25/12/19

Downton Abbey - Los dos Papas




No hay nada más satisfactorio que las artesanías bien confeccionadas, con su siempre bien recibida ilusión de completitud, su escapismo sin desvíos. Como papilla para bebés, se deslizan por el gaznate sin ofrecer resistencia a la digestión, sin riesgos de atoramiento. Son agradables y placenteras porque en algún punto, más allá de la materia que traten, nos retrotraen a nuestra infancia, cuando creíamos que los buenos eran simplemente buenos, los malos execrables,  y el crimen y la estafa pagaban sus debidos respetos ante la ley. Productos que abundaban por docenas en las carteleras cinematográficas del siglo pasado, hoy relumbran dada su singularidad y escasez.

Downton Abbey fue una serie (2010-2015) que supo captar adeptos a nivel global, cantando loas a un orden eterno donde los ricos serán por siempre ricos y los sirvientes siempre sirvientes o, con un toque de suerte, emprendedores de tercer grado dentro del rígido sistema de castas británico. La mansión de los Crawley en el condado de Yorkshire los englobaría a todos como metáfora de una Inglaterra perfectamente compartimentada en un todo sin fisuras, todavía empachada con las mieles de las conquistas imperiales, pero sin voces discordantes, donde cada uno conocía cuál era su lugar. Es tan así que una de las hijas del dueño de casa se casará con un nacionalista irlandés y la mano del guionista se encargará de castrar de raíz cualquier matiz iracundo en la conducta del rubio muchacho. 


El film que adorna nuestras pantallas viene confeccionado por el mismo guionista (y creador) de la serie, Julian Fellowes, y dirigido por alguien elegido para la ocasión, un diligente estadounidense del que no vale siquiera la pena recordar el nombre. Fellowes, un experto en cuestiones de la aristocracia británica, no afila aquí su lápiz como lo hiciera en Gosford Park, una incursión corrosiva de un estadounidense eminente como lo era Robert Altman en uno de sus exitosos experimentos corales. Allí los sirvientes complotaban para encubrir a la criminal que había despachado al dueño de casa,  cobrándose una vieja ofensa relacionada con el derecho de pernada de los señores con sus subordinados.
Aquí Fellowes  apela al crayón, con habilidad suficiente como para manejar los destinos de cuatro docenas de personajes, en escenas que a veces no duran más que medio minuto, entre vistas aéreas magnificentes de las distintas residencias, numerosas cortinas de brocado y alfombras persas, lujos de vestuario y escenografía que se desvanecen en un pestañeo, detalles y costumbres donde la decadencia se disfraza de buenas formas, donde las luces reflejan superficies eternamente limpias en las plantas superiores y los claroscuros las dependencias inferiores, donde –como ratitas diestramente entrenadas- el personal en relación de dependencia trama y complota para que sus señores se luzcan ante una breve visita del rey y la reina, ya que en ello les va su dignidad y su amor a la institución real.


Y Fellowes no lo hace nada mal. Downton Abbey posee todas las virtudes de la serie compactadas en dos horas de duración, un capítulo mucho más suntuoso y en pantalla ancha. Gente que corre por los pasillos de la planta subterránea en prosecución de sus tareas seguidos por cámaras veloces y rasantes que disminuyen el ritmo a la prudente velocidad con la que se desempeñan los que habitan las plantas superiores mientras departen, toman el té, comen scones, se visitan, se visten, se desvisten, se prueban ropa, no van al baño, se apiadan de sí mismos o complotan contra sus congéneres.

Así se sucederán intrigas por la herencia y la identidad, atentados contra el benevolente rey en los que el miembro irlandés de la familia tiene mucho que ver (pero no a la manera de un film de Ken Loach), redadas en antros donde los muchachos bailan entre ellos, cenas de etiqueta, bailes imperiales, competencias entre cocineros reales y plebeyos, robos de objetos valiosos, abusos entre esposo y esposa, calderas estropeadas y vueltas a estropear por celos, la acción quijotesca de una lady decidida acompañar a los sirvientes bajo la lluvia a mover unas sillas, la posibilidad de succionar sangre y bienes en el continente africano, todo con la liviandad y la ligereza de una telenovela de lujo, tan abarrotada como la popa del Titanic antes de hundirse. 

