También la sensualista Llámame por tu nombre, de Luca Guadagnino, una historia de amor gay donde se pone en paralelo esa elección de objeto sexual minoritaria con los frutos de la tierra. Tres anuncios por un crimen, la grotesca incursión del inglés Martin McDonaugh en el gótico sureño para resaltar la impunidad de un crimen y las acciones desmesuradas de una madre para que no se lo olvide.

También hablamos de la sobrevalorada Dunkerque, donde otra vez, Christopher Nolan intenta hacernos creer que es un gran director, transformando un hecho histórico en un episodio de serie televisiva de los años 60, eso sí, con un nivel de producción mastodóntico.

Ahora le toca el turno a La forma del agua, una nueva versión del mito de la bella y la bestia, pasado por el tamiz de El monstruo de la laguna negra (Jack Arnold, 1954), la patética Amelie (Jean-Pierre Jeunet, 2001) y toda una serie de influencias que se haría muy tedioso de mencionar. Su director, el mexicano Guillermo del Toro, es esencialmente un cinéfilo puesto a jugar con soldaditos o monstruitos que salen millones de dólares. A veces conecta con la audiencia (El laberinto del fauno, 2006), a veces no. Aquí lo tiene todo para hacerlo, una producción con los mejores talentos disponibles en cada rubro, y los mejores actores que se puedan desear: tanto la admirable Sally Hawkins (Happy-go Lucky, Blue Jasmine), como Richard Jenkins (Six feet under, El visitante), se lucen, al igual que Michael Shannon, Octavia Spencer, pero el romance entre la mudita empleada de limpieza de una base militar y una criatura anfibia encerrada en ella se torna –de a ratos- un pantano en el que se suceden discursitos a favor de las minorías, números musicales, ampulosas salas de cine en decadencia, persecuciones… Se hace muy cuesta arriba llegar al desenlace, debido a que la superposición de tonos y atmósferas se hace abrumadora. Antes que este pottage indigerible, preferimos a del Toro haciendo Cronos (1993) o El espinazo del diablo (2001), territorios en los que parecía estar a sus anchas y más acordes a sus ambiciones que esta desmesura.


Si hablamos de un director de estatura mayor, hablamos de Steven Spielberg. The Post: los oscuros secretos del Pentágono no es lo mejor que ha realizado, pero muestra sus virtudes de narrador para vehiculizar chorradas de data sin confundir al espectador. Película favorita de los periodistas, ya que los ensalza en proporciones cercanas a las de los dioses del Olimpo –cuando sabemos que mayormente son héroes con pies de barro-, narra un hecho de la historia estadounidense en que la libertad de prensa fue amenazada por el gobierno de Richard Nixon. Meryl Streep ensaya un tono de voz distinto como la dueña del Washington Post, Kay Graham, y Tom Hanks luce más competitivo y menos bonachón que lo habitual, pero este Spielberg que hace política de entrecasa no es el que preferimos. Al igual que Hitchcock cuando realizara Topaz (uno de los puntos más bajos de su filmografía), el envío de mensajes mejor dejárselo a la Western Union.


