No hay nada más satisfactorio que las artesanías bien
confeccionadas, con su siempre bien recibida ilusión de completitud, su
escapismo sin desvíos. Como papilla para bebés, se deslizan por el gaznate sin
ofrecer resistencia a la digestión, sin riesgos de atoramiento. Son agradables
y placenteras porque en algún punto, más allá de la materia que traten, nos
retrotraen a nuestra infancia, cuando creíamos que los buenos eran simplemente
buenos, los malos execrables, y el
crimen y la estafa pagaban sus debidos respetos ante la ley. Productos que
abundaban por docenas en las carteleras cinematográficas del siglo pasado, hoy relumbran
dada su singularidad y escasez.
Downton
Abbey fue una serie (2010-2015) que supo captar adeptos a
nivel global, cantando loas a un orden eterno donde los ricos serán por siempre
ricos y los sirvientes siempre sirvientes o, con un toque de suerte,
emprendedores de tercer grado dentro del rígido sistema de castas británico. La
mansión de los Crawley en el condado de Yorkshire los englobaría a todos como
metáfora de una Inglaterra perfectamente compartimentada en un todo sin fisuras,
todavía empachada con las mieles de las conquistas imperiales, pero sin voces
discordantes, donde cada uno conocía cuál era su lugar. Es tan así que una de
las hijas del dueño de casa se casará con un nacionalista irlandés y la mano
del guionista se encargará de castrar de raíz cualquier matiz iracundo en la
conducta del rubio muchacho.
El film que adorna nuestras pantallas viene confeccionado
por el mismo guionista (y creador) de la serie, Julian Fellowes, y dirigido por
alguien elegido para la ocasión, un diligente estadounidense del que no vale
siquiera la pena recordar el nombre. Fellowes, un experto en cuestiones de la
aristocracia británica, no afila aquí su lápiz como lo hiciera en Gosford Park, una incursión
corrosiva de un estadounidense eminente como lo era Robert Altman en uno de sus
exitosos experimentos corales. Allí los sirvientes complotaban para encubrir a
la criminal que había despachado al dueño de casa, cobrándose una vieja ofensa relacionada con el
derecho de pernada de los señores con sus subordinados.
Aquí Fellowes apela
al crayón, con habilidad suficiente como para manejar los destinos de cuatro
docenas de personajes, en escenas que a veces no duran más que medio minuto,
entre vistas aéreas magnificentes de las distintas residencias, numerosas
cortinas de brocado y alfombras persas, lujos de vestuario y escenografía que
se desvanecen en un pestañeo, detalles y costumbres donde la decadencia se
disfraza de buenas formas, donde las luces reflejan superficies eternamente
limpias en las plantas superiores y los claroscuros las dependencias
inferiores, donde –como ratitas diestramente entrenadas- el personal en relación
de dependencia trama y complota para que sus señores se luzcan ante una breve
visita del rey y la reina, ya que en ello les va su dignidad y su amor a la
institución real.
Y Fellowes no lo hace nada mal. Downton Abbey posee todas las virtudes de la serie compactadas en
dos horas de duración, un capítulo mucho más suntuoso y en pantalla ancha.
Gente que corre por los pasillos de la planta subterránea en prosecución de sus
tareas seguidos por cámaras veloces y rasantes que disminuyen el ritmo a la
prudente velocidad con la que se desempeñan los que habitan las plantas
superiores mientras departen, toman el té, comen scones, se visitan, se visten,
se desvisten, se prueban ropa, no van al baño, se apiadan de sí mismos o
complotan contra sus congéneres.
Así se sucederán intrigas por la herencia y la identidad,
atentados contra el benevolente rey en los que el miembro irlandés de la
familia tiene mucho que ver (pero no a la manera de un film de Ken Loach),
redadas en antros donde los muchachos bailan entre ellos, cenas de etiqueta,
bailes imperiales, competencias entre cocineros reales y plebeyos, robos de
objetos valiosos, abusos entre esposo y esposa, calderas estropeadas y vueltas
a estropear por celos, la acción quijotesca de una lady decidida acompañar a los sirvientes bajo la lluvia a mover
unas sillas, la posibilidad de succionar sangre y bienes en el continente
africano, todo con la liviandad y la ligereza de una telenovela de lujo, tan
abarrotada como la popa del Titanic antes de hundirse.
