19/12/09

2012


2012 tiene muy bien justificado su éxito en las taquillas porque es un film que hace justicia a lo que mejor sabe hacer Hollywood, esto es, brindar espectáculo. A nadie le importan las inverosimilitudes de la trama: sólo importa que nuestro héroe Jackson Curtis (nuestro querido John Cusack) llegue a destino sin que se le caiga el peluquín, cualquiera sea la peripecia que la historia le depare, atravesando terremotos, erupciones volcánicas, tsunamis y todo tipo de catástrofe natural que se le ponga delante.
Roland Emmerich es un director alemán afincado en Hollywood, en el Hollywood de Cecil B. de Mille (Los diez mandamientos) y Steven Spielberg, más cercano a lo pedestre del primero que a la magia del segundo. Ha hecho su nombre, y su fortuna, con títulos como Día de la independencia y El día después de mañana. No hay alardes estéticos en esos films, sino la puesta al día de las maravillas que lo digital puede lograr en el terreno de los efectos especiales.
Estamos lejos de las emociones que los grandes ejemplos del cine catástrofe solían deparar. La aventura del Poseidón (Ronald Neame, 1972) supo ganarse 9 nominaciones para el Oscar de su año, y eso no sólo tenía que ver con la brillantez de sus efectos especiales, sino con una historia bien construida (un transatlántico da una vuelta de campana por acción de una gran ola derivada de un maremoto la noche de Año Nuevo ) en base a personajes a los que llegábamos a conocer y a querer y cuya suerte nos importaba, amén que estaban interpretados por grandes estrellas del cine (Gene Hackman, la notable Shelley Winters, Ernest Borgnine, etc.). Aeropuerto (George Seaton, 1970), que estuvo más de un año en exhibición en Buenos Aires, invertía tres tercios de su metraje en establecer las distintas historias y personajes antes que una bomba explotara en un avión conducido por Dean Martin y Burt Lancaster, con Jacqueline Bisset como azafata. Infierno en la torre (John Guillermin, 1974) tenía a Paul Newman, Steve McQueen, William Holden, Faye Dunaway, Fred Astaire y a la recientemente difunta Jennifer Jones, rostizándose a fuego lento en el piso 134 de un edificio recién inaugurado. Terremoto (Mark Robson, 1974) tenía bailando el samba a nada menos que a Charlton Heston, Ava Gardner y a un elenco de notables segundones.
Aquí sólo John Cusack y Danny Glover y Amanda Peet y Chiwetel Ejiofor, ninguno una superestrella. ¡Con lo que nos hubiera gustado ver ahogarse abrazados en una cloaca de Nueva York a Brad y Angelina! Aquí la superestrella son los efectos especiales: la secuencia del terremoto de Los Ángeles deja boquiabierto al más escéptico, así como la huida de una avioneta mientras la pista sobre la que levanta vuelo se va rajando y desmoronando. La historia es sumamente esquemática y los personajes están apenas delineados, por lo que no le importan demasiado a nadie. Pero el film es entretenido y avanza sin escollos. Su extenso metraje no se siente. Y nos brinda un espectáculo que sólo el cine (o nuestra imaginación) puede brindar, dando rienda suelta a todas nuestras pulsiones destructivas, entreteniéndonos sin pausa viendo las catástrofes que sufren otros. Y semejante catarsis bien vale el precio de una entrada de cine.