El punto más bajo en la escalera de las nominadas lo constituye Las horas más oscuras (Darkest Hour), una biografía sobre Winston Churchill que lleva la firma del inglés Joe Wright, del que hemos padecido –entre otras- Expiación, deseo y pecado (2007) y versiones taquigráficas de Orgullo y prejuicio (2005) y Anna Karenina (2012). El relato abarca el segmento en que Churchill es nombrado Primer Ministro y debe decidir si se rinde a las demandas del Tercer Reich o apela al espíritu patriótico de la Bloody England para defenderse de la amenaza. La decisión es adoptada tras un viaje en subte que parece salido de Peter Pan, aunque la figura del prócer, tal como la compone Gary Oldman, no es tan grácil. Tampoco tan creíble: Oldman no se parece a Churchill y sobre su caracterización se sobreimprime el recuerdo de roles que ha desempeñado anteriormente. Por otro lado, un relato que exige realismo se ve entorpecido por decisiones de puesta en escena e iluminación que hace que, de a ratos, parezca que estamos viendo Barry Lyndon (algunas escenas ambientadas en la Cámara de los Comunes parecen casi iluminadas por la luz de las velas) o Expreso de medianoche (escenas en el bunker entre Churchill y su secretaria bañadas en una luz lechosa que viene de no se sabe de dónde, como en la famosa escena amorosa entre los presos de la cárcel turca). De más está decir que el ritmo que le impone Wright a esta épica de un solo hombre es cansino y llegamos al final apelando a la sangre, el sudor y las lágrimas. Como nota al pie, es destacable el curioso el arco que traza en el tiempo la carrera de un gran actor como lo es Oldman; de comenzar interpretando a figuras de la contracultura como Syd Vicious (Syd & Nancy, 1986) y el dramaturgo Joe Orton (Susurros en tus oídos, 1986), a llegar a ser firme candidato al Oscar por dar cuerpo a una de las figuras más célebres y conservadoras del establishment político de su país.


Por su parte, en Lady Bird: vuela a casa, Greta Gerwig, a la que hemos visto en tanta película independiente como actriz (Damsell in Distress, Frances Ha, Mistress America), nos regala una fresca narración sobre una adolescente que quiere distinguirse de todo lo que la rodea en su Sacramento natal, a principios de este siglo. El guion, de la misma Gerwig, consta de una serie de viñetas que van describiendo la tensa relación de la muchacha con la madre (excelente Laurie Metcalf), el contexto de la clase baja estadounidense donde el padre ha perdido el trabajo, la relación -en sus idas y vueltas- con la amiga excedida de peso, los primeros romances con un compañero del grupo de teatro escolar y un muchacho contestatario, hasta llegar a una meta que se devela como una quimera.


El ritmo es trepidante, la sensibilidad de Gerwig en el trazado de personajes y situaciones se amolda a las exigencias del material, y la dirección de actores notable. Saoirse Ronan, que ya nos deslumbrara en la ya mencionada Expiación y en Brooklyn (2015), merece su nominación para el premio mayor, ya que nos hace ver las ambivalencias que recorren el accionar del personaje con una naturalidad que jamás se asemeja a una pose.


El último de los films nominados al Oscar lleva la firma de un gran creador, Paul Thomas Anderson, responsable de Boogie Nights, Magnolia, Petróleo sangriento y The Master. Se trata de El hilo invisible (Phantom Thread), un relato ambientado en la Inglaterra de la década de 1950, sobre un modisto (Daniel Day Lewis, siempre a la altura de las exigencias) obsesivo que necesita un par de comparsas femeninas que reaviven el vínculo que lo unió a su madre. Una de ellas es perenne, Cyril, la mano derecha del profesional (interpretada impecablemente por Lesley Manville, a la que conocemos de varias películas de Mike Leigh). La otra (Vicky Krieps, tan sensible en su labor como una joven Meryl Streep) podría ser una más en una larga sucesión de acompañantes si no fuera porque median algunos hechizos y manipulaciones. Las relaciones de poder en los vínculos afectivos es uno de los temas del director, y aquí le añade más de un toque hitchcockiano, siendo Rebeca, una mujer inolvidable (1940) y Vértigo (1958), referencias ineludibles, al igual que The Passionate Friends (David Lean, 1949).

La puesta en escena roza lo sublime, con un cuidado por los detalles obsesivo que denota la filiación kubrickiana de Anderson; la música –omnipresente- más de una vez es utilizada de manera expresionista, para hacer audibles los estados interiores de los personajes. Daniel Day Lewis ofrece la que podría ser su última aparición en la pantalla grande, moldeada en base al personaje que interpretaba Anton Walbrook en Las zapatillas rojas (Michael Powell, Emeric Pressburger, 1948); aunque aquí el demiurgo termine sometido a los designios de la hechicera. Quizás el mejor film de todos los nominados, es muy difícil que El hilo invisible gane todos los trofeos que amerita.

