La nueva Blade Runner,
dirigida por Denis Villeneuve, es un thriller
existencial, donde un cazador de replicantes –que se rebelan ante el orden
constituido por las corporaciones- no sólo busca descifrar el enigma de su
identidad, sino que también debe ubicar al protagonista del film anterior,
desaparecido hace años.
Hoy día, el film de Ridley Scott luce como un clase B, pese
a que en su momento contaba con un presupuesto bastante alto y fue un fracaso
en la taquilla. El cruce entre la ciencia ficción de anticipación y el film noir , la apabullante ambientación, los
repentinos estallidos de violencia, lo constituyeron en aquel momento en una
experiencia visionaria. Cierta poesía –destilada del cine publicitario, del que
provenía Scott- y algunas opacidades en el guion pugnaron por darle una
densidad conceptual de la que siempre careció. Sin embargo, es un hito importante e
indiscutible dentro del género.
La secuela es un film clase A, con una estrella joven al
frente –Ryan Gosling, una especie de James Stewart cool-, reforzado por el ajado y cansino carisma de Harrison Ford.
La ambientación también es deslumbrante –como todos los rubros técnicos- pero el
film no constituye una experiencia asombrosa. Se han borrado los rasgos de film
noir y el aspecto retro está más
anclado en la década del 50 del siglo pasado. Hay hologramas de
interpretaciones de Frank Sinatra y Elvis Presley, alguna reminiscencia de El ciudadano (Orson Welles, 1941), –la
escena entre Gosling y Edward James Olmos, recuerda la visita al asilo donde
reposa el personaje de Joseph Cotten. El estilo ha sido saneado; la
extraordinaria fotografía de Roger Deakins luce muy bien en 3D pero no exhibe
rastros de la suciedad que pululaba en el film de Scott. Hay una razón
argumental: la sociedad descripta –en la que en apariencia no existe la
política como tal, sino que todo es regulado por empresas que crean replicantes
castrados de ansias de rebelión- se mantiene en orden hasta que algunos
replicantes de aquel pasado anterior al gran apagón del 2022 emiten señales
subversivas que el dueño de la gran corporación (Jared Letto, con unas lentes
de contacto muy incómodas), un ingeniero genético, pugna por silenciar con la
ayuda de su brazo ejecutor, una androide letal.
Cierto es que, para los 200 millones de dólares que costó,
el ritmo es un tanto parsimonioso. Algo así había probado el director
canadiense con La llegada (2016),
donde un buen guion se veía obstaculizado por defectos de realización. Hay pocas
secuencias de acción pero, como en todo buen film de suspenso, si el espectador
se involucra, se la pasa conjeturando acerca de quién es un replicante o quién un
humano, y la transformación –entre derroteros e indicios falsos- que se opera en el protagonista está muy bien
calibrada.
Se dice que todo buen film de ciencia ficción realiza un
comentario sobre la sociedad de la época en que fue realizado. Por ejemplo, La invasión de los usurpadores de cuerpos (Don Siegel, 1956)
destilaría un comentario sobre una sociedad paranoica ante la amenaza del
comunismo. En Blade Runner 2049, no
hay mucho para asombrarse. La sociedad del futuro sigue siendo tan
heteronormativa como la de hoy; la prueba es que los productos que se ofrecen
para generar felicidad en el consumidor
están pensados para satisfacer a los hombres heterosexuales; no hay metáforas
de muñecos de plástico para señoras o señores que los prefieran. Por otro lado,
ya hay países que tienen empresarios como presidentes. Y si uno se fija bien en
los rangos de expresión emocional que ofrecen ciertos rostros, puede encontrar
algún replicante al frente de alguna gobernación de nuestro país.