Un nuevo film de Almodóvar suele ser motivo de regocijo
para el cinéfilo, aunque no siempre esté a las alturas de las expectativas que
despierta.
Salvador Mallo (Antonio Banderas) es un director que no
filma hace años, dolido por la muerte de su madre, aquejado por fuertes dolores
de espalda y jaquecas. Mediante la invitación que le hace una cinemateca
cercana para homenajear el aniversario número 32 del estreno de una de sus
películas, se acercará hasta la vivienda del actor al que dirigió en esa
ocasión (Asier Etxeandia) con el que no se habla desde entonces y que también
está convocado. Salvador saldrá del lugar con un paliativo para sus malestares
-heroína en polvo- que no sólo lo relajará sino que también lo llevará a
repasar de manera -sumamente estilizada, casi como si de una película se
tratara- su infancia. A continuación, vendrá el reencuentro con un hombre al
que amó intensamente durante aquellos locos años de La Movida española
(Leonardo Sbaraglia). Después, la remembranza de los últimos días junto a su
madre (Julieta Serrano). Todo este derrotero llevará a Salvador a reencontrarse
con “su primer deseo”, llámese “la madre”, llámese “la creación artística”.
Para esto, Almodóvar convocó como su alter ego a Antonio Banderas (su actor fetiche), más vistoso que el
original y capaz de expresar una vulnerabilidad en la hosquedad que el director
jamás se permitiría mostrar. Carmen Maura no es de la partida pero tiene una
sustituta, Nora Navas, muy parecida a ella, pero rubia y con 30 años menos,
como Mercedes, la mano derecha de Salvador (otra figura materna). Como la madre
en los “recuerdos” estilizados aparece nada menos que Penélope Cruz (Madre con
mayúscula en Volver). También hay una
breve intervención de Cecilia Roth (madre por excelencia en Todo sobre mi madre) que es quien
dispara el tema terapéutico a lo Hitchcock: el trayecto del personaje es un
viaje hacia la recuperación de la pulsión vital, ahogada tras la muerte de la
madre.
El manchego se halla en una fase de su carrera donde todo
apunta a la estilización extrema, el guion ha sido destilado gota a gota, los
encuadres son pinturas en movimiento que estallan en sinfonías de color, la
música dosificada módicamente (ecos de Chavela y de Mina). La madurez de su
arte es innegable, llegando a una perfección como la lograda por su maestro
Alfred Hitchcock en Vértigo (1958).
El problema que lo agobia en este caso, y resiente la efectividad del film, es
que al deslizarse por los territorios de la abstracción se pierde la
posibilidad de emocionar al espectador, invocando a cada momento la capacidad
reflexiva del mismo. Puesto de otra manera, cuando en un film llaman más la
atención los decorados por su belleza o porque exhiben afiches que aluden a
otra cosa que por lo que le sucede al protagonista, embarcado en la reiteración
de las mismas acciones durante dos tercios del metraje, las posibilidades de
identificarse con el personaje disminuyen.
El recurso de la puesta en abismo -habitual en films que
tratan la cuestión del cine dentro del cine y cuya mejor expresión ha sido 8 y
medio de Federico Fellini- es llevado a extremos insospechados. No sólo que el
film a homenajear recuerda a La ley del
deseo (1987), y que se espeja con Dolor
y gloria al tener ambos como protagonista un director de cine y un segmento
teatral en su interior (en aquel caso “La voz humana”, de Jean Cocteau), o que
el personaje de Sbaraglia aluda al de Paul Newman en La gata sobre el tejado de zinc caliente (Richard Brooks, 1958,
basado en una obra de Tennessee Williams), al estar casado con Elizabeth Taylor
pero tener una relación homosexual en su pasado. Detalles nimios como la foto
matrimonial sobre la mesita de luz de la madre de Salvador, donde aparece como
suyo el padre de Almodóvar; o cuando Sbaraglia muestra una foto de uno de sus
hijos y es un retrato de él mismo a los 20 años. Podríamos llenar páginas con
este tipo de exudado asociativo pero raramente humedecer una mejilla con los padecimientos
del protagonista, por más que Banderas haya dejado lo que le resta de corazón
en su interpretación, justamente reconocida en el Festival de Cannes.
Desprovisto de emoción -algo que no se permitirían ni
Hitchcock, ni Fellini-, es un film para el museo, sala Almodóvar, como la
malhadada Los abrazos rotos (2009),
un guión perfecto, una cornucopia inagotable de auto referencias, imágenes
bellas, colores pregnantes y olor a formol.
Publicado en Regia Magazine, el 10 de junio de 2019
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