31/7/19

Dolor y gloria, de Pedro Almodóvar




Un nuevo film de Almodóvar suele ser motivo de regocijo para el cinéfilo, aunque no siempre esté a las alturas de las expectativas que despierta.

Salvador Mallo (Antonio Banderas) es un director que no filma hace años, dolido por la muerte de su madre, aquejado por fuertes dolores de espalda y jaquecas. Mediante la invitación que le hace una cinemateca cercana para homenajear el aniversario número 32 del estreno de una de sus películas, se acercará hasta la vivienda del actor al que dirigió en esa ocasión (Asier Etxeandia) con el que no se habla desde entonces y que también está convocado. Salvador saldrá del lugar con un paliativo para sus malestares -heroína en polvo- que no sólo lo relajará sino que también lo llevará a repasar de manera -sumamente estilizada, casi como si de una película se tratara- su infancia. A continuación, vendrá el reencuentro con un hombre al que amó intensamente durante aquellos locos años de La Movida española (Leonardo Sbaraglia). Después, la remembranza de los últimos días junto a su madre (Julieta Serrano). Todo este derrotero llevará a Salvador a reencontrarse con “su primer deseo”, llámese “la madre”, llámese “la creación artística”.


Para esto, Almodóvar convocó como su alter ego a Antonio Banderas (su actor fetiche), más vistoso que el original y capaz de expresar una vulnerabilidad en la hosquedad que el director jamás se permitiría mostrar. Carmen Maura no es de la partida pero tiene una sustituta, Nora Navas, muy parecida a ella, pero rubia y con 30 años menos, como Mercedes, la mano derecha de Salvador (otra figura materna). Como la madre en los “recuerdos” estilizados aparece nada menos que Penélope Cruz (Madre con mayúscula en Volver). También hay una breve intervención de Cecilia Roth (madre por excelencia en Todo sobre mi madre) que es quien dispara el tema terapéutico a lo Hitchcock: el trayecto del personaje es un viaje hacia la recuperación de la pulsión vital, ahogada tras la muerte de la madre.


El manchego se halla en una fase de su carrera donde todo apunta a la estilización extrema, el guion ha sido destilado gota a gota, los encuadres son pinturas en movimiento que estallan en sinfonías de color, la música dosificada módicamente (ecos de Chavela y de Mina). La madurez de su arte es innegable, llegando a una perfección como la lograda por su maestro Alfred Hitchcock en Vértigo (1958). El problema que lo agobia en este caso, y resiente la efectividad del film, es que al deslizarse por los territorios de la abstracción se pierde la posibilidad de emocionar al espectador, invocando a cada momento la capacidad reflexiva del mismo. Puesto de otra manera, cuando en un film llaman más la atención los decorados por su belleza o porque exhiben afiches que aluden a otra cosa que por lo que le sucede al protagonista, embarcado en la reiteración de las mismas acciones durante dos tercios del metraje, las posibilidades de identificarse con el personaje disminuyen.


El recurso de la puesta en abismo -habitual en films que tratan la cuestión del cine dentro del cine y cuya mejor expresión ha sido 8 y medio de Federico Fellini- es llevado a extremos insospechados. No sólo que el film a homenajear recuerda a La ley del deseo (1987), y que se espeja con Dolor y gloria al tener ambos como protagonista un director de cine y un segmento teatral en su interior (en aquel caso “La voz humana”, de Jean Cocteau), o que el personaje de Sbaraglia aluda al de Paul Newman en La gata sobre el tejado de zinc caliente (Richard Brooks, 1958, basado en una obra de Tennessee Williams), al estar casado con Elizabeth Taylor pero tener una relación homosexual en su pasado. Detalles nimios como la foto matrimonial sobre la mesita de luz de la madre de Salvador, donde aparece como suyo el padre de Almodóvar; o cuando Sbaraglia muestra una foto de uno de sus hijos y es un retrato de él mismo a los 20 años. Podríamos llenar páginas con este tipo de exudado asociativo pero raramente humedecer una mejilla con los padecimientos del protagonista, por más que Banderas haya dejado lo que le resta de corazón en su interpretación, justamente reconocida en el Festival de Cannes.

Desprovisto de emoción -algo que no se permitirían ni Hitchcock, ni Fellini-, es un film para el museo, sala Almodóvar, como la malhadada Los abrazos rotos (2009), un guión perfecto, una cornucopia inagotable de auto referencias, imágenes bellas, colores pregnantes y olor a formol.

Publicado en Regia Magazine, el 10 de junio de 2019

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