Curso Luchino Visconti
(Enero, febrero, marzo)
Tres clases virtuales, una por mes
Debate posterior (una semana) a la clase, por Jipsi, wasap audio
Más informes: Instagram: oscarcinefilo. Facebook: Oscar cinèfilo
Espacio de comentario y discusión de películas y cuestiones relacionadas con el mundo del cine.
Curso Luchino Visconti
(Enero, febrero, marzo)
Tres clases virtuales, una por mes
Debate posterior (una semana) a la clase, por Jipsi, wasap audio
Más informes: Instagram: oscarcinefilo. Facebook: Oscar cinèfilo
En Lawrence de Arabia (David Lean, 1962), el personaje interpretado por Peter O´Toole quería ser “árabe” por distintas razones: sabía que esos hombres rudos de los distintos pueblos disgregados no se dejarían unificar y conducir por un inglés, o por alguien que no atravesara las duras pruebas que para ellos eran parte de su cotidianeidad. El primer paso en la “transformación” del inglés fue el embutirse en una túnica de algodón blanco (thawb). Y no por ello dejó de desfilar los ropajes como una super modelo sobre las dunas o los trenes confiscados al enemigo, siguiendo lo que parecía -tanto para la cúpula militar inglesa de la época como para el pueblo árabe- una veleidosa y excéntrica naturaleza. Tampoco dejó de establecer relaciones homoeróticas con su lugarteniente Ali (Omar Shariff) o sus dos jóvenes sirvientes, derramando caudalosas lágrimas cuando uno de ellos era devorado por arenas movedizas o, el otro, estallado por un cartucho de dinamita. Cuando los pérfidos turcos lo atraparon, rápidamente descubrieron que lo suyo era un “disfraz”. Le quitaron las níveas ropas y pellizcaron la carne blanca como la leche, mientras se refregaban los labios lujuriosos con la lengua, disponiendo de su cándido cuerpo como un festín, cuyas sobras terminaron arrojadas en un charco de barro, como metáfora de la aberración -la mancha física y espiritual- a la que fuera sometido.
Peter O`Toole en Lawrence de Arabia |
El caso de Phil (Benedict Cumberbatch), el personaje central de El poder del perro, la última maravilla de la directora neozelandesa Jane Campion, es el de un hombre de naturaleza sensible –graduado en Letras Clásicas- que se disfraza de “macho alfa” –humillando todo aquello que tenga un matiz de delicadeza femenina, castrando toros, arreando ganado, escapándole a las bañeras y dándose solitarios baños de barro, o restregándose a escondidas con el pañuelo de un bien amado, o echando miradas disimuladas a los muchachos en estado edénico- para poder llevar adelante las tareas de un rancho, en la Montana de 1925. En este western revisionista, el pobre Phil debe manejar un puñado de cowboys tan agrestes y poco lubricados como la montaña, y ganarse su respeto. El problema es que el disfraz confeccionado con las reglas de la heteronormatividad le apreta de sisa, y la sublimación de sus deseos sexuales deriva en agresiones hacia su hermano George (Jesse Plemons), con el que comparte la cama desde tiempos inmemoriales, lejos de la mirada rectora de sus padres. La violencia del velocirraptor se intensifica cuando su familiar se aparece casado con una viuda (Kirsten Dunst) que, para colmo de males, tiene un hijo que se pasea ante los cowboys como el David Bowie de El hombre quecayó a la tierra (Nicolas Roeg, 1976).
Campion, como ya lo hiciera en Retrato de una dama (1995), recurre a la contención del entramado gótico para mostrar como Phil –el señor del “castillo”- aterroriza a la viuda recién casada, haciéndole despertar los peores demonios, entre ellos una codependencia extrema de su hijo (Kodi Smit-McPhee) de ribetes incestuosos y la pasión por la botella. El “hombre” de la casa, a continuación, se ensañará con el muchacho, que estudia para cirujano y calza esas extrañas zapatillas blancas que parecen hacerlo levitar, es hiperconciente de los límites que impone el contexto -se negó a ser acompañado por su amigo de la facultad al rancho- y muestra gran destreza para establecérselos a los que juegan a ser poderosos.
