27/8/19

Había una vez en Hollywood, de Quentin Tarantino



El nuevo film de Quentin Tarantino será mejor apreciado por quienes hayan crecido viendo los productos fílmicos y televisivos que parodia, no sólo en sus tramas, también en sus estilos actorales. También sería necesario conocer sobre Sharon Tate y la masacre organizada por Charles Manson, que la tuvo como principal protagonista. No es que el film no ofrezca los datos necesarios para la comprensión del espectador, pero sí que pueden ser insuficientes.

Durante tres días de 1969, el alambicado guion de Tarantino narra las alternativas que enfrentan el actor Rick Dalton (Leonardo DiCaprio) y su doble de riesgo (Brad Pitt), cuando el fugaz estrellato del primero va quedando en el recuerdo y los roles que se le ofrecen lo van sepultando más y más en el baúl de los actores descartables. En este sentido, el film ofrece una reflexión sobre Hollywood y la circulación de sus productos, ya sean series, películas o actores, todos regidos por la lógica del mercado. Si no tuviste la suerte de ser tocado por la varita mágica del éxito como Steve McQueen, lo más probable es que termines filmando westerns berretas en Italia. Rick Dalton está en ese momento de su vida. Unido al suyo, el destino de aquel que lo suplanta en las tomas peligrosas, una especie de compañero-lacayo para todo servicio.

Vecinos a Dalton, viven Sharon Tate y Roman Polanski, la pareja de moda. Ella una starlet en pleno despegue; él un director de éxito a raíz de El bebé de Rosemarie (1968). La trama del film hará que Rick y Sharon se encuentren gracias a los seguidores de Manson, dispuestos a bañar en sangre las colinas de Beverly Hills.

Tarantino ofrece una versión nostálgica del año 1969, seleccionando aquello a lo que se siente más afín: productos industriales como El gran escape (John Sturges, 1963) o Matt Helm contra las demoledoras (Phil Karlson, 1968) son expresamente citados. Del film bélico aparece un fragmento en el que DiCaprio es insertado digitalmente, suplantando a Steve McQueen en el rol que le haría acariciar el estrellato. De la parodia sobre agentes secretos protagonizada por Dean Martin, varias escenas en la que la misma Sharon Tate hace la payasa, permitiéndonos recordar su belleza etérea y melancólica oculta tras las delicadas curvas. No hay referencias a films como Bonnie and Clyde (Arthur Penn, 1967) o Busco mi destino (Dennis Hopper, 1969), primeros escalones del renacimiento hollywoodense. Y es lógico, son films imbuidos del espíritu de la contracultura de la época, rebelde, contestataria. Con sus elecciones, Tarantino se sitúa ideológicamente del lado de los rednecks que le vuelan la cabeza a los hippies motorizados del film de Hopper.

No cabe esperar otra cosa del director de Perros de la calle (1992), más ocupado en poner en escena un juego sofisticado en el que la ficción vuelve a triunfar sobre la realidad, cuyos hechos se ve obligado a referenciar directa o tangencialmente en sus últimos tres films. En Bastardos sin gloria (2009) Hitler era borrado del mapa por un grupo de soldados judíos estadounidenses y quien rige un cine francés; en Django sin cadenas un hombre de color se apoderaba de una plantación. El juego con la parodia o con la cita de films mayoritariamente menores llega un punto que se agota y, para mantenerse dentro de la industria, el director debe renovar parte de su ADN con un trasplante de hechos o personajes o situaciones que tuvieron lugar en la Historia.

