Dos de las mejores directoras, exponentes del cine de
autor, regresan con obras distinguidas
pero no –justamente- lo mejor de su producción. Una, nuestra Lucrecia Martel,
con Zama, una adaptación muy
particular de la novela del mendocino Antonio di Benedetto; la otra, Sofia
Coppola, con su reescritura de El
seductor, una historia que había dirigido Don Siegel en 1971, protagonizada
por la yunta más inimaginable: Clint Eastwood y la gran Geraldine Page.
Zama
adopta el punto de vista de un funcionario del virreinato español radicado en
Asunción a fines del siglo XVIII que, una vez cumplidas sus tareas, espera
indefinidamente que lo autoricen a regresar a España. Martel, después de 9 años
de ausencia de la pantalla tras la asombrosa La mujer sin cabeza, despliega todo su sofisticado arsenal audiovisual
para enrarecer el realismo de un relato con ecos de las obras del teatro del
absurdo y algunos films de Buñuel, donde los deseos siempre se desplazan pero
casi nunca se concretan.
Representando situaciones que se repiten una y otra
vez en diferentes contextos con los mismos resultados: la deriva continúa hasta
casi el borramiento de la identidad del personaje. Víctima de un cierto
atontamiento, don Diego de Zama se embarca en aventuras en busca de lo que ya
posee, es deseado por quienes él no desea, es rescatado del puro transcurrir
por algo que parece inocente pero ligeramente diferente
Si lo que decimos luce abstracto, así es la película, una
sucesión de secuencias con nula progresión narrativa, puro deleite para los
sentidos. Hay suficiente humor marteliano como para aliviar el tránsito, un
diseño de sonido que singulariza lo más trivial con mezclas más propias del
cine fantástico, pero se trata de un film para sibaritas de la capacidad
expresiva del cine. Al hacer “una de
época”, Martel neutraliza muchas de las referencias a las que nos tiene
acostumbrado el cine histórico; se relame mostrando personajes llevando una
peluca blanca mal encajada sobre las raíces negras; exhibiendo a un par de
actores gemelos -comparsas del protagonista- que hacen que volvamos dos veces a
recorrer el espacio de la pantalla para confirmar lo que hemos visto; diseñando
encuadres llenos de obstáculos para la mirada que nunca hacen que nos olvidemos
que lo que estamos viendo es una representación, y que la suya es una de las
miradas más singulares que existen en el mundo del cine contemporáneo. El
elenco internacional es el adecuado para someterse a los designios de la suprema
autoridad que los ha convocado.
Las apuestas de Sofia no son tan altas como la de nuestra
compatriota. Cultora de la representación del tedio como modo de vida en films
como Las vírgenes suicidas (1999), Perdidos en Tokio (2003), María
Antonieta (2006) y Somewhere
(2010), esta vez nos evita ojear el reloj durante la proyección, algo que los
miembros del jurado del último Festival de Cannes habrán tenido en cuenta a la
hora de darle la Palma de Oro a la mejor directora.
Decíamos que Sofia toma cierto riesgo al volver a filmar una
historia lo suficientemente conocida por los cinéfilos para imprimirle su
estilo particular, acá más cercano al de Peter Weir en Picnic en las rocas colgantes (1975) que al film de Siegel, un
verdadero derroche de Grand Guignol y
pasiones al rojo vivo, puro gótico sureño sin tamizar, con el carisma de
Eastwood en su faceta de galán cínico y los desbordes gestuales de Geraldine
Page.
La trama se resume en la llegada de un soldado del
ejército del norte (Colin Farrell), que está herido en la pierna, y al que
socorren las integrantes de un colegio de señoritas sureño, en plena guerra de Secesión.
Aquí la directora del colegio es Nicole Kidman –sus cejas esculpidas en botox
aparecen antes que ella-, la profesora reprimida con ansias de soltarse es
Kirsten Dunst, y una de las alumnas más avispadas, Elle Fanning. Cada una tiene
su propio designio con respecto al macho herido y, él, hábilmente, los alienta.
El tratamiento de la directora atenúa todas las pasiones,
la iluminación nocturna de las habitaciones y suprime el personaje de una
sirvienta negra, de cierta relevancia en la otra versión. La calidad de la
fotografía oscila entre lo tétrico de algunos ambientes y unos exteriores
iluminados a lo David Hamilton, llenos de nieblas y humedad pero desprovistos
de erotismo. A la directora de la institución se le extirpa un pasado incestuoso
que ayudaba a caldear los delirios de la Page. Por eso, el estilo Coppola incólume:
ese toque europeo tan chic que blanquea con lavandina los excesos y la hace tan
favorable a aparecer en las revistas de moda del viejo continente, film tras
film.
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