Publicado en Regia Magazine, 19 de febrero de 2018

Tres anuncios por un crimen, de Martin McDonagh







Una mujer se dirige a la agencia de publicidad local para contratar tres carteles en la ruta que servirán para recordarle a la policía el brutal crimen de su hija, que sigue impune: tras una discusión con ella, la muchacha se fue de la casa y, después de ser golpeada y quemada viva, fue violada. Cuando llega, encuentra al dueño de la agencia leyendo “Un hombre bueno es difícil de encontrar”, una compilación de cuentos de la escritora estadounidense Flannery O´Connor. El dato es importante porque sirve para encuadrar el relato de Tres anuncios por un crimen en una tradición literaria, la del gótico sureño, con la apelación al grotesco como rasgo sobresaliente, en cuyo caso no es un adorno sino una contribución temática a la narrativa.

Más que un thriller o un western, se trata de una comedia negra, con situaciones que, de tan horrorosas provocan risa, una risa nerviosa. El relato se halla brotado con personajes con cierto retraso madurativo, policías que pasan por duros viviendo con madres que parecen señores, heroínas donde lo femenino en la apariencia es un recuerdo, suicidas, enanos física y espiritualmente; y se reparten humillaciones para casi todas las minorías existentes en el pueblo de Ebbing, en el estado de Missouri . En el caso de O´Connor, el grotesco no se quedaba en el mero catálogo de deformaciones físicas, sino que se buscaba retratar un mundo donde imperaba la fealdad moral, un infierno que hallaría un relevo en el paraíso.


De ascendencia irlandesa, O´Connor era católica, y sus relatos y novelas, deliciosamente irónicos, conllevan el horror de la responsabilidad, el juicio y la carga de lo moral, un conjunto de valores que trascienden al individuo y lo dignifican en sus demandas. En el film escrito y dirigido por Martin McDonagh, inglés de nacimiento pero de la misma ascendencia que la autora, las deformidades y aberraciones de personajes y situaciones existen dentro de un ideal que es misterioso pero que es actual y realizable.

El guion ofrece una catarata de situaciones excesivas que se suceden sorprendiendo al espectador. Las actuaciones de los tres protagonistas rozan lo excelso, con una Frances McDormand que supera lo realizado en Fargo y en la miniserie Olive Kitteridge. Woody Harrelson es un buen intérprete, pero aquí es utilizado dentro de un rango que le permite expresar el mayor cinismo y la más humana conmiseración por los que lo rodean. Sam Rockwell encarna a un policía aturdido –no sólo por escuchar a Abba en sus auriculares, también por sus propios conflictos interiores- que terminará acompañando a la protagonista en la concreción –o no- de justicia.

Curiosamente, la mayor encarnación del mal de paso por el pueblo, un soldado que podría ser responsable de las mayores abyecciones, posee la apariencia más atractiva entre los hombres de la película.

Film de personajes profundamente dañados pero que no pierden la esperanza de obtener algo mejor que lo que les ha tocado en el reparto de la vida, ofrece detalles que alcanzan mayor significación en una segunda visión. Por ejemplo, las niñas del jefe de policía local –símbolo de la pureza y de la inocencia- también trasgreden las normas impuestas por su padre, mientras él gratifica a la madre en unos pastizales. Un largo plano secuencia poblado de obstáculos y desafíos para la cámara, ilustra la paliza que un policía homofóbico le da al dueño de la agencia publicitaria.


Si bien había llamado la atención con En Brujas y en Siete psicópatas, el realizador y autor McDonagh se vuelve un nombre importante tras este film, recordando en mucho a lo que solía lograr el gigantesco John Huston en sus mejores realizaciones. Con sólo aplicarse un poco más en la búsqueda de un estilo visual que lo particularice, podrá llegar a ser uno de los grandes nombres del cine actual. Talento le sobra.

