Ha
sido un buen año para el cine, si nos guiamos por las nominaciones que los
miembros de la academia de Hollywood votaron para mejor película. Tenemos el
regreso de dos cinéfilos que honran el cine como arte, Martin Scorsese y
Quentin Tarantino, con la memorable El irlandés y la nostálgica Había una vez en Hollywood, respectivamente. Dos films que han causado
polémica y kilómetros de tinta virtual, como lo son la desafiante Guasón,
del mediocre Todd Phillips, y la asombrosa Parásitos, del coreano Bong
Joon Ho. Todas ellas han sido comentadas anteriormente por quien escribe. Ahora
le toca el turno al resto de las nominadas.
En
1917, el inglés Sam Mendez encara los horrores de la Primera Guerra
Mundial de manera tan emotiva como superficial. Proveniente del teatro, Mendez
siempre ha sido virtuoso como narrador (Belleza americana, Sólo un
sueño, Skyfall) pero nunca ha sido un autor. Aquí, apoyado técnicamente
en el reconocido director de fotografía Roger Deakins (con varios films de los
Hermanos Coen en su haber y un Oscar por su lucida labor en Blade Runner 2049)
consigue una obra de teatro en dos actos con un diorama de fondo en constante
movimiento, tal la ilusión que provoca el montaje invisible que une las
numerosas tomas y las transforma en dos (hay un fundido en negro que marca una
elipsis a través de la perdida de conciencia de un personaje). La proeza
técnica -inspirada por los logros de otro inglés, este sí eminente, en La
soga (Alfred Hitchcock, 1948)- llama
sobremanera la atención porque el guion no ofrece nada que ya no hayamos visto
hasta la saciedad en los grandes films de guerra de la historia del cine. El
conocedor sabrá detectar emanaciones de La patrulla infernal (Stanley
Kubrick, 1957), en lo que hace a los desplazamientos de cámara en una trinchera
siguiendo a un personaje y una canción muy emotiva que hace lagrimear a los
duros y ajados soldados; la escena del puente de Apocalipsis Now
(Francis Ford Coppola, 1979) con una iluminación surrealista que aquí se
corresponde con la del pueblito francés en ruinas tras el paso alemán; la foto
familiar de un enemigo olvidada en la maleza -que nos recuerda que también eran
seres humanos- como en El puente sobre el río Kwai (David Lean, 1957); y
la entrega de un mensaje para evitar una catástrofe mayor: lo que en Gallipoli
(Peter Weir, 1981) duraba diez minutos aquí se extiende por dos horas y es la
excusa argumental.
Hay
algo de video juego en el seguimiento sin pausa de un personaje y en oponerle
un obstáculo cada 5 minutos para que esto tenga acción y no sea un film de Abbás
Kiarostamí: el salto desde un puente del protagonista tras una alocada carrera
para poner a resguardo su vida nos recordó a la caída de tantos personajes del
mundo del entretenimiento virtual. El film mantiene la atención hasta el tercer
acto, donde se vuelve más descriptivo, intentando transmitir al espectador los
estados de ánimo del inexpresivo protagonista, que al fin se puede sentar a
rumiar lo que ha experimentado. Poco le queda para masticar al espectador, más
allá del recuerdo de algunas emociones intensas.
La
enésima versión de Mujercitas viene de la mano de Greta Gerwig, que tan
buena impresión causara con Lady Bird. Más allá de una intrincada estructura
en base a flashbacks que puede desorientar al espectador que no leyera o
recuerde la obra de Louisa May Alcott, la adaptación tiene sus méritos al hacer
de Jo (la siempre satisfactoria Saoirse Ronan) una heroína feminista que coloca
su carrera como escritora por encima de los mandatos de una sociedad que impone
el casamiento como cárcel y condena para muchas mujeres.
En
el elenco destacan la opulenta Florence Pugh (Midsommar), la siempre
efectiva Laura Dern como la madre de las chicas, el siempre sensible Timothée
Chalamet como Laurie, y una avinagrada Meryl Streep, como la tía con dinero y
una vida de soltera muy pero muy frustrada. Hay dos malas elecciones de casting:
el siempre sexy Louis Garrel como el pretendiente de Jo, y el siempre ramplón Bob
Odenkirk (que inadvertidamente termina sobreimprimiendo la perversidad de su
personaje en Breaking Bad a un personaje por demás ñoño) como el padre
de las muchachas. Pero las objeciones son menores ante el tono de vulgaridad
tan propio de lo estadounidense (contrastado con la finesse europea) que
logra la directora. Lo que antecede no es un prejuicio, cabe subrayar que la
prosa de Alcott no tenía la elaboración de la de Edith Warthon (La edad de la
inocencia), ni mucho menos la de su mentor Henry James, que al poner a su
heroína Daisy Miller en contacto con la aristocracia europea, subrayaba su
inocencia como un valor, y su rudeza en las formas y costumbres como un
disvalor propio de una sociedad joven. En este sentido Gerwig triunfa al
sostener esa tosquedad en la puesta en escena, en la elección de los encuadres,
en el estilo elegido para sus actores. No hay más que correlacionar Mujercitas
con lo decantado por el inglés Terence Davies en su retrato de Emily Dickinson
(Una serena pasión, 2016) para que las evidencian salten como astillas a
los ojos.
