16/2/11

Temple de acero


No soy un fanático de los Hermanos Coen, pero debo admitir que Temple de acero es uno de los films que más me han gustado de ellos, junto con De paseo a la muerte (Miller´s crossing, 1990). Por segunda vez equilibran intelecto y sentimiento, sin los desbordes hacia un lado de -por ejemplo- Barton Fink (1991) o hacia el otro de Educando a Arizona (1989), y se dedican a contar una historia sin hacer alardes formales o exhibir muestras de un humor tan absurdo que hacen que la película parezca una broma.


Aquí tenemos a una joven de 14 años, Mattie Ross (protagonizada por al debutante Hailee Steinfeld con la garra de una veterana) que busca vengar la muerte de su padre y para ello contrata a un marshall un tanto decadente, Rooster Cogburn (James Bridges, en una de sus mejores interpretaciones). A la empresa se suma un texano, LaBoeuf (Matt Damon) que persigue al asesino por fechorías anteriores, esperando cobrar una recompensa. El film se toma una media hora -muy elaborada, en la que establece los personajes y permite el pleno desempeño de Mattie, a través de acciones temerarias y de diálogos alambicados y floridos, antes que se inicie la persecución a través de territorio indio. Existirán rasgos de absurdo ante la aparición de un ahorcado que cuelga de un árbol a 20 metros del suelo, de un médico disfrazado de oso para evitar el frío, etc. El comportamiento de LaBoeuf a veces rozará el ridículo dado que se maneja con unos códigos que parecen sacados de las novelas de caballería que enloquecieron al Quijote. Y también lugar para el sentimiento ya que el film está narrado desde el punto de vista de una Mattie adulta, una solterona seca y manca que guarda espacio en su corazón para esos dos hombres que la acompañaron, le permitieron cumplir con su objetivo y la marcaron en su epopeya.


En Temple de acero todas las motivaciones -excepto las de Mattie- están marcadas por el dinero. Se persigue a un malhechor para cobrar una recompensa (en segundo término está el que se cumpla la ley), un empresario de pompas fúnebres le devuelve la humanidad al rostro de un muerto por dinero, se arrastra el cuerpo de un muerto para ver qué se puede sacar de él. A lo largo del viaje y mediante la influencia de la muchacha, Cogburn y LaBoeuf, reaccionarán con cierto afecto hacia la admirable mujer, uno por respeto a su considerable inteligencia, el otro por sentirse atraído por su juventud.


Un western a estas alturas ya es un puro artificio. Los Coen lo saben y lo transforman en un cuento de hadas: están los estallidos de violencia repentinos pero también la búsqueda del hombre ideal: Mattie encuentra un padre sustituto en el viejo gallo de riña y un caballero galante en el texano. Habrá también una jornada a caballo extenuante en medio de un paisaje nocturno de ensueño, Mattie delirante, cargada por ese padre ideal, rodeada de estrellas, y una casita cálida que los aguarda, donde el fuego y la salvación esperan.



Con actuaciones superlativas y recursos técnicos de primer orden -sobresaliendo la fotografía de Roger Deakins y las sentidas composiciones musicales de Cartel Burwell, colaborados habituales de los Hermanos- los Coen se las arreglan para lograr el que es su mayor éxito de taquilla hasta la fecha, seguramente amparados por el espíritu del viejo John Wayne que los observa benevolente desde alguna estrella.

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