Martin
Scorsese es un claro ejemplo de quien ha realizado maravillas con sus
imposibilidades. De aquel chico asmático que observaba desde la ventana de su
departamento las actividades de los pequeños criminales de su barrio a El irlandés, hay un largo camino
recorrido que, en sus mejores postas, ha sabido plasmar como nadie las
banalidades del mundo del crimen organizado de los Estados Unidos. A diferencia
de Francis Ford Coppola - que con su saga de El Padrino revitalizó el cine de gánsteres y ofreció una versión
magna, romántica y perdurable de la familia Corleone - Scorsese con la minucia
de un entomólogo, se ha dedicado a narrar los menesteres de personajes
marginales o segundones dentro de la estructura mafiosa, retratando un
microcosmos urdido con lealtades, traiciones y un pragmatismo amoral.
Aquí
sigue las derivaciones de Frank Sheeran (Robert De Niro), un camionero que
busca mejorar sus ingresos, lo que logrará al conectarse con Russell Bufalino (Joe Pesci), un capo mafia
menor. Probada su lealtad, con las nuevas amistades vendrán los encargos como killer –para barrer toda basura que
incomode o entorpezca los negocios de sus jefes- y una nueva esposa. Con el
tiempo, probada su eficacia como profesional del asesinato, entablará amistad
con el sindicalista Jimmy Hoffa (Al Pacino), una relación que puede llegar a
tensar la cuerda entre Russell y Frank.
El film
está narrado desde el punto de vista de un octogenario Sheeran, que desde una
cómoda silla de ruedas le narra la
historia al espectador, con la parsimonia de la edad, pero con un
detallismo escalofriante. La experiencia como soldado en la Segunda Guerra es
determinante para los logros en su posterior oficio: descubre allí que se puede
matar limpia y económicamente, sin remordimientos. Siendo de procedencia irlandesa
y teniendo ojos azules, Sheeran no tiene a la religión como una referencia.
Historia
de varones, donde las mujeres sólo buscan un espacio para fumar y ser
mantenidas, permite asomarse al examen
de los vínculos que entablan, de una puerilidad absoluta. En un punto, todo
este devenir –que abarca cinco décadas- puede ser visto como un juego de
niños, donde la pertenencia a pandillas
o bandos se dirime en el respeto de ciertas reglas y códigos estrictos, donde
hay cosas que no se dicen pero se deducen, trasgresiones que se pagan con la
vida, lealtades que pueden más que el vínculo amoroso más fuerte. Poco falta
para que Frank comparta la cama con el sindicalista de los camioneros.
Las
anécdotas de Sheeran tienen un sabor parecido a la de los chicos que reseñaban
qué honda resultaba mejor para voltear a un pajarito, aunque en su caso las
hondas sean revólveres de distintos calibres, cuyas funciones y usos el ex
camionero describe con didáctica
frialdad (ecos de Taxi Driver, la
escena en que el proveedor le detalla a Travis Bickle los vicios y virtudes de
su mercadería).
A lo
largo del extenso metraje, las misiones se suceden, el círculo de relaciones de
Frank se amplía. Vamos conociendo a una variopinta gama de criminales, su
estilo de vida, su “buen gusto” para el vivir y reposar, todo ambientado con la
banda sonora de los temas musicales de cada época descripta, con esa sabiduría
en la elección que pocos logran con tan buen tino como este gran cinéfilo. Tratándose
de personajes de la vida real, la historia estadounidense desfila ante nuestros
ojos de manera tangencial pero no descuidada. Veremos cómo la mafia tuvo que
ver con la muerte del presidente Kennedy (algo que ya se decía en el JFK de Oliver Stone) y cómo la labor del
fiscal Robert Kennedy empantanaba los negociados del todopoderoso Hoffa.
Scorsese
crea un universo laberíntico pero nunca tenemos que recurrir al GPS porque se
apoya en un guion que nunca se pierde en desviaciones innecesarias, y
su maestría en el arte de narrar –un asesinato en un restaurante o el apagarse
de la vida de Frank resueltos con un plano secuencia- no nos ahorra
desplazamientos de cámara virtuosos o la exploración de nuevos efectos
especiales para quitarle décadas a los rostros a sus actores. Todo está
resuelto con una economía que parece contagiarse de la parquedad de su
narrador, enemigo de las frases subordinadas y de la expresión de sentimientos,
como muchos hombres de su generación.
Sin
embargo, Frank tiene una piedra en su zapato que le molesta más que otras. La
mirada moral de su hija Peggy (Lucy Gallina de pequeña, Anna Paquin de mayor),
que le recuerda a él y a los espectadores que su accionar no es bueno. Al fin y
al cabo, Scorsese fue criado en el catolicismo, bajo unas normas que amenazan
el pragmatismo de su juvenil alter ego
en Calles peligrosas (Harvey Keitel,
aquí como un parco capo mafia de mayor rango) y que el negado Frank abrazará
–convencido o no, o porque es lo que debe hacerse, uno no sabe qué anida en esa
envejecida masa gris- poco antes de partir.
Otro de
los apoyos para el director radica en los actores. De Niro ha sido el gestor
del proyecto, convenciendo a su amigo para que lo lleve a cabo como lo hiciera
en ocasión de El toro salvaje. Si bien
su imagen se ha desgastado en variedad
de cometidos menores, cuando se calza el
uniforme de gran actor De Niro es casi insuperable. Aquí su gestualidad está
reducida al mínimo, aunque de vez en cuando se permita esas expresiones que nos
hacen creer que posee alguna tara mental. La escena en que tiene que hablar por
teléfono con la esposa de su amigo Hoffa, desaparecido en extrañas
circunstancias, es de lo mejor que le hemos visto, con su tartamudeo y
enlodamiento emocional.
Pacino
trae consigo el universo Coppola, pero bajo el ala de Scorsese nada de sequedad
expresiva; aquí es gritos, gestos operísticos, una explosiva presencia corporal
que contrasta con la de Frank. Aquel Michael Corleone que se ha desgastado por
un exceso de malas elecciones y una mayor labor teatral, es el otro gran ícono
actoral que nos legó el renacimiento Hollywoodense de la década del 70. No es
la primera vez que ambos se encuentran en una pantalla de cine, pero es la
ocasión en que más se lucen.
De Joe
Pesci no hay mucho que decir. El film no sería lo mismo sin él. Aquí también se
juega a lo menos es más, a diferencia de sus otras interpretaciones con
Scorsese (El toro salvaje, Buenos muchachos) donde la lava del volcán arrasaba con todo lo que se le ponía
por delante. Sus escenas en la cárcel son verdaderamente enternecedoras.
Con
tanta autocita, con un protagonista tan envejecido, es tentador decir que
estamos ante el testamento de un gran director. Aunque cada vez le cuesta más
conseguir financiamiento para sus proyectos –en ese sentido, hay que agradecer
a Netflix el enorme desembolso- Scorsese siempre termina reinventándose. No por
nada es el mejor cineasta estadounidense de su generación, y El irlandés, una
de sus más depuradas expresiones.
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