Es un lugar común decir que las mujeres con más de 40 años no consiguen buenos papeles en Hollywood. Ni cortas ni perezosas, Reese Witherspoon y Nicole Kidman por un lado, y las más veteranas, Susan Sarandon y Jessica Lange, por el otro, se han planchado las arrugas buscando una solución para aquel problema, al generar sus propios proyectos para la televisión, en formato miniserie y serie, respectivamente.
Big Little Lies bien podría llamarse Mujeres abusadas al borde de un ataque de nervios. En la soleada y progresista localidad de Monterey, California, existe una escuela pública donde las tres protagonistas –además de Kidman y Witherspoon, está la más que notable Shailene Woodley, de inolvidable interpretación en The Spectacular Now!, condenada por su apariencia a ser una Jennifer Lawrence clase B- mandan a sus párvulos. Allí se celebrará una fiesta donde los participantes deben ir vestidos o disfrazados de manera que recuerden a Audrey Hepburn y a Elvis Presley. En esa fiesta, habrá un asesinato.
El primer capítulo es un tanto difícil de seguir por la variedad de hilos narrativos que se tienden para ser desplegados, entrecruzados con flashforwards de la investigación del asesinato cuya víctima y ejecutor se reservan para el desenlace. El estilo que el director cinematográfico Jean-Marc Vallée, -el responsable de aquella joya canadiense llamada Mis gloriosos hermanos, y las apenas decorosas El club de los desahuciados y Alma salvaje-, es demasiado relampagueante y fragmentado, impidiendo la creación de cualquier atmósfera. Cabe decir que, a medida que los capítulos se suceden y la historia se va asentando, el asunto adquiere mayor interés.
Por lo que se ha visto hasta ahora –capítulo 5-, cualquiera de las protagonistas podría ocupar un lugar en el inescindible tándem víctima-victimario. La recién llegada al pueblo, Woodley, amén de ser madre soltera y más pobre que las otras dos, tiene un hijito que desencadena el conflicto dentro de la escuela al querer abrazar-ahorcar un tanto efusivamente a una compañerita. O al menos así lo cree la madre de la niña, una ejecutiva top, alta, estilizada, y con la cara de masilla moldeable de la gran Laura Dern, haciendo una escala en Monterey antes de pasarse por Twin Peaks 2.0, la nueva creación de su mentor y maestro, David Lynch.
Con Dern conectada a 220 voltios la cuota de grotesco necesaria está garantizada, matizando la estridencia de sierra eléctrica de Witherspoon, que explota en clave psicopática los tics de los personajes que compuso para Legalmente rubia y La elección, ganándose un tendal de enemigos a cada paso con su energía desproporcionada y su ciega ambición de conseguir lo que quiere a cualquier costo. Por lo tanto, hay muchos motivos para que más de uno quiera mandarla al otro mundo. A Kidman le toca un rol más mesurado, como la sacrificada madre que dejó su brillante carrera de abogada por pedido de su marido, un potro rubio al estilo del muñeco Ken, más joven que ella, que da coces cada dos minutos, dejando amoratado cada centímetro de piel de su esposa. Igual, la australiana no debería preocuparse, está tan parecida a una muñeca de plástico gracias a las cirugías estéticas que parece una naturaleza muerta. En los numerosos desnudos que le vemos, hasta sus pechos desafían las leyes del tiempo y de la gravedad.
El personaje más humano del terceto de amigas es el de la joven Woodley, - con su nenito llamado Ziggy Stardust en homenaje a David Bowie , qué cruz pobre chico-, que corre incansablemente por las playas, su interior hecho una marejada, acechada por un pasado tan sombrío como misterioso, víctima de un trauma del que aún no se ha repuesto.
Como se ve, las tres tienen motivos para ser la víctima del capítulo uno –si se tratara de una mujer- o la victimaria del capítulo final –si el occiso fuera un hombre. Los muchachos que las rodean son estereotipos que caminan: desde el freak que está casado con Witherspoon hasta su ex, el macho posta e irresponsable en su pasado que hace buena letra con su esposa del presente. Del muñeco que está casado con Barbie Kidman, ya hablamos.
Diseñada por David E. Kelley (creador de Ally McBeal) para HBO, Big Little Lies se deja ver por el carisma de sus estrellas y su módico suspenso. Lejos de la densidad del primer gran drama sobre abuso que ofreciera la televisión estadounidense, Something About Amelia (1987), protagonizado por Glenn Close y Ted Danson, esta miniserie está confeccionada en base a recetas new age e instintos radicales que desafían lo correctamente político de una sociedad hiper conciente de sus derechos y obligaciones, permitiendo atisbar algo profundamente doloroso debajo de tanta hojarasca pulida y reluciente.