Publicado en Regia Magazine, enero 24 de 2018

The Big Sick/The Meyerowicz





Dos buenas comedias, una romántica y otra de reconciliación. Ambas involucran un personaje protagónico que se enferma gravemente pero, sí, nos hacen reír, una de manera más dulce, la otra más amarga.
En la primera, basada en una historia real, el cómico standapero Kumail Nanjiani (que se protagoniza a sí mismo), de origen pakistaní, traba relación con la blonda graduada en psicología Emily Gardner (la simpática Zoe Kazan). El romance crece pero hay una diferencia cultural que parece insoslayable: si el muchacho se casa con alguien que no pertenece a su cultura queda excluido de la familia, todos ellos viviendo en Chicago. Ante la elección incorrecta de Kumail, Emily cae gravemente enferma. A partir de allí, el pakistaní debe interactuar con los padres de la muchacha (la notable Holly Hunter y el bonachón Ray Romano), que no le guardan simpatía.

El film es lo suficientemente gracioso y puede enrolarse en la corriente de los dirigidos por Judd Apatow (más cercano a Bienvenido a los 40 que a Ligeramente embarazada), aunque mucho más liviano en el tono de sus groserías y más comprometido políticamente. Hay chistes sobre las minorías que no son políticamente correctos, pero el film ancla su posición cuando el personaje de Hunter sale a defender a Kumail ante la brutal agresión verbal de un asistente a su espectáculo de stand up. Llegamos al esperado final feliz con el pulso firme del director Michael Showalter, del que recordáramos Mi nombre es Doris, con la agradable Sally Field.


Muy distinto es el tono de The Meyerowitz; el director es Noah Baumbach, uno de los miembros de la intelligentsia del cine independiente estadounidense, a quien le debemos Historias de familia, Margot y la boda y Frances Ha, entre otras. La narración gira en torno a una familia disfuncional, cuyo patriarca (el gran Dustin Hoffman) fue un escultor que pudo estar a la altura de los grandes pero terminó en la docencia, muy despreocupado en el manejo de sus afectos, lo que lo ha llevado a casi recluirse con una mujer excéntrica (maravillosa composición de Emma Thompson) que, a su manera, lo cuida. El anciano que vive de quijotescas ilusiones, enferma, y ahí se produce el reencuentro de los tres hijos, enemistados uno con otro los dos varones (Adam Sandler y Ben Stiller), y distante la hermana,  por las diferencias en el tratamiento dado por el progenitor a cada uno a lo largo de una vida de bochornos y carencia de recursos emocionales.



Baumbach es hábil en el retrato de situaciones cargadas de muda desesperación, tamizada por un humor sensible. Como el reencuentro entre el artista y el personaje de Ben Stiller, en un lugar muy exclusivo del que se deben ir por las extravagancias paranoicas del padre, estímulos que llevan a engancharse al hijo con experiencias que –adivinamos- han transitado miles de veces. O los videos de la nieta que estudia cine, llenos de abusos sexuales y situaciones violentas que, a la manera de una historieta, decantan las obsesiones de una familia con un humor naif.

El guion es excelente, lo mismo la dirección de actores. A destacar Adam Sandler, que se va develando un gran actor a medida que va dejando atrás esos productos industriales a las que nos tenía acostumbrados. Y decíamos comedia de reconciliación porque, hacia el final, los hijos pueden desprenderse de la sombra de ese padre que les ha hecho tanto mal y –amén de comprenderlo y perdonarlo- comenzar a andar sus propios caminos más liberados de equipaje.

