Para quienes hemos crecido junto a la serie
Bond, Operación Skyfall constituye
una verdadera revelación: el regreso a las fuentes, una historia bien
desarrollada, sin ser sacrificada por los efectos especiales y las secuencias
de acción, con un personaje central al que se le otorga el espesor humano que lo
aleja de ser el protagonista de una historieta para transformarse en alguien
que nos importa y con el que podemos
volver a identificarnos. En manos del director Sam Mendes (Belleza americana, Sólo un
sueño), la serie Bond se refunda para poblar las pantallas unas cuantas
décadas más.
Como thriller
de espionaje la serie nace como un derivado de la estructura que Alfred
Hitchcock creara para Los 39 escalones (The 39 Steps, 1935), Corresponsal extranjero (Foreign Correspondent, 1940), Saboteador (Saboteur, 1942) y, más perfeccionada, Intriga internacional (North
by Northwest, 1958). En esos
casos, el alienado protagonista se veía metido en una historia de espías como
excusa para madurar como persona y comprometerse con una mujer con la que
terminaría casándose. En el caso de James Bond, un espía del servicio de
inteligencia británico, se le otorga una misión que debe resolver para salir
incólume: cuenta con licencia para matar y una dosis de hedonismo que a los
personajes de Hitchcock no les era permitida. Las acompañantes femeninas son
circunstanciales y los encuentros con ellas fruto de esa búsqueda del placer
que caracteriza al personaje, que siempre se traslada por locaciones exóticas,
con un Martini con vodka en las adyacencias y la pistola Beretta en la sobaquera.
Quienes hayan leído las novelas de Ian Fleming que dieron origen al personaje
sabrán que sus adaptaciones cinematográficas son mucho más entretenidas al
estar encerradas en este esquema creado para la pantalla, donde la única moral
estriba en cumplir con los objetivos del servicio secreto de su Majestad.
Claro que a lo largo de 50 años la serie ha
sufrido varias tribulaciones, mayormente ligadas a quien fuera el actor que
representara el papel protagónico. Durante los años 60 se conformó en torno a
la figura de Sean Connery, quien con el tiempo se macerara como actor hasta
llegar a ganar un Oscar por Los
intocables (The Untouchables, Brian
de Palma, 1987). Connery, escocés de nacimiento como el personaje, le otorgó
una sensualidad y una inteligencia no exentas de cinismo, creando un molde
difícil de batir. El primer recambio vino en 1969 cuando un actor australiano,
Georges Lazenby, se puso el traje de Bond en una de las mejores películas de la
serie en cuanto a su guión, Al servicio
secreto de su majestad (On Her Majesty´s Secret Service, de
Peter R. Hunt). Desgraciadamente, un
cartón corrugado tenía más charme que
Lazenby y tras un breve regreso de Connery en Los
diamantes son eternos (Diamonds are
forever, de Guy Hamilton, 1971) hubo
que buscarle un sustituto en la madera balsa que ofrecía Roger Moore. Con
antecedentes televisivos –estrella de las series El santo y Dos tipos audaces–
Moore transformó al personaje en un gentleman
con mucha ironía y menos sarcasmo, adaptándose más al formato de comedia
familiar de aventuras. Muy envejecido ya el actor, se lo reemplazó durante dos
películas por Timothy Dalton, apolíneo y de raza teatral que impregnó los
guiones con un aplomo dramático que no impactó en la taquilla. Siendo una de
las franquicias más lucrativas de todos los tiempos, la serie Bond debió
adaptarse a los descafeinados años 90, ya sin la Guerra Fría como telón de
fondo, con Pierce Brosnan, también de orígenes televisivos, pura fachada y
escasos recursos actorales, dones que no desencajaban en las historietas
desbordantes de efectos especiales que se narraban. Con Casino Royale (de Martin
Campbell, 2006) y Daniel Craig como protagonista, la serie busca un retorno al
origen, que se adivinaba en lo bien desarrollado del guión y en la aparición de
Craig en traje de baño ajustado, emergiendo de las aguas como lo hiciera la
primera chica Bond, Ursula Andress en El
satánico Dr. No (Dr. No, Terence Young, 1962). Craig ,de
antecedentes teatrales, televisivos y cinematográficos, su primer papel
importante como amante y sumiso lacayo del pintor Francis Bacon en El amor es el diablo (John Maybury, 1998),
con un physique du rol donde se entremezclan el
erotismo brutal de una pantera y la locuacidad de un boxeador, impregna al
personaje de cierta animalidad y hosquedad que no lucen descaminadas.
