El 27 de noviembre pasado falleció Ken Russell, el innovador y polémico director británico, responsable de films tan variopintos como Mujeres apasionadas, La otra cara del amor, El novio, Los demonios, etc. Desde hacía rato estaba confinado a realizar películas en el jardín de su casa -no encontraba financiación para sus proyectos- pero seguía llamando la atención mediante sus apariciones en el Gran hermano para celebridades o exhibiciones fotográficas en famosas galerías londinenses. Pero este hombre fue un renovador del cine inglés, siguiendo la estela de Michael Powell, llevando el color y la pasión más una sobredosis de delirio a la gran pantalla, generalmente acosada por las restricciones emocionales, los dramas psicológicos o de corte realistas a los que son tan dados los británicos.
Afecto a retratar la vida de artistas -Tchaikovsky, Mahler, Liszt, Rodolfo Valentino, Lord Byron y Mary Shelley entre otros fueron atrapados por su mirada deformante- podía alterar los hechos de la Historia con tal de expresarse, lo que le valía no pocas críticas de los puristas. Pero lo de Russell era desacralizar: quitarle el polvillo al mármol de los bustos con un toque de musical hollywoodense, histeria formal expresada en movimientos de cámara diseñados para crear sensaciones y homenajes varios. En La otra cara del amor (The music Lovers, 1970) Tchaikovsky (Richard Chamberlain) quería huir de su homosexualidad casándose con una ninfómana (Glenda Jackson), a la vez que las imágenes de su célebre Obertura 1812 mostraban una fantasía donde los cañonazos volaban las cabezas de varios de los personajes que lo rodeaban en la película. Cuando desesperado el compositor trataba de suicidarse en un arroyo descubría que el agua no le llegaba ni a las rodillas. Para dejar constancia de la conversión de Mahler (Mahler, 1974) del judaísmo al catolicismo, lo que le haría gozar de la aprobación de la viuda de su admirado Wagner y nuevos contratos y trabajos, Russell recurría a técnicas del cine mudo para escenificar una pantomima entre los dos personajes en la montaña, ella vestida como una dominatrix con esvásticas y él haciendo piruetas de saltimbanqui para granjearse su simpatía.
En Tommy (1975, adaptación de la ópera rock del conjunto The Who) una madre (Ann-Margret) insatisfecha y culposa se dejaba cubrir por kilos de frijoles que brotaban de la pantalla de un televisor que había roto poco antes; en ese film Russell abonaba todo el terreno para que la generación MTV pudiera cosechar el videoclip y sus recursos, desplegados en el exceso más barroco. En Estados alterados (1979) ponía a un científico -un novato Willian Hurt- a explorar las raíces más profundas de su conciencia como metáfora para explorar la falta de compromiso en las relaciones humanas. Hurt pasaba de experimentar con el peyote hasta sumergirse en un tanque del que salía mediante una regresión transformado en mono; cuando estaba a punto de convertirse en una nada su valiente mujer lo rescata de una profusa y hechizante batería de efectos especiales instrumentados por el maestro.
En El novio (1971) ponía a la afamada modelo Twiggy a bailar y cantar en la adaptación del célebre musical del West End, desplazándose sobre un disco de pasta con su partenaire, con vistas aéreas que homenajeaban a Busby Bekerley y a las coristas montadas en las alas de un avión de Volando a Río. En Crímenes de pasión (1984) utilizaba la máscara del thriller erótico para una sátira de las costumbres sexuales de los estadounidenses; Kathleen Turner representaba a una mujer disociada, diseñadora de modas frígida durante el día, prostituta cumplidora de fantasías por la noche, acechada por un asesino serial interpretado por Anthony Perkins, que parodiaba descaradamente al Norman Bates de Psicosis. El elevado voltaje erótico del film restringió su exhibición en los Estados Unidos; la copia que circuló por los cines europeos era más completa.
Pero entre sus films más importantes puede que esté Los demonios (1971), basado en la novela de Aldoux Huxley y en la obra teatral de John Whiting. Ambientado en el siglo XVIII, en medio de poderosas intrigas políticas, narra la tragedia de un cura muy liberal en sus costumbres (Oliver Reed) que fascina a una monja (Vanessa Redgrave) reprimida sexualmente. Russell no se priva de nada: su artillería apunta a describir orgías con monjas, purgas con aceite ardiente, castraciones, en medio de las futuristas escenografías diseñadas por Derek Jarman. El film fue prohibido en varios países, incluido el nuestro, donde primero se exhibió con cortes y luego directamente fue retirado de circulación. Todavía no existe una edición en dvd decente; la Warner Bros teme a las represalias que esa edición pudiera traerle. O mi favorito, El mesías salvaje (1972), donde Russell apela a cierta mesura para narrar una historia de amor casi imposible, la del joven escultor francés Henri Gaudier-Brzeska (Scott Anthony) y la solterona polaca (un prospecto de escritora) Sophie Brzeska (Dorothy Tutin). El muchacho tiene 18 años y ella más de 40 y deben vivir en la más absoluta castidad por voluntad de la mujer, no muy afecta al sexo. Igual el joven Henri, que dejara un voluminoso grupo de obras antes de su muerte a los 23 durante la Primera Guerra Mundial, se hace escapadas nocturnas para satisfacer sus deseos. Una de sus compañeras de juerga es Gosh Boyle, una rica heredera que apoya el voto femenino. Russell nos regala un larguísimo desnudo frontal de una joven Helen Mirren que interpreta a Gosh, con un cuerpo pleno de formas que se oponen a los de la seca y esmirriada Sophie. El film es uno de los más emotivos que el inglés haya desarrollado; Russell maneja con mucho tacto y delicadeza la relación entre el joven genio y la madura freak.