Con semejante run
run no hay tiempo para la creación de atmósferas ni para la sutileza en la
creación de personajes. Para eso estaban las adaptaciones literarias del tándem
Merchant-Ivory: Un amor en Florencia,
Maurice, La mansión Howard, entre otras.
Sí habrá espacio para las bienvenidas estocadas de la Condesa
de Grantham (Maggie Smith, inconmensurable), en duelo verbal con una prima
trasgresora (Imelda Staunton, la pobre Vera
Drake de Mike Leigh) que podría beneficiar o no con su fortuna a su hijo
(Hugh Bonneville, más cero a la izquierda que de costumbre). Y para que sea
protagonista de una escena catártica en su rol de ajada abuela con la nieta
mayor, Lady Mary Talbot (Michelle Dockery, perdurablemente insípida), donde las
lágrimas de los espectadores -que esperaban surgir cristalinas como de manantial-
surcaran mejillas sin distinción de fronteras, género o condición sexual. Entre
tanto, la necesaria presencia estadounidense –la serie batió records de audiencia
en la tierra de Trump- se verá representada por las pecas que sostienen las
miradas compasivas de Cora Crawley (la otrora bellísima Elizabeth McGovern, aquí
con un tanto desteñida) ante los distintos eventos que la condición humana le
pone en el camino, como el decidir qué es lo mejor para el bienestar de su
marido e hijas o el color de las sábanas del dormitorio de los invitados
reales.
Demás está decir que esta confección tiene como objeto,
en primer lugar, a los seguidores de la serie y a todos aquellos que creen que
del otro lado del arco iris yace una olla repleta de monedas de oro. Sin
embargo, es un vestido que a la mayoría le cae bien.
No muy disímil es el efecto que otro cuento de hadas, Los dos
Papas, puede producir en las audiencias para las que fue diseñado. Dirige
el brasilero Fernando Meirelles (que deslumbrara con Ciudad de Dios y, un poco menos, con El jardinero fiel) en
base a un guion original de Anthony McCarten, especialista en temas inspirados
en hechos reales, como lo fueron La
teoría del todo, Su hora más oscura y Rapsodia bohemia (ficciones creadas en base a sucesos y
especulaciones sobre las vidas del científico Stephen Hawking, el político Winston Churchill, el cantante
Freddie Mercury, respectivamente).
En base a tres encuentros entre el entonces Papa
Benedicto (Anthony Hopkins) y el actual Papa Francisco (Jonathan Pryce),
teniendo en cuenta información obtenida en base a entrevistas y biografías,
McCarten construye dos personajes, uno conservador, otro progresista, que
dialogan y dialogan, y que del desacuerdo pasan paulatinamente al abrazo y
hasta a bailar, tímidamente, juntos. Entretanto se cimenta un relato amable
donde ambos muestran sus fortalezas, sus virtudes, dudas y contradicciones.
Francisco se acerca a Josef con la intención de que
acepte su solicitud de jubilación. Benedicto irá descubriendo un personaje que
será digno de ser su sucesor, dado el placer con el que disfruta de las
pequeñas cosas, su simpleza y la proximidad con los fieles. También su presencia
lo llevará a descubrir las virtudes de comer una pizza y no la comida preparada
exclusivamente en las cocinas del palacio, perdón, de Castel Gandolfo; la
textura del orégano; e intentará aprender a bailar unos pasos de tango, todas
acciones para agradar al gran público y que permiten una mirada compasiva ante
un personaje rígido que parece haber sido traicionado por su secretario y sufre
una crisis de fe tan monumental que lo llevará a la abdicación de su reinado,
es decir, del papado, en virtud del argentino.
No es tarea de este crítico deslindar que hay de
verdadero en este relato, hay quienes están más duchos en ese tipo de
cuestiones (consultar: https://es.aleteia.org/2019/12/21/que-es-verdad-y-que-es-ficcion-en-la-pelicula-los-dos-papas/).