Publicado en Regia Magazine, diciembre 18 de 2017

Una serena pasión, de Terence Davies


Cuando nos vamos nunca sabemos que nos vamos.
Hacemos que cerramos la puerta y el destino
– a nuestra espalda- echa el cerrojo.
No volveremos ya.
Emily Dickinson



¿Recuerdan aquella cosa llamada “poesía”, que solían enseñar en las clases de literatura y asociábamos con corazones inflamados expresando versos de amor? Meros juegos de palabras dirigidos a la amada o el amado, a la Patria, al Señor, que podían producir magia en los corazones e intelectos sensibles, iluminando paisajes espirituales de amaneceres diáfanos y noches oscuras insondables.

La poesía ocupa poco espacio hoy en nuestras vidas, también en los anaqueles de las librerías, en el argot diario. Quizás haya alguien escribiendo poemas por wasap, váyase a saber. Por suerte, tenemos el cine que, de vez en cuando, en función arqueológica, nos recuerda momentos en que la poesía era central en la vida de los seres humanos, antes que esa centralidad fuera ocupada por los celulares, las lebacs y las papas fritas.


En los últimos tiempos se han producido varias películas sobre la vida de poetas y, en algunos casos, su poesía. Pocas se estrenan en nuestras pantallas. Una serena pasión es una excepción: hay que agradecerle seriamente a su distribuidor, que sabía que no hacía buen negocio pero que regalaba una verdadera obra de arte a los happy few. Para aquellos a los que le interese la conjunción de cine y poesía tienen para ver Howl (2010), donde el versátil James Franco interpreta a Allen Ginsberg en el período de la confección y el escándalo posterior de su famoso grito beat. Paterson (2016), donde Jim Jarmusch sigue los recorridos de un conductor de autobús que transpira la los versos de lo cotidiano con toques naifs, con el pulso firme de Adam Driver. La dolorosa Sylvia (2003), donde Gwyneth Paltrow y Daniel Craig se pierden en los intrincados laberintos de la relación entre Sylvia Plath y su esposo Ted Hughes. Más atrás, uno puede bucear en la red y toparse con Tom y Viv (1993), donde Willem Dafoe y la excelsa Miranda Richardson encarnan el siniestro matrimonio conformado por T.S. Eliot y Vivienne Haigh-Wood. Si uno tiene poco tiempo, las mejores son Bright Star (2009), donde la gran directora neozelandesa Jane Campion alumbra la tierna y malhadada relación entre John Keats y Fanny Brawne; y la que nos ocupa, sobre la vida de Emily Dickinson, dirigida por –para muchos- el mejor director inglés contemporáneo, Terence Davies.

Dickinson (1830-1886) fue una de las grandes poetas del siglo XIX en Estados Unidos, pavimentando el camino a los grandes del siglo XX, con la modernidad de su métrica, la abstracción de sus imágenes. No fue profeta en su época por ser poco publicada y ser considerada excéntrica, una mujer que se adentraba en cotos reservados a los varones. La imagen convencional que se tiene de ella es la de una solterona vestida de blanco que, de pasearse por los prados de Amherst, Massachusetts, termina recluyéndose en su habitación. Pasados estos datos por el tamiz autoral de Davies, la poeta habita en Cynthia Nixon, conocida por ser la abogada del cuarteto de amigas de Sex and the City, capaz de proyectar la inteligencia, la amargura y la crueldad necesarias para dotar de voz y carne a semejante talento.

La primera parte del film es luminosa. Mediante una serie de escenas compuestas por tableaux exquisitos, con diálogos de un filo inusitado en la pantalla, vemos a la joven Emily (Emma Bell) enfrentándose a las autoridades de la Academia de Amherst, exasperando a una tía muy convencional a la que tanto aborrece como ama, escribiendo sus poesías por la noche con la venia de su padre, interpretado por el siempre cálido Keith Carradine, al que la vejez le ha sentado muy bien. (¡Recordar que era el cantante pop narcisista que seducía a todas las mujeres en Nashville de Robert Altman en 1975, compositor e intérprete del tema musical ganador del Oscar de ese año, I´m easy!)