Sin embargo, el film que permitió el destaque de Russell fue Mujeres apasionadas (1969), basado en la novela de D. H. Lawrence. De gran éxito en su momento, le valió una nominación para mejor dirección y el primer Oscar a Glenda Jackson, que interpreta a una de las hermanas Brangwen; la otra es Ursula (interpretada por la lavada Jennie Linden, de gran parecido con Debbie Reynolds). Mujeres apasionadas es un tratado sobre diversas maneras de explorar el amor y sobre la sensación de falta que produce en algunos espíritus inquietos.
Entre los personajes está Rupert Birkin (Alan Bates), un librepensador (bocetado como un alter ego del mismo Lawrence) que si bien busca asentarse con una mujer y lo logra, siempre echará en falta lo que puede darle un hombre. Es así que se propone a su amigo Gerald Crich (Oliver Reed) quien, debido a traumas varios como la influencia despreciativa de una madre trastornada y la muerte de su hermana recién casada en un lago teme a las mujeres y se empareja con Gudrun (Glenda Jackson, una poderosa vagina dentata; Russell no ahorra planos de su boca desafiante y sus dientes siempre prontos a cercenar). Crich rechaza a su amigo ya sea porque no siente y es incapaz de amar, o porque está tan reprimido que no se lo permite. Así y todo no se privan de protagonizar una escena de lucha homo erótica, los dos desnudos a la luz de unos leños crepitantes que fue por demás llamativa en la época del estreno.
Bastante perspicaz, el sensualista Birkin, tras dejar a su novia millonaria Hermione (una estupenda Eleanor Bron), que no soporta sus flirteos con Ursula y lo golpea con un huevo de Faberge en la cabeza, siendo acusada por él de querer controlarlo y de falta de espontaneidad en todos los órdenes de la vida, se establece con la más joven de las Brangwen, sin dejar de advertirle que ella puede brindarle todo lo que una mujer puede darle a un hombre, pero que eso no alcanza para hacerlo sentir completo, ya que siempre estará buscando a ese compañero camarada que Gerald se negó a ser.
Gerald, por su parte, que hacía tremendos alardes de salidas con prostitutas y dominar y maltratar sádicamente a su caballo y a los obreros de su fábrica, produciendo una fascinante aversión en Gudrun, sufrirá la dominación de ésta, que busca en él el goce sexual pero lo encontrará carente de la comprensión e inteligencia que necesita su alma de artista. Cuando acompañan en el viaje de bodas a su hermana y cuñado a los Alpes suizos, Gudrun conocerá a Loerke (Vladek Sheybal), un escultor abiertamente homosexual que excitará su capacidad imaginativa y complementará lo que el humillado y torturado Gerald tiene para ofrecer. Incapaz de sobrevivir a esa alianza, Gerald amagará matarla y terminará dirigiendo toda esa violencia interna hacia sí mismo, suicidándose, muriendo congelado en la nieve. Birkin había profetizado que esta pareja sólo servía para una relación de amantazgo, que ni Gerald ni Gudrun estaban para establecer una relación más convencional con ninguna persona.
El film propone momentos de gran intensidad emocional -tras ser golpeado por Hermione, Birkin se desnuda y corre por un campo de altas malezas, gozando de la sangre que le brota de la cabeza y las hojas que rozan su cuerpo; la búsqueda frenética por los asistentes a una fiesta de los jóvenes esposos ahogados en el lago en un abrazo eterno mientras Rupert y Ursula hacen el amor por primera vez; el baile hipnótico de Gudrun ante el ganado que podría atravesarla con sus cuernos; la escena sexual entre Gerald y la misma Ursula, en donde el hombre la somete violentamente produciéndole un gran goce, a la vez que por la cabeza de él surcan imágenes de su madre humillándolo; etc., con otros que sirven para la contemplación del vestuario y de las detalladas escenografías. No es poco logro que en manos de Russell Mujeres apasionadas sea un film de ideas y, a la vez, una honda experiencia emocional que no deja insatisfecho al espectador exigente.
Posteriormente, la obra de Russell inclinó más la balanza hacia lo sensorial que hacia lo reflexivo, pero aún en los momentos más bajos de su carrera no se pueden negar la búsqueda de la originalidad y la puesta en escena de la imaginación más desaforada. Desde aquí, mi saludo a tan inquieto y juguetón espíritu.
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