14/3/12

Un dios salvaje


El nuevo film de Roman Polanski es uno de esos descansos que se toma muy de vez en cuando para hacer una comedia. Ni La danza de los vampiros ni ¿Qué? ni Un dios salvaje alcanzan la estatura de los grandes hitos de su carrera pero tampoco son trabajos inestimables. En esta ocasión, Polanski adapta una obra de Yasmina Reza, la autora de “Art”, especialista en rozar un montón de temas interesantes sin profundizar en ninguno, para brindarnos una pequeña pieza de cámara a la que inyecta varias de sus obsesiones.

El punto de partida es la agresión que un niño inflige a otro, disparador para que sus padres se reúnan y traten de resolver las cosas de la manera más razonable posible. Encerrados en un departamento -al igual que la protagonista de Repulsión, la de El bebé de Rosemarie, el de El inquilino- neoyorquino del que no se animan a escapar -son varias las veces que la pareja que constituyen Kate Winslet y Christoph Waltz se acercan al ascensor para volver al cuadrilátero; todo un guiño a El ángel exterminador del maestro Buñuel- disfrazados de las buenas maneras que uno encuentra en cualquier acontecimiento social, entablaran una batalla multidireccional: las máscaras caerán y la agresividad innata en todo ser humano se apoderará de sus interacciones.  

Los mecanismos del polaco harán que no quede títere con cabeza y que victimarios sean igualados a las víctimas. La moral existente será la de la jungla. De nada servirán las buenas causas como disfraz: la defensora de los derechos de los africanos terminará siendo tan violenta como el inescrupuloso abogado que defiende los intereses de un laboratorio farmacéutico; el bonachón vendedor de elementos para sanitarios terminará defendiendo que una pandilla abuse de un individuo y la vendedora de bienes raíces perderá toda compostura descargando visceralmente su interioridad sobre los costos libros de arte que decoran la mesa ratona del living. Mientras estos cuatro personajes se desarman a sí mismos, Polanski muestra que las otrora víctimas -un hamster, un niño- gozan de buena salud y lo que era animosidad en un momento puede transformarse -en el devenir de las cosas- en camaradería entre pares.

Mientras tanto se deja constancia sobre los roles masculinos en la sociedad -Ivanhoe, El hombre araña son invocados-, el poco interés que los miembros masculinos ponen en sus hijos, la carga que representan para sus madres, la poca o relativa eficacia que el arte tiene a la hora de embellecer un alma (uno de los temas de La naranja mecánica) y la escasa distancia que nos separa de las tribus más exóticas a la hora de invocar a un dios. Aquí no se habla de Dios sino de Darwin y la supremacía del más fuerte en determinado contexto y lugar.

La puesta en escena es sencillamente fabulosa como siempre en Polanski. Realismo extremo que termina desembocando en la abstracción del absurdo: el departamento muestra detalles de buen gusto donde la leña que servía para calentar al hombre prehistórico convive con el más moderno de los refrigeradores; por más alejado que el baño esté del living no se puede evitar que en determinado momento -el del vómito- los dos ámbitos intercambien algunas de sus características; máscaras primitivas cuelgan de las paredes junto a pinturas abstractas, etc. El manejo de las cámaras y los encuadres contribuye a la tensión inherente al asunto; lo mismo que el agitado montaje.

Un dios salvaje se enrola en una tradición cinematográfica que tiene a Los muchachos de la banda (Willian Friedkin, 1970), La fiesta de Don (Bruce Beresford, 1976) como dignos antecedentes, y los sobrepasa: Polanski en un punto termina hablando de la condición humana y no de un grupo de neoyorquinos encerrados en un departamento. Para él la falta de comunicación y el intento de reestablecerla constantemente son dos caras de la misma moneda; no es casual el protagonismo que tiene un teléfono celular en la trama. Para él la trampa del individuo encerrado en sí mismo obligado a vivir en sociedad es un ir y venir entre la vida comunitaria y el aislamiento. Que al personaje de Kate Winslet el de Jodie Foster le destruya el contenido de su bolso y todos los enceres para maquillarse también es simbólico; con la máscara grotesca que porta la actriz inglesa es suficiente.

La dirección de actores es sobresaliente. Jodie Foster es una puritana pese al disfraz idealista del personaje y eso se trasluce en su carencia de maquillaje, su extremada delgadez, la aspereza de su voz, las venas hinchadas como rieles en su cuello. Christoph Waltz emite tonos tan graves con su voz que hacen olvidar que es mucho más pequeño en estatura que John C. Reilly, un bonachón, que apenas puede ocultar su pasión por el hedonismo.

Tras la carnicería, el mono de 2001 salta contento enarbolando su hueso sobre los ropajes sofisticados y la cháchara sin sentido de sus víctimas. Ignora que está por llegar el momento en que alguien se ría de él.      