Con semejante run run no hay tiempo para la creación de atmósferas ni para la sutileza en la creación de personajes. Para eso estaban las adaptaciones literarias del tándem Merchant-Ivory: Un amor en Florencia, Maurice, La mansión Howard, entre otras. 
Sí habrá espacio para las bienvenidas estocadas de la Condesa de Grantham (Maggie Smith, inconmensurable), en duelo verbal con una prima trasgresora (Imelda Staunton, la pobre Vera Drake de Mike Leigh) que podría beneficiar o no con su fortuna a su hijo (Hugh Bonneville, más cero a la izquierda que de costumbre). Y para que sea protagonista de una escena catártica en su rol de ajada abuela con la nieta mayor, Lady Mary Talbot (Michelle Dockery, perdurablemente insípida), donde las lágrimas de los espectadores -que esperaban surgir cristalinas como de manantial- surcaran mejillas sin distinción de fronteras, género o condición sexual. Entre tanto, la necesaria presencia estadounidense –la serie batió records de audiencia en la tierra de Trump- se verá representada por las pecas que sostienen las miradas compasivas de Cora Crawley (la otrora bellísima Elizabeth McGovern, aquí con un tanto desteñida) ante los distintos eventos que la condición humana le pone en el camino, como el decidir qué es lo mejor para el bienestar de su marido e hijas o el color de las sábanas del dormitorio de los invitados reales.


Demás está decir que esta confección tiene como objeto, en primer lugar, a los seguidores de la serie y a todos aquellos que creen que del otro lado del arco iris yace una olla repleta de monedas de oro. Sin embargo, es un vestido que a la mayoría le cae bien.


No muy disímil es el efecto que otro cuento de hadas,  Los dos Papas, puede producir en las audiencias para las que fue diseñado. Dirige el brasilero Fernando Meirelles (que deslumbrara con Ciudad de Dios y, un poco menos, con El jardinero fiel) en base a un guion original de Anthony McCarten, especialista en temas inspirados en hechos reales, como lo fueron La teoría del todo, Su hora más oscura y Rapsodia bohemia (ficciones creadas en base a sucesos y especulaciones sobre las vidas del científico Stephen Hawking,  el político Winston Churchill, el cantante Freddie Mercury, respectivamente).

En base a tres encuentros entre el entonces Papa Benedicto (Anthony Hopkins) y el actual Papa Francisco (Jonathan Pryce), teniendo en cuenta información obtenida en base a entrevistas y biografías, McCarten construye dos personajes, uno conservador, otro progresista, que dialogan y dialogan, y que del desacuerdo pasan paulatinamente al abrazo y hasta a bailar, tímidamente, juntos. Entretanto se cimenta un relato amable donde ambos muestran sus fortalezas, sus virtudes, dudas y contradicciones. 


Francisco se acerca a Josef con la intención de que acepte su solicitud de jubilación. Benedicto irá descubriendo un personaje que será digno de ser su sucesor, dado el placer con el que disfruta de las pequeñas cosas, su simpleza y la proximidad con los fieles. También su presencia lo llevará a descubrir las virtudes de comer una pizza y no la comida preparada exclusivamente en las cocinas del palacio, perdón, de Castel Gandolfo; la textura del orégano; e intentará aprender a bailar unos pasos de tango, todas acciones para agradar al gran público y que permiten una mirada compasiva ante un personaje rígido que parece haber sido traicionado por su secretario y sufre una crisis de fe tan monumental que lo llevará a la abdicación de su reinado, es decir, del papado, en virtud del argentino.

No es tarea de este crítico deslindar que hay de verdadero en este relato, hay quienes están más duchos en ese tipo de cuestiones (consultar:  https://es.aleteia.org/2019/12/21/que-es-verdad-y-que-es-ficcion-en-la-pelicula-los-dos-papas/). Sí destacar que la narración  –con su método de escudriñar los entretelones de los ricos y famosos- ofrece un servicio gigantesco a la edificación de la figura del Papa argentino, mostrándolo apasionado por el fútbol, publicitando su discurso y muchos de sus atributos positivos, como alguien que alguna vez se enamoró de una mujer, profundamente vulnerable e impotente (al tratar de salvar víctimas de las dictadura de 1976), alguien en contacto permanente con Dios (él recibe señales que ya Benedicto no percibe), con un discurso en contra del capitalismo financiero en virtud de uno más humano que tenga en cuenta las tremendas iniquidades que aquel provoca, alejado del boato y de la pompa y de las tradiciones que su superior practica a rajatabla. El Papa alemán tiene sobre sus espaldas haberse enamorado de los libros y de la música clásica (algo que sabemos que no te hace muy popular hoy día), y haber hecho la vista gorda ante casos de abusos a menores por parte de sacerdotes, algo a lo que se alude pero a lo que convenientemente el director le baja el volumen. No sólo aquí se publicita como un producto masivo al Papa argentino, también se resguarda y se muestran las virtudes de la Iglesia como institución, que necesita una reforma para la que Francisco estaría preparado.



