En Lawrence de Arabia (David Lean, 1962), el personaje interpretado por Peter O´Toole quería ser “árabe” por distintas razones: sabía que esos hombres rudos de los distintos pueblos disgregados no se dejarían unificar y conducir por un inglés, o por alguien que no atravesara las duras pruebas que para ellos eran parte de su cotidianeidad. El primer paso en la “transformación” del inglés fue el embutirse en una túnica de algodón blanco (thawb). Y no por ello dejó de desfilar los ropajes como una super modelo sobre las dunas o los trenes confiscados al enemigo, siguiendo lo que parecía -tanto para la cúpula militar inglesa de la época como para el pueblo árabe- una veleidosa y excéntrica naturaleza. Tampoco dejó de establecer relaciones homoeróticas con su lugarteniente Ali (Omar Shariff) o sus dos jóvenes sirvientes, derramando caudalosas lágrimas cuando uno de ellos era devorado por arenas movedizas o, el otro, estallado por un cartucho de dinamita. Cuando los pérfidos turcos lo atraparon, rápidamente descubrieron que lo suyo era un “disfraz”. Le quitaron las níveas ropas y pellizcaron la carne blanca como la leche, mientras se refregaban los labios lujuriosos con la lengua, disponiendo de su cándido cuerpo como un festín, cuyas sobras terminaron arrojadas en un charco de barro, como metáfora de la aberración -la mancha física y espiritual- a la que fuera sometido.
Peter O`Toole en Lawrence de Arabia |
El caso de Phil (Benedict Cumberbatch), el personaje central de El poder del perro, la última maravilla de la directora neozelandesa Jane Campion, es el de un hombre de naturaleza sensible –graduado en Letras Clásicas- que se disfraza de “macho alfa” –humillando todo aquello que tenga un matiz de delicadeza femenina, castrando toros, arreando ganado, escapándole a las bañeras y dándose solitarios baños de barro, o restregándose a escondidas con el pañuelo de un bien amado, o echando miradas disimuladas a los muchachos en estado edénico- para poder llevar adelante las tareas de un rancho, en la Montana de 1925. En este western revisionista, el pobre Phil debe manejar un puñado de cowboys tan agrestes y poco lubricados como la montaña, y ganarse su respeto. El problema es que el disfraz confeccionado con las reglas de la heteronormatividad le apreta de sisa, y la sublimación de sus deseos sexuales deriva en agresiones hacia su hermano George (Jesse Plemons), con el que comparte la cama desde tiempos inmemoriales, lejos de la mirada rectora de sus padres. La violencia del velocirraptor se intensifica cuando su familiar se aparece casado con una viuda (Kirsten Dunst) que, para colmo de males, tiene un hijo que se pasea ante los cowboys como el David Bowie de El hombre quecayó a la tierra (Nicolas Roeg, 1976).
Campion, como ya lo hiciera en Retrato de una dama (1995), recurre a la contención del entramado gótico para mostrar como Phil –el señor del “castillo”- aterroriza a la viuda recién casada, haciéndole despertar los peores demonios, entre ellos una codependencia extrema de su hijo (Kodi Smit-McPhee) de ribetes incestuosos y la pasión por la botella. El “hombre” de la casa, a continuación, se ensañará con el muchacho, que estudia para cirujano y calza esas extrañas zapatillas blancas que parecen hacerlo levitar, es hiperconciente de los límites que impone el contexto -se negó a ser acompañado por su amigo de la facultad al rancho- y muestra gran destreza para establecérselos a los que juegan a ser poderosos.
Campion, en un guion adaptado por ella misma de la novela de Thomas Savage, no se ensaña con el pobre Phil por no salir del closet en una época peligrosa, pero sí subraya que el odio de uno mismo hacia la propia condición es uno de los peores castigos que se pueden sufrir y que, una de sus consecuencias, además de secarse en vida, es la violencia hacia los otros. No escatima las razones de la conducta adoptada por el personaje pero tampoco atenúa su trágico destino, transformándolo de verdugo en víctima por obra de quien no teme mostrarse tal cual es.
Con un estilo que no tiene las decoraciones de una revista de modas europea –como el de Sofia Coppola- o el hiperformalismo de nuestra Lucrecia Martel, Campion aúna cierta rusticidad en el manejo de los recursos cinematográficos con una penetrante conciencia psicológica que otorga una profundidad inusitada a los personajes, profundidad un tanto oblicua para el espectador, que no debiera dejar de ver su obra para afinar su percepción sobre el mundo que lo rodea. Desde su debut en Sweetie (1989) hasta la incomparable Bright Star (2010), pasando por la canonizada La lección de piano (1993) y la extraordinaria serie Top of the lake (2013-7), no sólo deja constancia de las adversidades y goces que deben atravesar sus heroínas fuera de molde, también de las diversas masculinidades que proliferan a su alrededor. ¿Cómo olvidar Un ángel en mi mesa (1992), donde la hipersensible escritora Janet Frame era mal diagnosticada como esquizofrénica y condenada a un sinnúmero de electroshocks por el establishment médico de su época?
Cumberbach, uno de los actores más “suaves” y sofisticados de la contemporaneidad, se transfigura en un toro salvaje en manos de la directora, que aprovecha cierta cualidad prehistórica de su rostro para momentos de recóndita cavilación. (Había antecedentes: cuando modeló la siniestra docilidad de John Malkovich en Retrato de una dama, transformándolo de un blandengue faquir de feria a un incubo romántico capaz de desquiciar la vida de tres mujeres: su amante (Barbara Hershey), su esposa –Nicole Kidman- y su propia hija).
Kirsten Dunst, encarnando a otra de las heroínas físicamente poco convencionales que elige retratar la directora, luce como si dosificara abundante polvo Royal en los bizcochuelos que consume (sabemos que estaba embarazada durante la filmación) y con un cabello tan mal cortado que dan ganas de pedir la intervención de un estilista. Jesse Plemons, tan mullido como tenaz en su personaje, contribuye eficazmente a dar forma a un hombre capaz de enfrentarse al gallito del corral para conseguir –por fin- un lecho matrimonial. Y las cualidades exóticas de su porte hacen del australiano Kodi Smit-McPhee una presencia tan intensa como difícil de olvidar.
Auténtica demiurga en un mundo de creadores de baratijas, lejana a la sentimentalidad de Secreto en la montaña (Ang Lee, 2006), no sería de extrañar que la labor de Campion tenga un lugar destacado en las nominaciones para el Oscar de este año. (El film se puede ver en Netflix)