18/12/09

Bellamy



El film abre y cierra con una muerte. En el primer caso, se trata de un vagabundo que encuentra ese destino cuando va a cumplir su deseo de visitar la tumba de su cantante favorito. En el segundo, el hermano menor de un inspector de policía retirado, que cumple el deseo inconciente que su hermano tiene sobre su destino.
Estamos en el universo de Claude Chabrol, Bellamy es su última asteroide, y demuestra que el fundador de la Nouvelle Vague -El bello Sergio se estrenó en 1958, antes que Sin aliento y Los cuatrocientos golpes- sigue tonificado, destilando vitriolo sobre la condición humana como sólo él puede hacerlo, lejano a las ñonerías formales de Godard y la sentimentalina de Truffaut. El director de La ceremonia (1995) -donde una empleada doméstica analfabeta y una empleada de correos de dudoso pasado liquidan a una familia burguesa desconocedora de los límites que impone el trato a un inferior en la escala social- nos ofrece en Bellamy -su film más elaborado y complejo en lo que va de la década- la mirada sobre el mundo de un inspector de policía jubilado (Gerard Depardieu, un placard de roble con desplazamiento autónomo) que acepta por curiosidad un caso porque siente simpatía por los criminales y le gusta estudiar cómo funcionan. Quizás sea una forma de autoconocimiento para este hombre al que le gusta llenar crucigramas con la ayuda de su mujer (Marie Brunel) -una mujer de la que depende, a la que ama y de la que desconfía, sobre todo cuando su hermano (Jacques Lebas) anda cerca, con el torso desnudo, exudando una sexualidad animal que los kilos y los años del inspector hace mucho obliteran.
Una de las referencias fundamentales en la obra de Chabrol es Alfred Hitchcock. Nunca la cita es directa. Pocas cosas en los mejores films de Chabrol son directas, obligando al espectador a hacer un cierto trabajo de interpretación. Aquí se trata de un rasgo temático que aparece esparcido a lo largo de la obra de Hitchcock, el juego de las apariencias. ¿Quién iba a imaginar que el tímido Norman Bates de Psicosis, dominado por su madre y su temor a las mujeres, podía transformarse en la mujer que lo victimizó una y otra vez para descargar su furia asesina? ¿Quién podía suponer que el encantador tío de La sombra de una duda, endiosado por su sobrina, era un asesino serial de damas maduras? ¿Quién podía suponer que el romántico viudo protagonista de Rebeca, una mujer inolvidable, podía ser quien de una u otra manera la llevó a la tumba?
Aquí un mismo actor (Jacques Gamblin) representa a tres personajes. Es aquél vagabundo, el empleado de la compañía de seguros que estafó a la empresa para huir con su ubicua amante y contrató al vagabundo para que lo represente, aprovechándose de las pulsiones autodestructivas del pobre hombre y con la excusa de cumplirle el sueño de la visita a la tumba de George Brassens, y es el hombre que se esconde en un motel y recurre a Bellamy para que deslinde responsabilidades: él no debe ser cargado con la muerte del vagabundo ante la sociedad.
Y podemos afirmar que la atracción que el inspector siente por este caso estriba en una identificación inconsciente con el perseguido -víctima y victimario a la vez-, quien además le suministrará el modelo para quitarse a ese espantoso e intrusivo hermano menor de encima. Bellamy ya había querido matarlo cuando eran chicos -sofocándolo con una almohada. Ahora, en el ocaso de la vida, debe demostrarle que hay límites que no deben ser traspasados. Ya lo había mandado a la cárcel y eso no pareció suficiente. Es cierto, el inspector no se ensuciará las manos, pero dejará a mano su arma y su auto (el ataúd donde el joven descarriado encuentra la muerte) para que las pulsiones autodestructivas hagan el resto. ¿Cómo sobrevivirá Bellamy a esto, se escudriñará las manos manchadas de sangre imaginaria como Macbeth o seguirá disfrutando de la apoltronada existencia que la fortuna de su mujer le brinda, haciendo crucigramas, como su contratante disfruta con su amante del dinero robado de la compañía de seguros tras haber sido exonerado por la justicia de sus culpas por la muerte del vagabundo mediante una puesta en escena diseñada por el inspector donde un joven abogado interpreta una canción de Brassens?
La película es un tratado sobre la búsqueda de la felicidad. Un personaje, Claire "Bonheur" ("felicidad" en francés, interpretado por Adrienne Pauly), una empleada de una pinturería, al principio pasa inadvertido para el inspector, pero a la larga será la clave para desenmadejar el ovillo. Mediante su relato, cobrará relevancia la figura del vagabundo, un ex novio, que abjuró de los beneficios de ser hijo de un juez, para llevar la existencia más despojada y marginal. El estafador que se fuga con su amante podóloga también está tras esa inasible búsqueda, y lo mismo Bellamy, cuyo único escollo para una existencia plácida es su hermano, que no hace más que echarle en cara su suerte, le hace cargos sobre las manipulaciones económicas con la fortuna de su esposa y podría tener un asunto amoroso con ésta (como todo transcurre desde el punto de vista del inspector, no sabemos si es fruto de los celos hacia su hermano o parte de la realidad).
La envidia y los celos pueden ser disparadores de las conductas de los personajes de Chabrol. Bellamy será feliz, resolverá el caso y permitirá la liberación del criminal (que tiene adentro). Dejando a mano algo de dinero para alcohol, un arma o un auto su hermano será suprimido del relato. Y todo nos hace pensar que el ocaso de su vida será plácido, muy plácido.
¿Qué más se puede pedir?, parece decirnos Chabrol, con una sonrisa socarrona.