La mentalidad adolescente de Tarantino –fundada en el pensamiento mágico de los hechos como debieran haber sido y no como son- permite un cuento de hadas con valores superlativos de producción, abundantes dosis de ironía, interpretaciones de dos estrellas que se superan a sí mismas y derraman encanto por doquier; homenajes a una industria, sus productos, y los valores e ideología en los que están imbuidos. Por eso las mujeres se pasean por su film como ángeles –en el caso de Margot Robbie encarnando a Sharon-, matronas italianas desmelenadas (el personaje de la esposa de Dalton, parodiando la composición que hiciera Claudia Cardinale en No hagan olas) o brujas perversas (las chicas Manson). Sus varones, por más vencidos que estén, nunca lo están lo suficientemente como para dejar de remitir a la heroicidad de un John Wayne o la masculinidad cool de un Steve McQueen. Todos son arquetipos ubicados en los polos de los buenos y los malos, como lo eran los indios en los westerns para el cine clásico, los nazis en los films bélicos, los hippies en esta ocasión. 

Así y todo, Tarantino es un gran realizador, con un manejo de las herramientas del cine y un estilo tan depurado que, entre otras cosas gratificantes, nos permite pasear en auto con DiCaprio y Pitt por un Los Ángeles dorado, corroborar que el cuerpo del rubio luce como cuando se sacó la remera en Telma y Louise (Ridley Scott, 1991) mientras arregla una antena de televisión en un tejado, y que DiCaprio no en vano es el elegido de De Niro como su sucesor. El director no descuida a sus estrellas, las mima y las glorifica. También nos ofrece un desenlace de una violencia tan desorbitada, tan de historieta, que difícilmente se pueda tomar en serio.

Por último, si en un mundo ideal volvieran los dobles programas en los cines de barrio, podríamos pedir que Había una vez en Hollywood se exhibiera en un continuado con Shampoo (Hal Ashby, 1975). La mirada humanista de Ashby sobre esa misma época, nos permitiría ver qué valores estaban en juego en una sociedad que tenía a la guerra de Vietnam como divisoria de aguas, a la vez que protagonizaba una revolución en sus costumbres, a través de personajes que no están construidos en celuloide, con mujeres que no son estampitas que caminan y varones que se la miden entre ellos.  Ashby es un buen antídoto para el conservadurismo de Tarantino.

16/8/19

Gracias a Dios, de Françoise Ozon




¿Qué sucede cuando un director caracterizado por su toque frívolo como Françoise Ozon se ocupa de un tema importante como el abuso a menores por parte de un sacerdote? Sucede Gracias a Dios, que trata el caso del sacerdote Bernard Preynat, imputado por abusos sexuales desde finales de los años 70 hasta los 90 en la comunidad de Lyon, finalmente expulsado este año del estado clerical por medio de un tribunal eclesiástico. 

Preynat manipulaba menores de 16 años a los que guiaba espiritualmente, y lideraba en campamentos de boys scouts para satisfacer sus deseos más bajos. 

Mirando televisión, Alexandre Guérin (Melvil Poupaud), un católico muy comprometido con la fe, padre de 5 hijos, descubre que quien lo abusara en su infancia,  sigue liderando niños. Mediante una cruzada individual, se contacta con el cardenal Barbarin (François Marthouret), informándole de lo sufrido por él y alertándolo sobre el peligro que corren los niños bajo el dominio del sacerdote.  Mediante mails que circulan de un destinatario a otro en voz en off, idas y venidas del aquejado Alexandre, fugaces ilusiones y repentinas desilusiones, llegamos una y otra vez a la misma conclusión: la iglesia como institución no está dispuesta a hacer mucho al respecto queriendo evitar el escándalo público, pese a los nuevos aires que alienta el papado de Francisco. Y el pedido de perdón del ajado victimario (Bernard Verley),  no alcanza.

Otro padre de familia, François Debord (Denis Ménochet), ateo y que no teme ir contra la institución, enterado de las actividades de Alexandre, lo contactará y organizará un grupo con otros abusados, que terminará conformando el colectivo La palabra liberada, que hará presentaciones ante la justicia con tal que el cura sea destituido y ajusticiado. (Hasta el día de hoy no hay fecha para el juicio civil). A ellos se sumará Emmanuel Thomassin (Swann Arlaud), el que más ha sufrido las consecuencias del abuso, que no ha podido formar familia y cuya vida es un verdadero derroche dado su alto coeficiente intelectual. Por él nos enteramos de que existen los niños cebra y hombres con  el pene curvado por el excesivo manoseo en forma circular. 