Tras la olvidable Quantum of solace (de Marc Foster, 2008), en la que una vez más se
sacrificaba la historia narrada en pos de los efectos especiales, los
productores decidieron poner toda la carne en el asador y contrataron a Sam
Mendes, cuyas virtudes radican en el cuidado de los guiones que elige, la
dirección de actores y puestas en escena más teatrales que cinematográficas,
logrando una alquimia más que interesante en los resultados. Combinaciones como
esta no son ajenas a la serie; ya se había recurrido en el pasado a directores
del mismo cuño que Mendes: Michael Apted
(director de La hija del minero de 1980) se hizo cargo de 007, el mundo no basta (The World is Not Enough, 1999), y Lewis Gilbert (director de Alfie de 1965, papel que
convirtiera en estrella a Michael Caine) se hizo cargo de Sólo se vive dos veces (You
Only Live Twice, 1967). Esta última es una de las mejores de la serie, por
la extraña coagulación de elementos donde Bond «muere», llega a casarse y
enviuda; el villano interpretado por Donald Pleasence tiene peso por sí mismo; las
locaciones exóticas son del Japón; y hay una espectacularidad pocas veces vista
en el diseño de producción: un volcán en
cuyo interior se oculta una base de operaciones de Spectre.
En manos de Mendes, Operación Skyfall se eleva del producto comercial bien realizado y
de cuño industrial a la artesanía. Por un lado, la historia cuenta con un Mcguffin
atractivo y realista: un ex compañero de Bond posee las claves de otros agentes
en funciones y planea darlos a conocer a través de Internet. Por otro lado, la
chica Bond aquí no es otra que «M» (Judy Dench en un papel protagónico que le
permite exhibir sus grandes cualidades actorales), que debe hacerse cargo de
cuestionables decisiones de su pasado y revalidar la vigencia de la sección a
su cargo a los ojos de los políticos. El mismo Bond es puesto a prueba: «muerto»
tras la primera secuencia debe renacer y revalidar sus laureles en un mundo
donde se favorece lo joven –relanzamiento del personaje de «Q» en la figura del
actor Ben Whishaw, partícipe de una de las escenas más irónicas del film– por
encima de la experiencia. La
presentación del villano Silva –Javier
Barden lo compone con soltura y un grado de perversión pocas veces logrado en
la serie– es casi una presentación teatral: filmada en plano secuencia para
pleno lucimiento del actor.
La refundación del personaje conlleva un mito
de retorno al origen: el guión lo plantea como una reunión familiar. Bond
vuelve a la casa que lo vio nacer («Skyfall» es el nombre de la mansión, en
Escocia) y para garantizar su supervivencia –y la de sus padres simbólicos, «M»
y Kincade (Albert Finney, otro gran actor cuyos orígenes se remontan al Free Cinema)– debe eliminar al «hermano
malo» (Silva). El film deja plantadas las semillas para la renovación de M, en
manos de Ralph Fiennes, y finaliza con una sorpresiva regeneración de Miss
Moneypenny. Se cumple con creces con la promesa de exotismo: la secuencia
ambientada en el casino de Macao es sencillamente una lograda concatenación de
diálogos filosos, ajustadas composiciones actorales y lucha física, bañada en
la iluminación ambarina de Roger Deakins. Y la de Shanghai, con sus ecos de La ventana indiscreta (Rear Window, de Alfred Hitchcock, 1954)
y el duelo de siluetas contra un fondo de rascacielos, combina la sencillez más
pura de lo cinematográfico –casi como si fueran sombras chinescas– con la
espectacularidad de la modernidad arquitectónica es un estado más brutal.
Para concluir, baste decir que otro subtexto
que vuelve atractivo al film es el de la ambigüedad sexual. No sólo el villano
es bisexual sino que en el diálogo de presentación ante Bond, desbordante de
doble sentido –otra prueba de un guión cuidado al extremo– se trasluce que el
mismo protagonista de la serie podría serlo. La persecución que Bond hace de
Silva por los subterráneos londinenses –el villano con el uniforme fetiche de
policía– recuerda a parodias como las encarnadas a nivel popular por el grupo
Village People, a la vez que también relaciona al film con dos films de William
Friedkin: Contacto en Francia (The French Connection, 1971) y Cruising (1980. Que Bond se anime a meterse
en la ducha con la señorita de turno después de que ella se haya quitado el revólver
que llevaba entre las piernas es otra alusión en el mismo sentido. También en
relación a los vínculos que unen a «M» con sus «hijos», desbordantes de ecos
incestuosos: a Bond le dice que no se quedará a dormir en el mismo departamento
que ella; Silva no ahorra declaraciones acerca del amor por su «madre».
Las secuencias de acción son impecables y
seguramente están realizadas por un director de segunda unidad; un
desdoblamiento de tareas más que habitual en este tipo de productos. Los
mejores efectos especiales del film se relacionan con lo mejor tecnología que
tienen los ingleses para aportar al mundo del cine: sus actores. En fin, un
verdadero placer, un film comercial para adultos a los que no subestima. No es
poco lo que tiene para dar este personaje que acaba de cumplir 50 años.