Campion, en un guion adaptado por ella misma de la novela de Thomas Savage, no se ensaña con el pobre Phil por no salir del closet en una época peligrosa, pero sí subraya que el odio de uno mismo hacia la propia condición es uno de los peores castigos que se pueden sufrir y que, una de sus consecuencias, además de secarse en vida, es la violencia hacia los otros. No escatima las razones de la conducta adoptada por el personaje pero tampoco atenúa su trágico destino, transformándolo de verdugo en víctima por obra de quien no teme mostrarse tal cual es.
Cumberbach, uno de los actores más “suaves” y sofisticados de la contemporaneidad, se transfigura en un toro salvaje en manos de la directora, que aprovecha cierta cualidad prehistórica de su rostro para momentos de recóndita cavilación. (Había antecedentes: cuando modeló la siniestra docilidad de John Malkovich en Retrato de una dama, transformándolo de un blandengue faquir de feria a un incubo romántico capaz de desquiciar la vida de tres mujeres: su amante (Barbara Hershey), su esposa –Nicole Kidman- y su propia hija).
Auténtica demiurga en un mundo de creadores de baratijas, lejana a la sentimentalidad de Secreto en la montaña (Ang Lee, 2006), no sería de extrañar que la labor de Campion tenga un lugar destacado en las nominaciones para el Oscar de este año. (El film se puede ver en Netflix)
La historia de la pasante de 22 años que tuvo una relación consentida con el presidente Clinton conforma una nueva temporada de American CrimeStory, la joya de la corona de la amplia gama de productos de Ryan Murphy. La primera recreó el caso O. J. Simpson; la segunda, las derivaciones del asesinato de Gianni Versace. Aquí se narra cómo se mancilló escandalosamente la reputación de un grupo de mujeres, no sólo a nivel de los Estados Unidos, sino global. Recién se estrenaba la Internet y cualquiera podía descargarse –mediante la intermitente conexión dial up- el copioso informe pergeñado por el fiscal Kenneth Starr para llevar a juicio al díscolo presidente demócrata.
La miniserie -que se exhibe por el canal FX- cuenta en 10 capítulos la relación de la joven Mónica (convincente Beanie Feldstein) con el presidente (Cliff Owen, magnífico), pero se centra en el vínculo de la muchacha con su amiga Linda Tripp, otra empleada estatal, desplazadas ambas de sus tareas en la Casa Blanca a atender cuestiones menores a sus aptitudes enlas oficinas del Pentágono por ser consideradas inconvenientes por el establishment masculino.
Linda Tripp, una mujer madura con dos hijos, ansiosa como perro jadeante de ser reconocida a cualquier costo, no tiene ningún empacho en sacrificar su “amistad” con Mónica grabando durante meses la conversaciones telefónicas que sostenían, donde la muchacha con diversos grados de ansiedad comentaba las derivaciones del affaire con el hombre más poderoso de los Estados Unidos, los avances, sus fellatios, la falta de comunicación de a ratos, los descuidos. De todo esto, quedó para el recuerdo un vestido azul que no pasó por la tintorería.
Las intervenciones de otras abusadas (Paula Jones, tres peldaños más abajo en la escala social, que de acusar al presidente termina posando desnuda para la revista Penthouse, tras ser utilizada por los medios,el marido y la abogada); las presiones del partido republicano para lograr la destitución del político exitoso; las estrategias coercitivas del FBI para que Mónica confiese y del periodismo más amarillo que le impedían salir de su vivienda; las intrigas entre los allegados al poder del partido demócrata, son ingredientes que forman un coctel explosivo y entretenido, que el equipo de guionistas delinea con aptitud para que el espectador no se pierda en la maraña de personajes y situaciones.
Hay otro capítulo dedicado a las consecuencias del hecho sobre Hilary Clinton (Edie Falco, sobresaliente), a la que también se la muestra como sujeta a degradaciones tanto públicas como privadas, eso sí, dados sus privilegios, entre algodones.
