11/10/17

Blade Runner 2049




La nueva Blade Runner, dirigida por Denis Villeneuve, es un thriller existencial, donde un cazador de replicantes –que se rebelan ante el orden constituido por las corporaciones- no sólo busca descifrar el enigma de su identidad, sino que también debe ubicar al protagonista del film anterior, desaparecido hace años.

Hoy día, el film de Ridley Scott luce como un clase B, pese a que en su momento contaba con un presupuesto bastante alto y fue un fracaso en la taquilla. El cruce entre la ciencia ficción de anticipación y el film noir , la apabullante ambientación, los repentinos estallidos de violencia, lo constituyeron en aquel momento en una experiencia visionaria. Cierta poesía –destilada del cine publicitario, del que provenía Scott- y algunas opacidades en el guion pugnaron por darle una densidad conceptual de la que siempre  careció. Sin embargo, es un hito importante e indiscutible dentro del género.

La secuela  es  un film clase A, con una estrella joven al frente –Ryan Gosling, una especie de James Stewart cool-, reforzado por el ajado y cansino carisma de Harrison Ford. La ambientación también es deslumbrante –como todos los rubros técnicos- pero el film no constituye una experiencia asombrosa. Se han borrado los rasgos de film noir y el aspecto retro está más anclado en la década del 50 del siglo pasado. Hay hologramas de interpretaciones de Frank Sinatra y Elvis Presley, alguna reminiscencia de El ciudadano (Orson Welles, 1941), –la escena entre Gosling y Edward James Olmos, recuerda la visita al asilo donde reposa el personaje de Joseph Cotten. El estilo ha sido saneado; la extraordinaria fotografía de Roger Deakins luce muy bien en 3D pero no exhibe rastros de la suciedad que pululaba en el film de Scott. Hay una razón argumental: la sociedad descripta –en la que en apariencia no existe la política como tal, sino que todo es regulado por empresas que crean replicantes castrados de ansias de rebelión- se mantiene en orden hasta que algunos replicantes de aquel pasado anterior al gran apagón del 2022 emiten señales subversivas que el dueño de la gran corporación (Jared Letto, con unas lentes de contacto muy incómodas), un ingeniero genético, pugna por silenciar con la ayuda de su brazo ejecutor, una androide letal.

Cierto es que, para los 200 millones de dólares que costó, el ritmo es un tanto parsimonioso. Algo así había probado el director canadiense con La llegada (2016), donde un buen guion se veía obstaculizado por defectos de realización.   Hay pocas secuencias de acción pero, como en todo buen film de suspenso, si el espectador se involucra, se la pasa conjeturando acerca de quién es un replicante o quién un humano, y la transformación –entre derroteros e indicios falsos-  que se opera en el protagonista está muy bien calibrada.
Se dice que todo buen film de ciencia ficción realiza un comentario sobre la sociedad de la época en que fue realizado.  Por ejemplo, La invasión de los usurpadores de cuerpos (Don Siegel, 1956) destilaría un comentario sobre una sociedad paranoica ante la amenaza del comunismo. En Blade Runner 2049, no hay mucho para asombrarse. La sociedad del futuro sigue siendo tan heteronormativa como la de hoy; la prueba es que los productos que se ofrecen para generar  felicidad en el consumidor están pensados para satisfacer a los hombres heterosexuales; no hay metáforas de muñecos de plástico para señoras o señores que los prefieran. Por otro lado, ya hay países que tienen empresarios como presidentes. Y si uno se fija bien en los rangos de expresión emocional que ofrecen ciertos rostros, puede encontrar algún replicante al frente de alguna gobernación de nuestro país.

1/10/17

Zama - The Beguiled






Dos de las mejores directoras, exponentes del cine de autor,  regresan con obras distinguidas pero no –justamente- lo mejor de su producción. Una, nuestra Lucrecia Martel, con Zama, una adaptación muy particular de la novela del mendocino Antonio di Benedetto; la otra, Sofia Coppola, con su reescritura de El seductor, una historia que había dirigido Don Siegel en 1971, protagonizada por la yunta más inimaginable: Clint Eastwood y la gran Geraldine Page.

