El
tercer largometraje de Santiago Mitre sigue las trazas de El estudiante (2011), su interesante debut, en cuanto a su discurso
en contra de la política. Intenta ser tan ambiguo como La patota (2013), película que de tan confusa pareció inteligente a
muchos. Aquí, la trenza que Mitre y su guionista Llinás quieren señalar, se da a nivel de las altas esferas,
involucrando al presidente argentino –interpretado en tonalidades opacas por
Ricardo Darín, que debería seleccionar mejor los guiones que acepta
protagonizar- en una cumbre internacional que se da en Chile, en medio del
imponente paisaje de la cordillera andina.
Mezcla
de thriller político –de suspenso
exangüe- y de gótico doméstico en su vertiente realista, al tener como
escenario principal un hotel y al sumarse a la trama la enajenada hija del
presidente, -interpretada con solidez por Dolores Fonzi, que de a ratos
recuerda a la Linda Blair en reposo de la espantosa El exorcista II. El hereje (1977)-, que viene a exhibir el retorno
de lo reprimido, chanchullos que el níveo presidente prefiere dejar enterrados.
La
trama política es explicitada en exceso en largas parrafadas y en las entrevistas que
realiza la periodista interpretada por Elena Anaya –tan mal fotografiada que,
de a ratos, asoma con un ojo dislocado propio de un retrato cubista, enfrentado
a su par en un ángulo de casi 90 grados. Christian Slater aparece como un
enviado del gobierno de los Estados Unidos, que ofrece cebos y anzuelos, y se
autodenomina representante de “los malos.” Nuestro presidente deberá decidir
entre tres opciones, una que lo enfrenta a su socio estratégico Brasil, otra
que propone la entrada de los Estados Unidos al proyecto, y una intermedia que
posibilita la entrada de tres países centroamericanos, ocultando que son
manejados por el omnipotente país del Norte.
Para
el que se tome la molestia de
interpretar esta turbia y aburrida película, el presidente Hernán Blanco, –fiel a su historial aparentemente inmaculado,
pero con varios muertos en el placard, según la retahila que brota de la hija
pese al férreo control paterno, que intenta hacerla pasar por loca - elegirá la
intermedia, lo que le valdrá un bono
personal de unos cuantos millones de dólares de parte de los poderosos, la
traición a Brasil, y una imagen aparentemente neutral ante los representantes de los otros países asistentes
a la cumbre.
La
puesta en escena del film es ampulosa, pesada, sombría. Predominan los tonos
marrón madera de los interiores del hotel y cierto aroma anacrónico, a
habitación poco aireada. Nadie duda que se gastó mucho dinero en la producción,
se ve; el mejor uso es el destinado al reparto. Erica Rivas -en plan señorona
asexuada aferrada estrechamente a la agenda del presidente- se luce sin
esfuerzo. Los chilenos Paulina García –de destacada actuación en Gloria(2012), como la presidenta
anfitriona, aportando aquí algo de luz a través de su sonrisa y su vestuario-,
y Alfredo Castro –actor fetiche de Pablo Larraín, aquí como un psiquiatra con
problemas capilares que utiliza un péndulo para extraer lo oscuro de la loca
del altillo- son bienvenidos. Gerardo Romano, como el ministro Castex, con su
voz y gestualidad altisonantes, aporta vitalidad
a una película por demás mortecina.
La
hija cautivada por el padre, el hablar del bien y el mal en medio de una
conspiración, son temas y cuestiones que recuerdan mucho a El bebé de Rosemarie (1968) y
a Chinatown(1974), ambas del genial Roman Polanski. El hotel en medio de la
blancura de la montaña, a El resplandor (Stanley
Kubrick, 1980). Pero La
cordillera no ofrece ningún elemento propio del fantástico, ni los bríos y
escalofríos de aquellos títulos perdurables. Aquí el gótico es realista, la política
sucia, y “nuestro presidente” capaz de sacrificar a su propia progenie y a su
país en virtud de lograr sus objetivos egoístas.