El nuevo film de Robert Eggers (La bruja,
2015) pertenece a lo que Thomas J. Connelly ha dado en llamar “el cine de
confinamiento”1, ejemplificado en aquellos relatos donde la tensión
narrativa se focaliza predominantemente dentro de un lugar. En ese libro hay
capítulos dedicados a El resplandor
(Stanley Kubrick, 1980), La habitación del pánico (David Fincher, 2002), La pasión de Ana (Ingmar Bergman,
1968), Festín diabólico (Alfred Hitchcock, 1948), entre otros.
El faro de una isla cercana a la costa del
estado de Maine es lo que atrae como el canto de sirena al joven Ephraim
Winslow (Robert Pattinson), que oficiará como ayudante del experimentado
marinero Thomas Wake (Willen Dafoe) y nos enclaustrará en su delirante punto de
vista. La dureza del clima y del trato que le propina Wake, unas molestas
gaviotas, el agobio de las tareas y el eterno desplazamiento de la fecha en que
vendrán a recogerlo conspiran para que al joven aprendiz se le vayan aflojando
los tornillos. No alcanzará el desahogo estimulado por una muñequita; los
excesos de la mente crearán sirenas y extrañas criaturas que lo excluyen cuando
copulan con su superior en la misma cabina del faro. De a poco, el instinto
dejará de adoptar disfraces y los dos personajes entablarán una relación en la
que se alternarán las posiciones de poder -fluidas, como las identidades, en El
sirviente (Joseph Losey, 1963), o con componentes sadomasoquistas como los
de la pareja encerrada en una relación
de amor- odio en La escalera (Stanley Donen, 1969), que puede pasar de
la danza desaforada al abrazo comprensivo.
La asfixia que provoca el film viene dada
por el formato elegido por el director -el estrecho Movietone de films como Amanece
(F, M. Murnau, 1927) o M, el vampiro negro (Fritz Lang, 1931)-, una
fotografía en blanco y negro de profundos contrastes y delicados matices, y la
banda sonora de Mark Koven, tan percutante y obsesiva como las ideaciones del
joven Ephrain devenido Thomas.
Film que descansa en la densidad de
texturas y atmósferas, que nos retrotrae a los personajes enfebrecidos de
Edgard Allan Poe y a las situaciones narradas por Herman Melville o Robert L.
Stevenson, tiene un gran aliado en las caracterizaciones de Dafoe (una especie
de dios Tritón, con sus rasgos ásperos, la profusa barba, la voz de trueno) y
Pattinson, cada vez más alejado de su imagen de galán y dispuesto a sudar la
gota gorda. Con tanto a favor, el film trastabilla
al no dotar de densidad a su conflicto, algo muy habitual en directores jóvenes
como Eggers. Su vistoso pastiche amontona referencias pero nunca se sumerge
por debajo de las superficies.
Muy distinto es lo que propone The Vast
of Night, el film independiente del
debutante Andrew Patterson. Una vez que uno se acostumbra a su narración
bulímica, que alterna profusos diálogos con secuencias de un paisaje sonoro
alienígena, ajeno a la palabra, abundantes en ruidos de baja frecuencia y
planos secuencia eternos con veloces desplazamientos de cámara, se encuentra
con un relato repleto de guiños (a films de ciencia ficción de los años 50, a
programas televisivos como La dimensión desconocida), que no tapan el conflicto ni alivianan el
disfrute del espectador.
En un pueblito de frontera en Nuevo México,
un muchacho que conduce un programa en la radio y una adolescente parlanchina
que atiende la centralita telefónica, dos geeks que intercambian
información sobre posibles invenciones tecnológicas, perciben un extraño
sonido que los llevará a concluir que no
están solos en el universo. Es la noche en que gran parte del pueblo ha
concurrido a un espectáculo deportivo, en que algunos reportes aislados sobre
objetos extraños avistados en el cielo y un par de testimonios van alimentando
un clima de paranoia y expectación. Esos relatos son manejados con tal destreza
por Patterson que recuerdan a lo logrado por un Spielberg -durante la secuencia
en que el capitán Quinn narra lo sucedido durante el naufragio del USS Indianapolis
en Tiburón (1975)- o de un John Carpenter -en las escenas que se suceden
en una cabina radiofónica en La niebla (1978)
Film de muy escasos recursos económicos -a
diferencia de Encuentros cercanos del tercer tipo (1977)- pero
amplia inventiva, no se queda corto a la hora de convocar una sensación de
asombro ante lo desconocido.
Bien apoyado en las sólidas
interpretaciones de Sierra McCormick y Jake Horowitz y en un estupendo manejo
de cámaras, este pequeño film logrará que miremos con segundas intenciones el
cielo.
1. Thomas J. Connelly, Cinema of
Confinement, Northwestern University Press, 2019