La miniserie está contada desde el punto de vista de Lewinsky, que sufrió deshonras innumerables y quedó en condición de paria hasta no hace mucho (hay varias notas en la revista VanityFair que refieren el calvario).
Las actuaciones son uno de los condimentos más atractivos de la miniserie. Annaleigh Ashford como Paula Jones aporta una cuota de humor grotesco en su descenso ignominioso hacia el olvido.
Sarah Paulson está irreconocible bajo las pelucas y prostéticas que le deforman el rostro, el cuerpo, y sirven para caracterizar a Linda Tripp. Igualmente se observa su calidad actoral para retratar a un personaje que aúna lo mejor y lo peor de la condición humana. Productora de la serie junto a Lewinsky y Feldstein, reunieron un elenco en el que también destacan Mira Sorvino como la madre de Monica, ColinHanks como un miembro del FBI y Judith Light como la abogada de Jones.
No siempre una nueva película dirigida por Clint Eastwood es para celebrar.
Su filmografía como director alterna títulos valiosos como Río Místico, Los imperdonables, Million Dollar Baby, Gran Torino, Bird y El fugitivo JoseyWales, con films interesantes como Los puentes de Madison, La mula, el díptico Cartas desde IwoJima, Banderas de nuestros padres, su debut en Obsesión mortal. También hay películas decorosas como Medianoche en el jardín delbien y del mal, Un mundo perfecto, El sustituto. Y otras mediocres como Firefox, Deuda de sangre, Sully.
Cry Macho pertenece decididamente a las mediocres. Su guion recuerda a aquellos vehículos crepusculares para estrellas añosas que realizaban John Wayne y James Stewart a finales de la década del 60, en donde el veterano bajaba línea reeducando a algún muchacho descarriado.
Aquí el viejo Clint, con su innegable carisma
como estrella, interpreta a un cowboy experto en amansar caballos con muchas
derrotas y perdidas en su haber, al que la vida le ofrece una oportunidad de
revalidar sus laureles: ir a México para regresar a Texas con el hijo de su
jefe, un muchacho de 13 años, echado a perder por la crianza que le dio a su
madre, que vive como una madama escapada de un burdel de La pandilla salvaje y está enredada con unos narcotraficantes,
apenas esbozados en el guion.
Desplazándose de un cliché a otro, el anciano logra su cometido, domando el potrillo descarado y a su gallito Macho, al que llegará a admirar, cuando antes sólo lo veía como candidato para la asadera, rodeado de papas.Entre los lugares comunes del guion está el tratamiento que se hace de los mexicanos –entre muy buenos y moralmente despreciables, sin término medio-, la posadera de buen corazón que alimenta sin pedir nada a cambio, algunos policías corruptos y hasta una intervención salvadora del animalito.
El film marcha al paso cansino de su estrella y necesita de mucha buena voluntad por parte del espectador que se pregunta si la estrella podrá correr sin caer muerto de un infarto, incorporarse de una silla sin quebrarse un hueso; Clint se ha achicado en estatura, sentado al manejo de un auto queda por debajo de su compañero de viaje, el adolescente. La credibilidad se pone a prueba cuando monta un caballo –acción realizada por un doble- o una atractiva mujer de 40 lo invita a compartir su cama con fines sexuales. Con lo descangallado y decrépito que está,Clint podría hacer de frazada. Pero se entiende, las avanzadas femeninas son guiños a la imagen que supo conquistar a lo largo de todo su derrotero estelar y que recuerdan al galán que hubo en él, como las cortesías con la posadera, con la que se anima a un baile de ritmo frágil. Sus muestras de caballerosidad y su timidez son enternecedoras.
Y si bien honra su tradición de interpretar hombres de pocas palabras, el film es harto redundante a nivel diálogos, porque el joven tiene que traducir del español al inglés para que el cowboy entienda. Cuando dice más de dos frases juntas es para explicarle al muchacho el poco valor que tiene hoy el posar como un macho, algo con lo que él lucró a lo largo de 6 décadas. A nivel ideológico este es uno de los pocos valores que sitúan al film en nuestro contexto.