Zama adopta el punto de vista de un funcionario del virreinato español radicado en Asunción a fines del siglo XVIII que, una vez cumplidas sus tareas, espera indefinidamente que lo autoricen a regresar a España. Martel, después de 9 años de ausencia de la pantalla tras la asombrosa La mujer sin cabeza, despliega todo su sofisticado arsenal audiovisual para enrarecer el realismo de un relato con ecos de las obras del teatro del absurdo y algunos films de Buñuel, donde los deseos siempre se desplazan pero casi nunca se concretan.

Representando situaciones que se repiten una y otra vez en diferentes contextos con los mismos resultados: la deriva continúa hasta casi el borramiento de la identidad del personaje. Víctima de un cierto atontamiento, don Diego de Zama se embarca en aventuras en busca de lo que ya posee, es deseado por quienes él no desea, es rescatado del puro transcurrir por algo que parece inocente pero ligeramente diferente

Si lo que decimos luce abstracto, así es la película, una sucesión de secuencias con nula progresión narrativa, puro deleite para los sentidos. Hay suficiente humor marteliano como para aliviar el tránsito, un diseño de sonido que singulariza lo más trivial con mezclas más propias del cine fantástico, pero se trata de un film para sibaritas de la capacidad expresiva del cine.  Al hacer “una de época”, Martel neutraliza muchas de las referencias a las que nos tiene acostumbrado el cine histórico; se relame mostrando personajes llevando una peluca blanca mal encajada sobre las raíces negras; exhibiendo a un par de actores gemelos -comparsas del protagonista- que hacen que volvamos dos veces a recorrer el espacio de la pantalla para confirmar lo que hemos visto; diseñando encuadres llenos de obstáculos para la mirada que nunca hacen que nos olvidemos que lo que estamos viendo es una representación, y que la suya es una de las miradas más singulares que existen en el mundo del cine contemporáneo. El elenco internacional es el adecuado para someterse a los designios de la suprema autoridad que los ha convocado.


Las apuestas de Sofia no son tan altas como la de nuestra compatriota. Cultora de la representación del tedio como modo de vida en films como Las vírgenes suicidas (1999), Perdidos en Tokio (2003), María Antonieta (2006) y Somewhere (2010), esta vez nos evita ojear el reloj durante la proyección, algo que los miembros del jurado del último Festival de Cannes habrán tenido en cuenta a la hora de darle la Palma de Oro a la mejor directora.
Decíamos que Sofia toma cierto riesgo al volver a filmar una historia lo suficientemente conocida por los cinéfilos para imprimirle su estilo particular, acá más cercano al de Peter Weir en Picnic en las rocas colgantes (1975) que al film de Siegel, un verdadero derroche de Grand Guignol y pasiones al rojo vivo, puro gótico sureño sin tamizar, con el carisma de Eastwood en su faceta de galán cínico y los desbordes gestuales de Geraldine Page.


La trama se resume en la llegada de un soldado del ejército del norte (Colin Farrell), que está herido en la pierna, y al que socorren las integrantes de un colegio de señoritas sureño, en plena guerra de Secesión. Aquí la directora del colegio es Nicole Kidman –sus cejas esculpidas en botox aparecen antes que ella-, la profesora reprimida con ansias de soltarse es Kirsten Dunst, y una de las alumnas más avispadas, Elle Fanning. Cada una tiene su propio designio con respecto al macho herido y, él, hábilmente, los alienta.

El tratamiento de la directora atenúa todas las pasiones, la iluminación nocturna de las habitaciones y suprime el personaje de una sirvienta negra, de cierta relevancia en la otra versión. La calidad de la fotografía oscila entre lo tétrico de algunos ambientes y unos exteriores iluminados a lo David Hamilton, llenos de nieblas y humedad pero desprovistos de erotismo. A la directora de la institución se le extirpa un pasado incestuoso que ayudaba a caldear los delirios de la Page. Por eso, el estilo Coppola incólume: ese toque europeo tan chic que blanquea con lavandina los excesos y la hace tan favorable a aparecer en las revistas de moda del viejo continente, film tras film.