2/3/12

Hugo


El nuevo film de Martin Scorsese se adentra más en territorios propios de Steven Spielberg que en los del afamado director neoyorquino. Historia de un huérfano que trata de sobrellevar el duelo por la pérdida del padre tratando de restaurar la imagen de uno de los padres del cine, nada menos que Georges Melies, se acerca en la obra de Scorsese a aquella zona influenciada por Luchino Visconti, la de La edad de la inocencia (1992), en lo que hace a la puntillosidad de la reconstrucción de época. Pero ni en ese film ni en el resto de la filmografía de Scorsese la puesta en escena se imponía a lo que tenía que contar, diluyendo el conflicto. Por el contrario, los elementos de la puesta en escena contribuían a subrayar la faceta realista del realizador, a ambientar suntuosamente sus historias realzándolas. Aún en Taxi Driver, pese a los recursos expresionistas para expresar la mirada paranoica de su protagonista, el basamento era la Nueva York de la época; el film se había filmado en sus calles, registraba a sus transeúntes y sus costumbres. Jamás debe olvidarse que en la obra de Scorsese coexisten el impulso ficcional con el documental.

Aquí Scorsese se adentra en los terrenos de la fantasía, aquellos que el maestro Melies abonó para el cine, contraponiéndose al realismo documental de los Lumiere, del que también se deja constancia. El problema es que el guión no lo acompaña: hubiera necesitado una poda y mayor capacidad de síntesis. Muchos minutos -largos, tediosos- dedicados a establecer la relación entre Hugo (maravilloso Asa Butterfield) y otra huérfana, Isabelle (Chloë Grace Moretz, responsable de una de las peores actuaciones que uno recuerde en un film del italonorteamericano); en esos segmentos la narración se vuelve monótona y artrítica, por no decir reiterativa. Es como que el ritmo del director sufriera una pausa porque el film tiene como destinatarios a los niños y se dedicara a silabear en lugar de armar frases. En esos momentos no alcanza con recorrer la pantalla deleitándose con los detalles de puesta en escena: ¿cuántas veces podemos ver a Hugo corriendo por los pasillos internos del reloj en el que se guarece u observamos los mecanismos del mismo desde todas las angulaciones posibles? Es en esos momentos en que los mecanismos del film -un film dedicado a las máquinas y a su reparación- se hacen evidentes. Para recordarnos cuál era el conflicto Hugo retoma  hacia el final la voz en off de Isabelle que anuda todos los cabos sueltos, reiterando lo que la imagen ya se encargó de mostrar.

El amor al cine y su historia son palpables en el film a través de los reiterados homenajes: no sólo son citados los Lumiere y Meliés, también aparecen Harold Lloyd y Hitchcock (The lodger aparece en la escena en que Isabelle se ve atropellada por la multitud y ella observa sus pisadas como a través de un vidrio), Kubrick (la composición del Inspector de la estación -Sacha Baron Cohen- recuerda al doctor Insólito y al guardia “mecánico” de la cárcel de La naranja mecánica, también al Inspector Closeau diseñado por Peter Sellers), etc.. Pero ese amor al cine se vuelve tedioso cuando se hace notorio que se nos está dando una lección, encima una lección silabeada para niños acerca de la necesidad de preservar el material fílmico y el rescate del que se ha perdido. También se cuela por ahí un aire a la espantosa Amelie (Jean-Pierre Jeunet,2001), no sé si devenido de los reiterados primeros planos del protagonista y sus enormes ojos asombrados -pese a que es un voyeur que observa todo desde lo alto de su escondite- o de la musiquita con aroma francés. No es el París de Irma la dulce (Billy Wilder, 1962) ni el de Un americano en París (Vincente Minnelli, 1950), es el París sintético de Amelie el que se representa en ese microcosmos de la estación.

En lo que destaca Hugo es en el uso del 3D, superando en corporalidad y profundidad de campo a lo logrado por James Cameron en Avatar. Los copos de nieve o las chispitas que brotan de ambos lados de la pantalla en la reproducción de una filmación de una fantasía de Melies fascinan por su realismo. No estamos ante el espantoso mercado persa que fue la Alicia de Tim Burton, plena de chirimbolitos colgantes; aquí todo se justifica.

Y párrafo aparte merece la interpretación de Ben Kingsley como Melies. Con tamaño actor Scorsese se las arregla para darle cohesión al último tercio del film y provocar cierta emoción.

Dudo como muchos afirman que Hugo sea un clásico como ya lo es ET el extraterrestre (Steven Spielberg, 1982): será una curiosa nota al pie dentro de la obra de uno de los mayores realizadores estadounidenses, que ya dio lo mejor de sí en las primeras dos décadas de su carrera.