A la vez que en los diálogos se habla de cambios en rígidas estructuras e inclusión, la cámara de Meirelles –entre fragmentos documentales de noticias periodísticas y flashbacks que retrotraen a la Argentina de los años 50, 70 y 80- se regodea con el vestuario, los rituales, las obras de arte y los amplios espacios que inundan el Vaticano, todo ello recreado para la ocasión con mano de orfebre en los estudios de Cinecittá, a los que podemos echarle un vistazo de cerca sin dejar de deslumbrarnos. Han transcurrido cinco décadas desde que Las sandalias del pescador nos ofreciera la misma ilusión. 


La reconstrucción de las distintas épocas es impecable, con escenas ambientadas en la villa 31 mientas Francisco da misa a los pobres, que a veces nos llevan a creer que estamos viendo una película argentina. La impresión se refuerza al ver a Juan Minujín interpretando a Francisco joven, al que se le borra su característico sex appeal (lo mismo se hizo con Rodrigo de la Serna en Chiamatemi Francesco, una miniserie de origen italiano) en virtud de destacar su mirada, una mirada obsesiva y abrasadora. Pero por otro lado ésta es una producción destinada a un mercado global, costeada por Netflix, y políglota. Se habla nuestro español pero también italiano, alemán, latín y, mayoritariamente, inglés.

Los protagonistas son encarnados por el glorioso Anthony Hopkins, especialista en personajes obsesivos y detallistas, -aquí más cercano a los pudores del mayordomo de Lo que queda del día que al vistoso despliegue del Hannibal Lecter de El silencio de los inocentes-, y el camaleónico Jonathan Pryce, más atinado en componer a Francisco que a Perón en la Evita de Alan Parker. Ya han sido nominados con justicia para el Globo de Oro, al igual que la película y el guion. 


Más allá de los guiños que buscan reforzar la cercanía con el espectador, como serían ver a un Papa comiendo pizza con la mano, disfrutando de un partido de futbol emitido por televisión o pidiéndole ayuda con el wifi a un guarda –son gente mayor-, las elecciones musicales –fácilmente reconocibles- se dirigen directamente al corazón. Francisco silba Dancing Queen, del grupo Abba (composición que el director utiliza irónicamente durante el deambular de varios obispos con sus faldas largas); también se escucha a Mercedes Sosa y algún que otro tema de The Beatles.


Meirelles no ha dejado ningún recurso de lado para creer empatía con sus personajes. Y esa es una de las reglas principales de las artesanías cinematográficas bien ejecutadas: ha creado una leyenda simpática que, amén de hacerle un gran favor a la figura del actual Papa, predica el derribar los muros que nos separan aquí, allá y en todas partes. Si en un mundo ideal esa es la función del Papado y de la Iglesia, bienvenida sea. 

28/11/19

El irlandés


Martin Scorsese es un claro ejemplo de quien ha realizado maravillas con sus imposibilidades. De aquel chico asmático que observaba desde la ventana de su departamento las actividades de los pequeños criminales de su barrio a El irlandés, hay un largo camino recorrido que, en sus mejores postas, ha sabido plasmar como nadie las banalidades del mundo del crimen organizado de los Estados Unidos. A diferencia de Francis Ford Coppola - que con su saga de El Padrino revitalizó el cine de gánsteres y ofreció una versión magna, romántica y perdurable de la familia Corleone - Scorsese con la minucia de un entomólogo, se ha dedicado a narrar los menesteres de personajes marginales o segundones dentro de la estructura mafiosa, retratando un microcosmos urdido con lealtades, traiciones y un pragmatismo amoral.



Aquí sigue las derivaciones de Frank Sheeran (Robert De Niro), un camionero que busca mejorar sus ingresos, lo que logrará al conectarse con  Russell Bufalino (Joe Pesci), un capo mafia menor. Probada su lealtad, con las nuevas amistades vendrán los encargos como killer –para barrer toda basura que incomode o entorpezca los negocios de sus jefes- y una nueva esposa. Con el tiempo, probada su eficacia como profesional del asesinato, entablará amistad con el sindicalista Jimmy Hoffa (Al Pacino), una relación que puede llegar a tensar la cuerda entre Russell y Frank.