Sí, la de Emily era una época en que las mujeres debían pedir permiso y someterse estrictamente a los criterios paternos y eclesiásticos, limitaciones a los que la poeta gustaba desafiar con su lengua y su pluma. Los intercambios con su amiga Vryling Buffam (Catherine Bailey), una protofeminista acomodaticia según la oportunidad, que aporta informaciones sobre la vida – la que la poeta observa desde la confortable y segura distancia del hogar familiar–, son un verdadero festín verbal.

La segunda parte del film, a medida que los amigos, los intereses amorosos, y los familiares se van alejando o falleciendo, se va convirtiendo lentamente en una ceremonia sacra, que demanda cierto estoicismo por parte de los espectadores, que ven como la poeta va descendiendo los escalones del sufrimiento vestida con una bata de lino blanco, rociada de amargura. A semejante caída en cámara lenta ya habíamos asistido en otros films del director, especialmente en otra de sus alquimias con material estadounidense, La casa de la alegría (2000), basada en la novela The House of Mirth de Edith Warthon. Allí, una mujer soltera educada para casarse, de una riqueza espiritual incalculable pero de escasos medios materiales –Gillian Anderson, la de The X Files– al no conseguir quien soportara su inteligencia y criterio, emprendía una caída vertiginosa hacia el más desolador de los pesares sin ninguna liana de donde sostenerse en medio de la aristocracia (¡ja!) neoyorquina de comienzos del siglo XX, regida sólo por el dinero y los más estrictos prejuicios.


“No le temas a la muerte” le aconseja aquella tía tan convencional como sabia antes de despedirse. Uno de los puntales de la poesía de Dickinson era la relación que entabla con la muerte. Emily trabará amistad y cortejará al final de todos los finales con su escritura; su yo poético aprenderá a posicionarse en un umbral que ya no es de este mundo. De hecho, en una fantasía que escenifica la llegada del amado, un hombre alto que viene a buscarla vestido de negro y sube la escalera hacia su habitación, Davies nos hará escuchar no sólo un maravilloso poema, sino también un tema musical que será el que se oirá cuando Emily se despida de este valle de lágrimas. La muerte será el hombre amado, tan esperado, tan sobrio, tan ilusionado. Pero por más ensayos que la doliente haga en el escritorio con la pluma, el último acto la encontrará poco preparada para su acogida. Davies no nos ahorrará pormenores de su agonía y su batalla antes de expirar.


El film puede parecer estático –aunque hay un par de movimientos de cámara extraordinarios; una panorámica de 360 grados en el que la cámara gira recogiendo detalles de una noche de lectura y contemplación familiar a la luz de las rudimentarias lámparas de la época; otro de los arrebatos de una apasionada pianista- pero la turbulencia emocional que provoca en el espectador que sintonice con su propuesta puede ser devastadora.

Para quienes deseen más dosis de resplandor y agonía, pueden agenciarse de Distant Voices, Still Lives (1988) y The Long Day Closes (1992), los films que se colocaron a Terence Davies en el destacado lugar que hoy ocupa en el mundo de los que hacen del cine un hecho estético. Allí, en una peculiar forma de autobiografía ficcionalizada, Davies repasa su infancia y adolescencia en los años de la década de 1950, entre las canciones de Hollywood y los abusos bestiales a los que el padre sometía a la familia, entre el fundirse y la evasión con los personajes de una pantalla en Technicolor y el deseo por los obreros de una obra en construcción. También es muy destacable el documental Of Time and the City (2008), sobre su ciudad natal, Liverpool, a la que observa con amor e ironía, con una mirada poética que subjetiviza el género, a la vez que desliza que su gusto –tan raro, poco convencional, tan queer– nunca tuvo nada que ver con The Beatles.

Publicado en Regia Magazine, 17 de julio de 2017