El nuevo film de Lars von Trier tiene a Matt Dillon como protagonista.
Quien iniciara su carrera hollywoodense como galán adolescente (Over the
Edge, Pandilla de pícaros) de vez en cuando es requerido por algún
director de fuste que le permite mostrar su carisma. Coppola lo tuvo en cuenta
para Los marginados y La ley de la calle, Gus van Sant para Drugstore
Cowboy y Todo por un sueño. Pero en todos esos casos, su apostura
había servido para el destaque de la co-estrella, llámese Mickey Rourke -cuando
se creía que iba a ser el nuevo Marlon Brando- o Nicole Kidman -en su primer
papel verdaderamente importante en los Estados Unidos. Dillon no es un mal
actor, - de hecho ha sobrevivido en el medio por cuatro décadas, saltando de un
islote mediocre a otro- sólo que posee un rango expresivo limitado. Estuvo muy
bien en Factotum (2005), un film que casi nadie vio, encarnando a una de
las criaturas de Charles Bukovski, en donde su trabajo como escritor se veía
interferido por las andanzas en los bares, la atracción por el juego y el goce
con las mujeres.
Interpretó a un psicópata en Un beso antes de morir (1991), un thriller
tan vistoso como medio pelo, pero todavía no estaba maduro como actor; su
galanura se imponía a la verosimilitud que debía otorgarle al personaje.
El de Jack, el asesino serial que manipula von Trier, podría ser el rol que
corone su carrera, ya que si bien sigue siendo un hombre atractivo -rasgo que
sirve como cebo para alguna de sus víctimas- el director le exige un tono
caricaturesco sostenido, y una mirada tan vacua como insondable. Jack realmente
asusta cuando trata de seducir a alguna de esas pobres mujeres que caen bajo
sus garras...
Sin embargo, la afanosa labor de Dillon se ve eclipsada -otra vez- por las
mañas del director, famoso por sus intenciones de provocar y su sadismo. Quien
torturara a la pobre Emily Watson en Contra viento y marea (1996), a
Bjork en Bailarina en la oscuridad (2000) y a Nicole Kidman en Dogville
(2003), aquí despacha rápidamente a una bella Uma Thurman (cada vez más
parecida a Marlene Dietrich, con el pañuelito al cuello y el impermeable
beige), ensañándose con otras víctimas interpretadas por actrices menos
deslumbrantes.
Dillon sabría antes de firmar el contrato que la única estrella en un film
de Lars von Trier es el director. Y en ese sentido, el film no defrauda: están
los excesos a los que el danés es tan afecto, su virtuosismo narrativo, su
innata habilidad para transformar en grotescas las más tremendas situaciones...
Jack, paternalmente, es capaz de enseñar a disparar a los miembros más jóvenes
de una familia teniéndolos a ellos mismos como objetivo. Sin embargo, hay que
decir que von Trier conoce dónde detenerse. Sabe dónde cortar un plano en el
momento preciso (nada como esos horrores que nos mostraba -con intenciones
totalmente distintas- el austriaco Haneke en su Horas de terror de
1997). Puede implementar una elipsis para evitar mostrar el momento en que Jack
se hace del material para un llamativo monederito que va a utilizar para el
cambio chico. Sí, todo está calibrado para llevar las emociones del espectador
hasta un punto de intensidad apenas tolerable...
El suspenso ante lo
imprevisible de la conducta del monstruo frente a los corderos que va a pasar a
degüello puede llegar a fatigar. Pero ante tanto desquicio representado en la
pantalla, uno puede llegar a considerar que -desde el punto de vista del
psicópata, desprovisto de toda armadura moral- una mujer, una familia, un
conjunto de hombres despojados de cualquier heroicidad, pueden no ser más que
materia a estoquear en un refrigerador que tiene las dimensiones de un
departamento de dos ambientes.
Estructurado en torno a un monólogo interior de Jack en el que dialoga con
un alter ego que tiene la carnalidad del añoso Bruno Ganz, que de la
espiritual Las alas del deseo pasó por La
caída de Hitler para transformarse en una especie de Virgilio que guía a su
creador por un infierno de subsuelo, La casa que Jack construyó es un
film menos previsible que lo informado por mucho crítico puritano en ocasión de
su estreno en el Festival de Cannes -con espectadores huyendo de las salas
antes de que el personaje pestañee por última vez. Hay disquisiciones estéticas
extravagantes, el horror se da de la mano con cierto humor, y esas son
cuestiones que no se le dan tan mal al danés. Eso sí, es imprescindible tener
un estómago fuerte para resistirlo.
Menos riesgoso para la integridad estomacal del espectador es el thriller El
culpable, nominado recientemente como mejor film extranjero en los Globos
de Oro.
Asignado a tareas como atender el teléfono del 911 local, el oficial de
policía Asger Holm
(Jakob Cedergren), recibe un llamado donde una mujer corre peligro en manos de su marido.
También hay dos niños de por medio. Una suposición lleva a la otra y esta
especie de Isidro Parodi del país de las sombras largas, incapacitado de
trasgredir los límites de la oficina en la que se encuentra, monta un operativo
que nos permitirá conocerlo más, enterarnos de sus antecedentes y, una vez
resuelta la situación, vislumbrar un pobre futuro.
Uno de los ingredientes que hace que el thriller
sea un género tan cautivante es que alienta a que los espectadores hagan
suposiciones sobre lo que puede llegar a suceder. La habilidad del director y
guionista Gustav Möller estriba en que, al acoplar
la actividad deductiva del espectador a la del protagonista -todo es tan
plausible, tan verosímil, los prejuicios oscurecen aceitadamente el panorama
tanto en Dinamarca como en Argentina-, el resultado deje a más de uno amargado,
no porque la resolución no sea efectiva, sino porque hemos cometido un fallo
moral.
Utilizando la unidad de espacio y tiempo, mas los
viejos recursos del radioteatro con una sofisticación pocas veces vista en el cine - el paisaje sonoro está
diseñado para provocar una experiencia inmersiva-, con un montaje que tiene
siempre a Cedergren en su centro, con tensión
siempre creciente y una iluminación que nos hace compartir sus zonas
espirituales tanto en las cumbres como en las hondonadas, El culpable es
uno de los mejores films de suspenso de los últimos años, ya que logra
entretener y poner en entredicho la conciencia moral del espectador.