El film está narrado desde el punto de vista de un octogenario Sheeran, que desde una cómoda silla de ruedas le narra la  historia al espectador, con la parsimonia de la edad, pero con un detallismo escalofriante. La experiencia como soldado en la Segunda Guerra es determinante para los logros en su posterior oficio: descubre allí que se puede matar limpia y económicamente, sin remordimientos. Siendo de procedencia irlandesa y teniendo ojos azules, Sheeran no tiene a la religión como una referencia.


Historia de varones, donde las mujeres sólo buscan un espacio para fumar y ser mantenidas, permite asomarse  al examen de los vínculos que entablan, de una puerilidad absoluta. En un punto, todo este devenir –que abarca cinco décadas- puede ser visto como un juego de niños,  donde la pertenencia a pandillas o bandos se dirime en el respeto de ciertas reglas y códigos estrictos, donde hay cosas que no se dicen pero se deducen, trasgresiones que se pagan con la vida, lealtades que pueden más que el vínculo amoroso más fuerte. Poco falta para que Frank comparta la cama con el sindicalista de los camioneros. 


Las anécdotas de Sheeran tienen un sabor parecido a la de los chicos que reseñaban qué honda resultaba mejor para voltear a un pajarito, aunque en su caso las hondas sean revólveres de distintos calibres, cuyas funciones y usos el ex camionero describe con  didáctica frialdad (ecos de Taxi Driver, la escena en que el proveedor le detalla a Travis Bickle los vicios y virtudes de su mercadería).


A lo largo del extenso metraje, las misiones se suceden, el círculo de relaciones de Frank se amplía. Vamos conociendo a una variopinta gama de criminales, su estilo de vida, su “buen gusto” para el vivir y reposar, todo ambientado con la banda sonora de los temas musicales de cada época descripta, con esa sabiduría en la elección que pocos logran con tan buen tino como este gran cinéfilo. Tratándose de personajes de la vida real, la historia estadounidense desfila ante nuestros ojos de manera tangencial pero no descuidada. Veremos cómo la mafia tuvo que ver con la muerte del presidente Kennedy (algo que ya se decía en el JFK de Oliver Stone) y cómo la labor del fiscal Robert Kennedy empantanaba los negociados del todopoderoso Hoffa. 

Scorsese crea un universo laberíntico pero nunca tenemos que recurrir al GPS porque se apoya en un guion que nunca se pierde en desviaciones innecesarias, y su maestría en el arte de narrar –un asesinato en un restaurante o el apagarse de la vida de Frank resueltos con un plano secuencia- no nos ahorra desplazamientos de cámara virtuosos o la exploración de nuevos efectos especiales para quitarle décadas a los rostros a sus actores. Todo está resuelto con una economía que parece contagiarse de la parquedad de su narrador, enemigo de las frases subordinadas y de la expresión de sentimientos, como muchos hombres de su generación. 

Sin embargo, Frank tiene una piedra en su zapato que le molesta más que otras. La mirada moral de su hija Peggy (Lucy Gallina de pequeña, Anna Paquin de mayor), que le recuerda a él y a los espectadores que su accionar no es bueno. Al fin y al cabo, Scorsese fue criado en el catolicismo, bajo unas normas que amenazan el pragmatismo de su juvenil alter ego en Calles peligrosas (Harvey Keitel, aquí como un parco capo mafia de mayor rango) y que el negado Frank abrazará –convencido o no, o porque es lo que debe hacerse, uno no sabe qué anida en esa envejecida masa gris- poco antes de partir.

Otro de los apoyos para el director radica en los actores. De Niro ha sido el gestor del proyecto, convenciendo a su amigo para que lo lleve a cabo como lo hiciera en ocasión de El toro salvaje. Si bien su imagen  se ha desgastado en variedad de cometidos menores,  cuando se calza el uniforme de gran actor De Niro es casi insuperable. Aquí su gestualidad está reducida al mínimo, aunque de vez en cuando se permita esas expresiones que nos hacen creer que posee alguna tara mental. La escena en que tiene que hablar por teléfono con la esposa de su amigo Hoffa, desaparecido en extrañas circunstancias, es de lo mejor que le hemos visto, con su tartamudeo y enlodamiento emocional.
Pacino trae consigo el universo Coppola, pero bajo el ala de Scorsese nada de sequedad expresiva; aquí es gritos, gestos operísticos, una explosiva presencia corporal que contrasta con la de Frank. Aquel Michael Corleone que se ha desgastado por un exceso de malas elecciones y una mayor labor teatral, es el otro gran ícono actoral que nos legó el renacimiento Hollywoodense de la década del 70. No es la primera vez que ambos se encuentran en una pantalla de cine, pero es la ocasión en que más se lucen.