Sí destacar que la narración –con su
método de escudriñar los entretelones de los ricos y famosos- ofrece un
servicio gigantesco a la edificación de la figura del Papa argentino,
mostrándolo apasionado por el fútbol, publicitando su discurso y muchos de sus
atributos positivos, como alguien que alguna vez se enamoró de una mujer, profundamente vulnerable e impotente (al tratar de salvar víctimas
de las dictadura de 1976), alguien en contacto permanente con Dios (él recibe
señales que ya Benedicto no percibe), con un discurso en contra del capitalismo
financiero en virtud de uno más humano que tenga en cuenta las tremendas
iniquidades que aquel provoca, alejado del boato y de la pompa y de las
tradiciones que su superior practica a rajatabla. El Papa alemán tiene sobre
sus espaldas haberse enamorado de los libros y de la música clásica (algo que
sabemos que no te hace muy popular hoy día), y haber hecho la vista gorda ante
casos de abusos a menores por parte de sacerdotes, algo a lo que se alude pero
a lo que convenientemente el director le baja el volumen. No sólo aquí se
publicita como un producto masivo al Papa argentino, también se resguarda y se
muestran las virtudes de la Iglesia como institución, que necesita una reforma
para la que Francisco estaría preparado.
A la vez que en los diálogos se habla de cambios en
rígidas estructuras e inclusión, la cámara de Meirelles –entre fragmentos
documentales de noticias periodísticas y flashbacks
que retrotraen a la Argentina de los años 50, 70 y 80- se regodea con el
vestuario, los rituales, las obras de arte y los amplios espacios que inundan el
Vaticano, todo ello recreado para la ocasión con mano de orfebre en los
estudios de Cinecittá, a los que podemos echarle un vistazo de cerca sin dejar
de deslumbrarnos. Han transcurrido cinco décadas desde que Las sandalias del pescador
nos ofreciera la misma ilusión.
La reconstrucción de las distintas épocas es impecable,
con escenas ambientadas en la villa 31 mientas Francisco da misa a los pobres,
que a veces nos llevan a creer que estamos viendo una película argentina. La
impresión se refuerza al ver a Juan Minujín interpretando a Francisco joven, al
que se le borra su característico sex
appeal (lo mismo se hizo con Rodrigo de la Serna en Chiamatemi Francesco, una miniserie de origen italiano) en virtud
de destacar su mirada, una mirada obsesiva y abrasadora. Pero por otro lado ésta
es una producción destinada a un mercado global, costeada por Netflix, y
políglota. Se habla nuestro español pero también italiano, alemán, latín y,
mayoritariamente, inglés.
Los protagonistas son encarnados por el glorioso Anthony
Hopkins, especialista en personajes obsesivos y detallistas, -aquí más cercano
a los pudores del mayordomo de Lo que
queda del día que al vistoso despliegue del Hannibal Lecter de El silencio de los inocentes-, y el
camaleónico Jonathan Pryce, más atinado en componer a Francisco que a Perón en
la Evita de Alan Parker. Ya han sido
nominados con justicia para el Globo de Oro, al igual que la película y el guion.
Más allá de los guiños que buscan reforzar la cercanía
con el espectador, como serían ver a un Papa comiendo pizza con la mano,
disfrutando de un partido de futbol emitido por televisión o pidiéndole ayuda
con el wifi a un guarda –son gente mayor-, las elecciones musicales –fácilmente
reconocibles- se dirigen directamente al corazón. Francisco silba Dancing Queen, del grupo Abba
(composición que el director utiliza irónicamente durante el deambular de
varios obispos con sus faldas largas); también se escucha a Mercedes Sosa y algún
que otro tema de The Beatles.
Meirelles no ha dejado ningún recurso de lado para creer
empatía con sus personajes. Y esa es una de las reglas principales de las
artesanías cinematográficas bien ejecutadas: ha creado una leyenda simpática
que, amén de hacerle un gran favor a la figura del actual Papa, predica el
derribar los muros que nos separan aquí, allá y en todas partes. Si en un mundo
ideal esa es la función del Papado y de la Iglesia, bienvenida sea.