¿Una
comedia sobre un niño nazi, orgulloso de serlo? Jo Jo Rabbit logra tal
destreza, apoyada en la pericia del director y guionista neozelandés Taika
Waititi (Boy, Lo que hacemos en las sombras, Thor: Ragnarok)
en desafiar lo políticamente correcto. El film ha provocado cierto escozor en
determinados ámbitos que sostienen que no se debe bromear con una catástrofe de
la humanidad como el paso del nacionalsocialismo por la Historia, con su tendal
de víctimas y destrucción. Tras cierta
perplejidad, el espectador advierte que el niño no está muy bien de la cabeza,
ya que tiene por amigo imaginario al mismo Adolf Hitler (interpretado de manera
caricaturesca por el mismo director), extraña a su padre ausente y tiene como
madre a una mujer enigmática que esconde a una niña judía en el desván. A
medida que avance el metraje y el caos de la derrota alemana a su alrededor, el
niño irá sufriendo una transformación que hará tolerable para el espectador la
osadía inicial para ir encarrilándose hacia comarcas conocidas y con las que la gran mayoría
está de acuerdo: el nazismo fue una tragedia para la humanidad, por ninguna
razón debe volver a repetirse.
Y
no es poca cosa que muchos adolescentes se acerquen al tema -más allá de la lectura
obligada de El diario de Ana Frank en las escuelas- a través del formato
comedia. Alemania año cero (Roberto Rossellini, 1948), observaba los
avatares de un niño nazi a través del trágico prisma neorrealista apenas
producida la caída del régimen en Berlín, y si bien es un film loable, es muy
difícil de digerir, ya que el joven -su sangre ya infectada sin retorno por ese
virus ideológico y lo que causó en la sociedad en que creció- termina
suicidándose. El film de Waikiki tiene la virtud de evitar el sentimentalismo
-algo que invalidaba a la infumable La vida es bella (Roberto Benigni
1997) y a su espástico protagonista-, de tener un muy buen guion, y el sustento
de tres actuaciones extraordinarias de Roman Griffin Davis como Jo Jo, Scarlett
Johansson como la madre y Sam Rockwell como el Capitán Klenzendorf, el
instructor del campamento en donde adoctrinan a los jóvenes.
Historia
de un matrimonio se sitúa entre los
logros del cine comercial (la oscarizada Kramer vs. Kramer) y el cine de
arte (Escenas de la vida conyugal, de Ingmar Bergman). Film apoyado en
las actuaciones y el guion, acerca a su director y guionista Noah Baumbach al territorio
en el que mejor se mueve, las historias de familia, a las que observa con
detenimiento, sensibilidad y compasión.
Aquí,
la mujer que abandona el matrimonio no es penalizada como lo era el personaje
de Meryl Street en 1980 en el film de Robert Benton, en aras de glorificar al
personaje del marido (Dustin Hoffman, en la cumbre de sus poderes actorales)
que debía abandonar su empleo para hacerse cargo de su hijo (el comprador
Justin Henry, pleno de monerías para seducir a la platea). El film dialogaba
con el feminismo de la época en términos negativos; había poca comprensión para
la mujer que había abandonado al marido y su descendencia en aras de buscarse a
sí misma.
En
el de Bergman -aludido explícitamente en el de Bambaugh a través del poster de
la obra teatral que derivó de aquel, en la que el marido dirige y la esposa
interpreta- la mujer es una profesional que se ocupa también de su hogar y es
abandonada por su marido que corre detrás de una chica más joven. Marianne (Liv
Ullman) tras la ruptura hace todo un trabajo consigo misma que la lleva a madurar
emocionalmente, mientras que Johan (Erland Josephson), descartado por la novia,
queda atrapado en un pantano y se niega a firmar los papeles de divorcio. A la
larga, cada uno ya en otras parejas, se seguirán viendo de vez en cuando y
descubriendo que pueden seguir siendo grandes amigos y amantes.