Tanto Alexandre, como François y Emmanuel no sólo tendrán que luchar por vencer sus propios prejuicios ante la cuestión de exponer públicamente los traumas y la vergüenza que perviven en ellos, también tendrán que batallar contra las rigideces dentro de sus propia familias, pertenecientes a distintos estratos sociales. 

El film dedica importantes porciones de su metraje al punto de vista de cada uno de los tres personajes y a la lucha de la organización por dar a conocer los hechos a través de la prensa.
Demás está decir que Ozon nunca alcanzará a Costa Gavras (Z, Desaparecido, La corporación) tratando cuestiones peliagudas, que recorre terrenos ya allanados por la eficaz En primera plana (Tom McCarthy, 2015) y la perturbadora El club (Pablo Larraín, 2015), pero se lo ve ducho en la ligereza con que vehiculiza ingentes cantidades de información.

Director que apela a las sensibilidades de una clase media que se supone ilustrada, campeona del sentido común y de las buenas formas, no muestra nada que sea ofensivo, no se mete con la fe, deja bien en claro que no siempre los ataques de los pederastas derivan en la homosexualidad de las víctimas (y si ése fuera el caso, se suicidan), y que hubo una gran confabulación de la cúpula eclesiástica para soterrar escándalos de este tipo. Con una elección fotográfica con efectos flou que lo emparenta con aquellas a las que solía recurrir Claude Lelouch –otro director que se especializaba en agradar paladares aparentemente sofisticados y que nos tenía habituados a la insustancialidad de sus propuestas- hace un trabajo estimable en lo relativo a bucear en la humanidad de sus personajes, sus dudas y sus padecimientos. Los actores son muy buenos, algunos tan fotogénicos como los que pululan en las revistas de moda, y hacen muy bien lo que les encomiendan. El film transcurre veloz entre dramas, recuerdos dolorosos, crisis de fe, interrogatorios, y la celebración de triunfos y derrotas en el retorcido recorrido que desemboca en un túnel con una diminuta luz de esperanza al final. El ritmo que le imprime el director es tan trepidante como el que uno le otorga a la lectura de una nota de la revista Gente. 

Sin embargo, hay que distinguir que Gracias a Dios (ganador del Oso de Plata en el último Festival de Berlín) no es lo peor de Ozon, su coqueteo con el realismo mantiene el interés del espectador pese a lo extenso del metraje. Así y todo, lo preferimos en jueguitos simpáticos y menos comprometidos, como la delicada Bajo la arena (2000), la excéntrica Ocho mujeres (2002), la tramposa La piscina (2003) o la seductora En la casa (2012).


2/8/19

Curso Almodóvar

Almodóvar en Menéndez Libros, Paraguay 431, Capital Federal
Curso dictado por el lic. Oscar Mainieri



Jueves 8 de agosto a las 17 hs.

Hable con ella, con Javier Cámara, Leonor Watling, Darío Grandinetti
La mala educación, con Gael García Bernal, Fele Martínez, Javier Cámara
Volver, con Penélope Cruz, Carmen Maura, Chus Lampreave





Jueves 23 de agosto a las 17 hs.

Los abrazos rotos, con Penélope Cruz, Lluís Homar, Blanca Portillo
La piel que habito,con Antonio Banderas, Elena Anaya, Marisa Paredes
Los amantes pasajeros, con Javier Cámara, Cecilia Roth, Penélope Cruz


Análisis de los films en el contexto de la obra del director. 
Los films deben ser vistos previamente.
Costo mensual 800 pesos
Material en la librería


1/8/19

Dogman, de Matteo Garrone





El director de Gomorra (2008) regresa a la pantalla con un trágico cuento sobre la amistad entre varones, inspirado libremente en un hecho real acaecido en 1988 en Roma. Garrone se toma licencias,  porque la acción del film transcurre en algún lugar del sur de Italia en la época contemporánea y es utilizado como muestra de la degradación de los valores de esa sociedad.