La dirección acá está en piloto automático. La fotografía y la música son funcionales al cometido. Con 91 años cumplidos en mayo, la máxima atracción masculinade taquilla de la década del 70 está para retirarse y disfrutar de su casa en Carmel. Ya no tiene que demostrar nada a nadie.
En el pasado Festival de
Venecia se estrenó este cortometraje basado en la célebre pieza de Jean
Cocteau, sobre una mujer de mediana edad que espera el llamado telefónico de su
amante que le confirmará que no volverán a verse. Codiciado por las actrices
porque les permite un gran lucimiento, el monólogo –la voz del hombre no se
escucha-, hay una versión previa cinematográfica con la gran Anna Magnani
(Roberto Rossellini, 1948), y otra para televisión, donde Ingrid Bergman (Ted
Kotcheff, 1966) se desvive por mantener el contacto hasta revolcándose por los
suelos.
La versión de Almodóvar
adapta muy libremente la pieza, coloca en el centro de la cámara a la
maravillosa Tilda Swinton, y es su primer aventura en inglés. Filmada a
comienzos de la pandemia, en un estudio de sonido que forma parte de la
escenografía que, a su vez, incluye el decorado del departamento en que la
mujer se encontraba con su amante, permite un despliegue de la actriz y de
artificios en la puesta en escena que llevan el sello del manchego.
Swinton encarna aquí a una
modelo –lo que da la excusa a que luzca un vestuario despampanante que puede
cambiar de un plano a otro sin necesidades dramáticas- cuya natural apariencia alienígena se ve
subrayada por el recurso de unos auriculares inalámbricos para escuchar a su
hombre que parecen formar parte de su cuerpo y dan la impresión de una actriz
ensayando un soliloquio. Por suerte su ceño se frunce, sus ojos se inundan de
desesperación y se desplaza continuamente por los espacios que el director
habilita, a veces con la compañía de la perra que dejó el desertor, a veces en
la soledad más cortante.
La voz de la escocesa
amalgama los distintos saltos de plano, ocultando y volviendo casi transparente
la artificiosidad del envío. El cuerpo se desplaza por distintas dependencias
evitando el estatismo de otras puestas. La de Rossellini se anclaba en largos
planos del rostro de la ilustre romana y permitía la intromisión de sonido
ambiente en los momentos de silencio abrumador, entre llamada y llamada. La de
Kotcheff llevaba la máscara de la sublime sueca a reflejarse en un espejo mediante
efectos de maquillaje –donde se veía prematuramente envejecida-, con la cámara
siguiendo sus nerviosos desplazamientos por las habitaciones deteniéndose en
busca de cigarrillos que había prometido no fumar.
Las versiones antiguas, apegadas
al texto original, dejaban a la mujer en el lugar de la postración ante el
canalla, hasta culpándose por la separación . El director de Volver, fiel a su estilo, empodera a su
víctima; el corto se inicia con Swinton comprando un hacha en una ferretería
regenteada por el hermano de Almodóvar. Tras someterla por unos momentos al
suplicio que sufrían algunas de sus heroínas anteriores -(la Marisa Paredes de La flor de mi secreto, la Carmen Maura de Mujeres
al borde de un ataque de nervios y La
ley del deseo), a las que les
costaba desarraigarse de esa geografía masculina tan recorrida, le posibilita
expectorar la ira contenida, no volviéndola hacia sí misma, sino externalizándola
en un huracán de destrucción, sin dejar de lado algunos toques humorísticas.
Si agregamos que los colores
de los muros combinan con el vestuario, que una regadera puede ser utilizada
tanto para dar vida como para destruir, que aparecen varios de los libros cuyos
autores el director adora, y que un cuadro de Artemisia Gentileschi –“Venus y Cupido”- preside con
mirada rectora el accionar de la mujer, descubrimos que estamos en un
territorio estético reconocible y somos guiados por una mano magistral.