De Joe Pesci no hay mucho que decir. El film no sería lo mismo sin él. Aquí también se juega a lo menos es más, a diferencia de sus otras interpretaciones con Scorsese (El toro salvaje, Buenos muchachos) donde la lava del volcán arrasaba con todo lo que se le ponía por delante. Sus escenas en la cárcel son verdaderamente enternecedoras. 

Con tanta autocita, con un protagonista tan envejecido, es tentador decir que estamos ante el testamento de un gran director. Aunque cada vez le cuesta más conseguir financiamiento para sus proyectos –en ese sentido, hay que agradecer a Netflix el enorme desembolso- Scorsese siempre termina reinventándose. No por nada es el mejor cineasta estadounidense de su generación, y El irlandés, una de sus más depuradas expresiones.

Fleabag


La serie creada y protagonizada por Phoebe Waller-Bridge, que ya lleva dos temporadas de 6 capítulos cada una, se alzó este año con los Emmys principales en el rubro comedia, como lo hiciera en 2017 con los de la Academia de Artes Fílmicas y Televisivas Británicas. Todos premios bien merecidos: condensar en 25 minutos las idas y vueltas de una joven inglesa en busca del Santo Grial espiritual, trazando en el camino las andanzas de sus familiares y de los llamativos sujetos que se le cruzan, no es poco mérito.

Derivada de un espectáculo unipersonal, la serie nos cuenta las alternativas de Fleabag, una londinense de unos 30 años, poseedora de un café en el que ni siquiera ingresan las moscas, fruto de la sociedad con un amiga que  acaba de fallecer.  Flea nunca se recuperó de la pérdida de su madre y, asolada por la nueva tragedia, se las arregla para disimular los perniciosos efectos detrás de una armadura plena de sarcasmos que la hacen parecer la más vivaz del condado… cuando apenas puede arrastrar su saco de vulnerabilidades. 


De conductas impulsivas e inesperadas, vive sobresaltando a su hermana Claire (Sian Clifford), una ejecutiva tan rígida como el Big Ben, casada con un desagradable bueno para nada, asediada por un hijastro que se esconde detrás de una tuba. Para peor, el padre de ambas –un hombre dubitativo y temeroso y sabio- ha caído bajo las garras de la que fuera la mejor amiga de la difunta, una pintora y escultora que siente el más profundo de los desdenes por su futura hijastra, ocultándolo detrás de la sonrisa de muñeca de porcelana de la gran Olivia Colman (ganadora del Oscar a la mejor actriz por La favorita).

Los personajes están admirablemente delineados, algunos –sobre todo los masculinos- con una capa de grotesco que no llegan a producir rechazo dada la fina inteligencia de quien los ha creado.
La primer temporada denota el origen teatral del envío con su recurso a los apartes, en los que Fleabag se disocia de las situaciones que está viviendo para hacerle comentarios –mayormente impropios- al espectador, creado una admirable complicidad que puede convertirse en un boomerang cuando nos enteremos de alguna situación que la puede hacer quedar muy mal parada. 

La segunda temporada tiene un tratamiento más convencional y menos fragmentario, abriendo con un episodio antológico que tiene como centro una cena familiar con invitados en un restaurant. Fleabag irá reduciendo la cantidad de amantes al paso con los que intenta tapizar su vacío existencial para centrarse en el cura que va a casar a su padre con la artista.  Las cualidades espirituales del joven (excelente Andrew Scott), aunadas a su simpática exterioridad, constituyen un imán para Fleabag; quizás derribada la muralla de lo prohibido encuentre al guía espiritual que le ofrezca calma a su atribulada vida interior. También se reducen los apartes dirigidos al espectador cuando el sacerdote –con aguda perspicacia- le haga notar a la ignorante muchacha sus ausencias. En el camino quedarán los flirteos con una ejecutiva compañera de su hermana (asombrosa aparición de una madura Kristin Scott Thomas) y las visitas a una psicoanalista (la totémica Fiona Shaw) que le obsequia su padre.


Se nota en Phoebe Waller-Bridge la influencia de Woody Allen en la velocidad de los retruécanos y algunos recursos de Annie Hall, con sus famosos apartes –la cola del cine- y la ausencia de placer que lleva al personaje de Diane Keaton a disociarse cuando tiene relaciones sexuales. Pero éste, al igual que Killing Eve también creado por ella, es un producto de una rama de la BBC, con un humor áspero y cruel, tan cruel y comprensivo de la condición humana que el neoyorquino jamás se lo permitiría.