21/6/13

To the wonder







To the Wonder se presenta como un asteroide desprendido de la estela de aquel cometa que nos asolara hace tres años, El árbol de la vida (The tree of life), dividiendo aguas y criterios a través de un poema abstracto que reunía en su propio universo un viaje introspectivo hacia una historia familiar y los orígenes de la vida en el cosmos. El nuevo film de Terrence Malick es, sin lugar a dudas, un plato menos sustancioso que el anterior, pero no por ello menos audaz: dedicarle más de 100 minutos al tema del amor, sus pináculos, valles y hondonadas, pidiendo una actitud contemplativa por parte del espectador es –hoy– un acto de arrojo.

Lo que se cuenta es la historia de amor entre Marina (Olga Kurylenko) y Neil (Ben Affleck), ella una francesa que tiene una hija y ha cometido ¿el desatino?, ¿la fatalidad?, ¿la dicha?, ¿la gracia? de enamorarse apasionadamente de un norteamericano que fluye en corriente alterna, prodigándole momentos de supina cercanía y trascendencia (a los que alude el título del film, como cuando suben una escalera de la Abadía del monte de San Miguel, portentosa construcción medieval en la costa normanda ) y distanciamientos en los llanos de Oklahoma, donde el muchacho se retrae sobre sí mismo, dejándola descolocada y sumida en la más profunda de las miserias.

Este es un amor con derivaciones, políglota (se hablan cuatro idiomas en el film), que une y desune dos continentes, que abunda en imágenes de separación (aún dentro del mismo encuadre los personajes aparecen distanciados por tabiques, ventanales y otras fronteras menos tangibles) y que se correlaciona con la crisis vocacional que ataca al padre Quintana (un Javier Bardem en tonalidades graves) que busca la trascendencia que la visión de Dios alguna vez le hizo experimentar. Es un amor tan torrencial para la aérea Marina que , en una segunda intentona, la lleva a regresar a los Estados Unidos despojada de su hija para estar junto al atribulado amado que sufre una crisis de compromiso, lo que es decir, en este contexto, una crisis de fe.

Es un amor puesto a prueba por infidelidades de ambas partes: él con una granjera (Rachel McAdams) con la que ya se había relacionado en el pasado; ella con un muchacho que maneja una camioneta y que lleva tatuada una calavera en el corazón, especie de partida de defunción de la relación con el amado. Por otro lado,  Neil por  su trabajo transita por terrenos que el inevitable progreso ha contaminado, a la vez que el padre Quintana viaja por paisajes humanos víctimas de la droga y el crimen y que lo llevan a preguntarse por qué tanta destrucción y falta de belleza a su alrededor. El padre Quintana no está feliz, como así se lo dicen varios de sus desolados feligreses. Todo esto concluirá con distintos exilios: Marina de regreso a Francia, añorando todo lo que ese amor le dejó, el recuerdo de la trascendencia; el padre Quintana en otra congregación. Parece inevitable que aquellos que aman sean dejados en una condición de eterna trashumancia, con un hambre de espiritualidad tan potente como la compulsión a la droga que experimenta el adicto.

Contado así suena pueril. Pero la diferencia estriba en la forma en que Malick narra, expresando todo a medias para que nosotros lo completemos. No le interesa una narración anclada en los recursos del realismo (tiranía en la que se debate gran parte del cine y que es también una forma de anestesia para los espectadores que, cuando no la encuentran en un relato, creen que algo funciona mal) sino que propone una forma más cercana a la de la poesía moderna: sus recursos más evidentes son la repetición y la creación de cadenas de asociaciones a través del montaje que pueden encontrar eco en aquellos más proclives a un relato abierto, que no tema dejar cabos sueltos o no se preocupe por crear más de una confusión. El espectador que delinea Malick para su film es altamente participativo: establece conexiones, juega con las imágenes y los sonidos buscando ecos en otras imágenes y en otros sonidos, ya sean del mismo texto o de su propia vida. Es un espectador flexible que no teme a la contemplación ni a las interrupciones de la conciencia. Es un espectador en un permanente estado alfa, que en el arte –de eso estamos hablando– prefiere las comidas orientales elaboradas con creatividad a la más sosa y reiterativa fast food. Es un espectador que encuentra mayor solaz en saborear, que en sentir el estómago lleno. Es un espectador que no teme habitar una realidad paralela, que es dispendioso  con su tiempo, que no está pensando en cuándo va a sonar el despertador o si llega a tiempo al último subte.

Es así como un casamiento de trámite en una dependencia judicial es yuxtapuesto con unos presidiarios que firman un documento con las muñecas esposadas y con el dar la eucaristía a otros condenados a muerte por los que no se siente ninguna suerte de empatía. Las pisadas en una playa inundada por el amor se mantienen en la superficie, mientras que otras pisadas realizadas durante el desamor se hunden hasta los tobillos. Y los ejemplos abundan hasta casi el infinito.

La virtud del poeta es la de desautomatizar la mirada sobre lo cotidiano y apuntar a la esencia de las cosas. Malick nos muestra el interior de un supermercado como si fuera una catedral; nos hace experimentar la capacidad trascendente de la naturaleza con sus magnificentes espectáculos al alcance de la mano; consigue que la manga de acceso de un avión se transforme en un pasaje al otro mundo; logra que la apostura de su protagonista masculino luzca amenazante de a ratos, o con una expresión cercana al retardo en otros -convengamos, Affleck es un buen director, pero un actor cuyas expresiones lo acercan a la estulticia-, con sólo manejarlo como si de una silueta o de un contorno se tratara.

También hay riesgos de gratuidad (la autocita a El árbol de la vida, con la tortuga marina) y de la más afectada superficialidad (hay pasajes en los que el film -dada la evanescencia de la sustancia que trata- nos recuerda a los avisos publicitarios de los perfumes de Carolina Herrera o de Calvin Klein, con sus imágenes demasiado compuestas, demasiado casuales, con esas voces en off susurradas). Pero también es cierto que quien arriesga a veces se equivoca y que ver To the wonder sirve para recordar que el cine también puede ser una experiencia y que la luz que nos alumbra también puede ser utilizada de otra manera cuando es manipulada por un artista.