En
Historia de un matrimonio, Nicole (Scarlett Johansson)
deja a su marido (Adam Driver) y se lleva a su hijo, porque Charlie no ha
cumplido las promesas que alguna vez le hizo, tan abocado que está a su propia
carrera como director teatral en Nueva York. Ella había abandonado una carrera
como actriz en Los Ángeles para casarse con él y mudarse a Nueva York… siempre
que alguna vez volvieran a la soleada California, de donde era oriunda. En realidad, esta es la punta del iceberg, como
el avezado guion deja ver, hay problemas más serios entre ellos. Nicole tiene
mayor conciencia de que han crecido de manera despareja y mediante la contratación
de abogados tipo barracuda (una admirable Laura Dern en el caso de ella, un
avejentado Ray Liotta en el de él) se permitirán la confrontación que se debían
y que él, más inmaduro emocionalmente, retardaba y evitaba.
Hábilmente,
el relato primero carga las tintas hacia ella y, hacia el tercer acto, la
balanza se equilibra, cuando nos enteramos que quien nunca se movió de posición
fue él. Tanto Johansson como Driver tienen gran lucimiento, como el elenco de
secundarios: muy conmovedora la interpretación de Alan Alda como el primer
abogado que él contrata, un señor muy mayor con muestras de Parkinson, que
quiere evitar provocar oleajes en la pareja en conflicto. Si bien hay muchas
alusiones al cine de Woody Allen, como en toda la obra de Baumbagh -Alan Alda
es el préstamo más evidente- hay otra muy notoria a un clásico del cine romántico
de todos los tiempos: Nuestros años felices (Sidney Pollack, 1973). Allí
Barbra Streisand se enamora y se casa con Robert Redford (ella judía, pobre y
comunista; él, el típico ganador WASP). Ella lo apoya en su carrera como
escritor, tienen una hija. A la larga se separan, pero hay un gesto en común de
ella hacia él que demuestra el amor que sienten el uno por el otro a lo largo
de los años, pese a que él nunca se hizo cargo de la niña. Cuando casualmente
se vuelven a encontrar, una década más tarde, ella no puede evitar acomodarle
el mechón de pelo que le cae sobre la frente, como lo hacía de soltera y de
casada. Aquí, Nicole, una vez divorciada, no puede evitar atarle los zapatos a
Charlie, como lo hiciera cuando estaban juntos. Al igual que en el film de Bergman,
y sin las manipulaciones sentimentales e ideológicas del film de Benton,
Baughman apuesta a la perdurabilidad del amor entre dos que se quisieron mucho,
mediante vínculos que se trasfiguran.
Finalmente,
nos queda Contra lo imposible, título de fantasía que le endilgaron en
nuestras tierras a Ford Vs. Ferrari, mucho más claro y descriptivo de la
temática que narra: la competencia que entablan la compañía estadounidense Ford
para quitarle a la italiana Ferrari el cetro de construir los autos más
veloces.
Quienes
crecimos en los años 70 hemos visto muchos films de este tipo, -Grand Prix
(John Frankenheimer, 1966), Las 24 horas de Le Mans (Lee H. Katzin,
1971) entre los más famosos-, que tenían como centro una competencia
automovilística abundante en complicaciones y heroísmo. Hoy día, ese vacío lo
llenan los Rápidos y furiosos y derivados.
Cabe
decir que Contra lo imposible, dirigido por James Mangold (Tierra de
policías, Wolverine: Inmortal, Logan), es cine industrial
y del mejor, con sus dosis de tensión y adrenalina, un producto muy bien
acabado, con destacables efectos especiales y con dos interpretaciones entrañables
de Matt Damon y Christian Bale, que encarnan personajes de la vida real, un
ex corredor que se ha retirado por problemas cardíacos y, su amigo, un inglés
poco convencional con gran talento para las carreras pero obligado a trabajar
como mecánico para llevar el sustento a casa, dada su volatilidad de carácter,
su poca ductilidad en el trato con la gente, aunque cuente con el apoyo de su mujer
y de su hijo, un fan incondicional.
Ambos
son contratados por la Ford para desarrollar el prototipo que vencerá a los
triunfantes Ferraris en la pista del circuito francés de Le Mans. Entre los
obstáculos que atravesarán estos amigos tendrán uno casi insuperable: algunos ejecutivos de la Ford no creen que el personaje que interpreta Bale sea el adecuado para representar a la firma ante el mundo, dada su
impronta altamente individualista.
Si
bien Damon es un buen actor, aquí el carisma de Bale lo sobrepasa con creces. Y
si a alguien después de las dos horas y pico de proyección no se le escapa un
lagrimón, es porque es un insensible. Una vez más el héroe individualista
estadounidense vuelve a conquistar las praderas, pero esta vez el sabor que
queda en la boca es agridulce.
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