Marcello (Marcello Fonte) es un hombre pequeño, poco agraciado, de hablar dulce, que se entiende muy bien con los animales que custodia y acicala en su peluquería-guardería. Podría decirse que se entiende mejor con ellos que con sus dueños. Divorciado, tiene una hija pequeña a la que gusta obsequiar con mini vacaciones en locaciones en las que puedan bucear. No sabemos por qué su ex mujer no le dirige la palabra. Quizás tenga que ver con que Marcello, para acrecentar sus ingresos, es un vendedor menor de cocaína. Entre sus clientes, está su amigo, Simoncino (Edoardo Pesce), una mole de casi dos metros y 110 kilos de músculo, el terror de la localidad por la violencia que despliega a su paso y la costumbre de amedrentar a sus conciudadanos.  


Por esas alquimias de la amistad, Marcello se entiende con Simoncino como lo puede hacer con un dogo o un rottweiller; sólo que en lugar de un hueso necesita de un raviol de coca.  Juntos conforman una pareja despareja, a lo Laurel y Hardy. El humor se hace un lugar en el relato en algunas situaciones desesperadas, en cuotas módicas.  Tras haber sido cómplices en diversos atracos, el éxtasis del baile en las discotecas, donde el Charles Atlas descerebrado –como “ganador” que es- atrae mujeres que de otra manera ni se acercarían a Marcello. A medida que el consumo de la droga se acrecienta, el respeto dejará de ser un componente de la amistad y Marcello sufrirá humillaciones y vejaciones por parte de su admirado “amigo”. En determinado momento, Simoncino trasgredirá los límites de lo que Marcello puede tolerar...


La primera parte del film es una historia de amor tóxico entre los dos hombres. La comunidad hipotetizará en ponerle límites al terror de la comarca contratando un sicario para que lo borre del mapa, solución que prueba la poca confianza que inspiran las instituciones al vecindario. En la segunda parte, Marcello se transformará en el arma para neutralizar  a la amenaza, quizás por resentimiento, estupidez, o vanidad al buscar el beneplácito de la comunidad.   


El cine italiano, en su momento de gloria, tuvo en Rocco y sus hermanos (Luchino Visconti, 1959) un ejemplo de lazos fraternos entre una bestia (el boxeador interpretado por Renato Salvatori) y un santón (Alain Delon), envueltos en una relación homoerótica, compartiendo la misma mujer (Annie Girardot), los lazos de sangre corrompidos por el boom económico en la gran ciudad –Milán- a la que han emigrado desde un sur empobrecido en busca de progreso. Visconti apelaba al realismo entreverado con melodrama operístico para mostrar como el cambio afectaba las relaciones familiares.

Otro descendiente de italianos, Martin Scorsese, llamaba la atención de la crítica especializada con Calles peligrosas (1973), una historia ambientada en la Little Italy neoyorquina, donde Harvey Keitel componía a un buen muchacho católico -conflictuado por sus creencias religiosas y el deseo de progreso en el mundo de la mafia-  que tenía como amigo (Robert De Niro, en el papel que lo consagró) a un muchacho alocado e impulsivo que lo único que hacía era cometer estropicios que obstaculizaban ese ascenso tan deseado. Entre ellos, la prima del último, que noviaba a escondidas con el personaje de Keitel.  Scorsese lograba por primera vez esa mezcla tan particular de expresionismo y realismo para retratar una subcultura que él, como niño asmático, había visto desde la ventana de su casa.


Garrone, como post-neorrealista que es, ambienta la historia en un lugar impreciso – una ciudad balnearia olvidada del destino de Dios, metáfora de la Italia contemporánea-, la dota de una violencia desagradable, sin filtros ni tapujos, y nos hace ver que, a veces,  la amistad puede constituirse en la antesala de la desolación.
  
Fonte (que ganó el premio al mejor actor en Cannes por este papel) construye un personaje donde la heroicidad convive con la estupidez y la alienación, con el que es difícil identificarse. Si la suya es una victoria, es meramente pírrica.