En el pasado Festival de
Venecia se estrenó este cortometraje basado en la célebre pieza de Jean
Cocteau, sobre una mujer de mediana edad que espera el llamado telefónico de su
amante que le confirmará que no volverán a verse. Codiciado por las actrices
porque les permite un gran lucimiento, el monólogo –la voz del hombre no se
escucha-, hay una versión previa cinematográfica con la gran Anna Magnani
(Roberto Rossellini, 1948), y otra para televisión, donde Ingrid Bergman (Ted
Kotcheff, 1966) se desvive por mantener el contacto hasta revolcándose por los
suelos.
La versión de Almodóvar
adapta muy libremente la pieza, coloca en el centro de la cámara a la
maravillosa Tilda Swinton, y es su primer aventura en inglés. Filmada a
comienzos de la pandemia, en un estudio de sonido que forma parte de la
escenografía que, a su vez, incluye el decorado del departamento en que la
mujer se encontraba con su amante, permite un despliegue de la actriz y de
artificios en la puesta en escena que llevan el sello del manchego.
Swinton encarna aquí a una
modelo –lo que da la excusa a que luzca un vestuario despampanante que puede
cambiar de un plano a otro sin necesidades dramáticas- cuya natural apariencia alienígena se ve
subrayada por el recurso de unos auriculares inalámbricos para escuchar a su
hombre que parecen formar parte de su cuerpo y dan la impresión de una actriz
ensayando un soliloquio. Por suerte su ceño se frunce, sus ojos se inundan de
desesperación y se desplaza continuamente por los espacios que el director
habilita, a veces con la compañía de la perra que dejó el desertor, a veces en
la soledad más cortante.
La voz de la escocesa
amalgama los distintos saltos de plano, ocultando y volviendo casi transparente
la artificiosidad del envío. El cuerpo se desplaza por distintas dependencias
evitando el estatismo de otras puestas. La de Rossellini se anclaba en largos
planos del rostro de la ilustre romana y permitía la intromisión de sonido
ambiente en los momentos de silencio abrumador, entre llamada y llamada. La de
Kotcheff llevaba la máscara de la sublime sueca a reflejarse en un espejo mediante
efectos de maquillaje –donde se veía prematuramente envejecida-, con la cámara
siguiendo sus nerviosos desplazamientos por las habitaciones deteniéndose en
busca de cigarrillos que había prometido no fumar.
Las versiones antiguas, apegadas
al texto original, dejaban a la mujer en el lugar de la postración ante el
canalla, hasta culpándose por la separación . El director de Volver, fiel a su estilo, empodera a su
víctima; el corto se inicia con Swinton comprando un hacha en una ferretería
regenteada por el hermano de Almodóvar. Tras someterla por unos momentos al
suplicio que sufrían algunas de sus heroínas anteriores -(la Marisa Paredes de La flor de mi secreto, la Carmen Maura de Mujeres
al borde de un ataque de nervios y La
ley del deseo), a las que les
costaba desarraigarse de esa geografía masculina tan recorrida, le posibilita
expectorar la ira contenida, no volviéndola hacia sí misma, sino externalizándola
en un huracán de destrucción, sin dejar de lado algunos toques humorísticas.
Si agregamos que los colores
de los muros combinan con el vestuario, que una regadera puede ser utilizada
tanto para dar vida como para destruir, que aparecen varios de los libros cuyos
autores el director adora, y que un cuadro de Artemisia Gentileschi –“Venus y Cupido”- preside con
mirada rectora el accionar de la mujer, descubrimos que estamos en un
territorio estético reconocible y somos guiados por una mano magistral.