Sarandon y Lange, por su parte, se han diseñado un vehículo de lujo. Nada menos que recrear a dos glorias de Hollywood, Bette Davies y Joan Crawford, cuando se juntaron para filmar la genial ¿Qué pasó con Baby Jane? (1962), relanzando sus ya opacas carreras, otorgándoles un soplo de vida nueva.
El antagonismo que separaba a las dos estrellas del pasado da pasto suficiente para hacer de Feud una verdadera bacanal, sobre todo para el cinéfilo y el consumidor de productos con el exceso marcado en el orillo. Si además uno de los responsables es Ryan Murphy (creador de Glee y American Horror Story, donde la misma Lange compuso un rol que le valió el Emmy), el barniz camp está asegurado.
Las fortalezas de la serie radican tanto en sus interpretaciones como en el argumento y la puesta en escena. Sarandon se mimetiza en la piel de Davies, su mueca de amargura, sus tonos roncos, la bilis en cada gota de saliva. En apariencia hasta el capítulo tres, le toca la parte más simpática, menos dedicada a las intrigas maquiavélicas que el personaje de Lange, que, si bien físicamente no se parece a la Crawford, sí puede encarnar sus convulsos estados interiores, batallas espectaculares entre el impulso de sobrevivir en el mundo del espectáculo y poder pagar las cuentas, y el horror a envejecer. Lange ocupa con soltura el lugar que la gran Geraldine Page –la actriz que encarnó en la pantalla los turbulentos personajes femeninos de algunas obras de Tennessee Williams- dejara vacante. Alejada de la bomba sexy que debutó en el King Kong de 1976, encarnara a la muerte más atractiva que se haya visto en el cine (All That Jazz, de Bob Fosse, 1980), y a la simpática madre soltera que enamora a Tootsie (1982) por la que ganara el Oscar a la mejor actriz secundaria. El de protagónica le vino por su delicado retrato de una mujer que vive en otra frecuencia de onda creyéndose Brigitte Bardot en la agradable Blue Sky (Tony Richardson, 1995), aunque se lo merecía mucho antes, por su retrato de Frances Farmer (Graeme Clifford, 1982), otra actriz de Hollywood que va cayendo lentamente en los pantanos de la locura.
Sarandon, otra que comenzó como chica sensual, -entre sus primeros papeles está el de una drogadicta en JOE (1971) y la ingenua heroína de The Rocky Horror Show (1975)-, comenzó a tallar como actriz de prestigio ya en dos clásicos de Louis Malle, Pretty Baby (1978) y Atlantic City (1980), ganando el Oscar por su conmovedor retrato de una monja omnicomprensiva en Mientras estés conmigo (1995), donde de sexy no tenía nada.
El argumento tiene su núcleo en la filmación de la famosa película, uno de los grandes éxitos del cine de horror de todos los tiempos, que inaugurara el ciclo de lo que dio en llamarse el cine del grand guignol, películas interpretadas por actrices ya cercanas a la decadencia de su estrellato, con papeles grotescos donde lo monstruoso era una marca registrada, que les permitían un último respiro en la pantalla y reelaborar o destruir lo que habían construido a lo largo de sus carreras. De este subgénero, se pueden recomendar: del mismo director de Baby Jane, Robert Aldrich (interpretado en la serie con la solvencia a la que nos tiene acostumbrados Alfred Molina, uno de los mejores actores de carácter que existen), Calma, calma, dulce Carlota (1964) donde Olivia de Havilland y Bette Davies se sacaban chispas; la siniestra Matar para vivir (Lee H. Katzin, 1969), con Geraldine Page y la increíble Ruth Gordon –aún fresquito su Oscar por componer a la bruja entrometida de El bebé de Rosemarie-; ¿Qué la llevó a matar? (Curtis Harrington, 1971), donde Shelley Winters y Debbie Reynolds habitan una academia de baile donde se suceden hechos sangrientos; y, como vagón de cola, la inolvidable Presagio (Mauro Bolognini, 1977), donde la misma Winters se encarga de hacer deliciosos bocadillos con la carne de sus víctimas.
También hay flashbacks informativos sobre los antecedentes de las estrellas de Baby Jane narrados en supuestas entrevistas por Olivia de Havilland (una irreconocible Catherine Z. Jones) y Joan Blondell (Kathy Bates, excelsa como es habitual), donde se cuentan episodios de sus vidas y carreras, con ocasionales muestras de films interpretados por ellas.
Como es dable advertir, en Feud el talento abunda. Con la adición de la ultra calificada Judy Davies (Pasaje a la India, Mi brillante carrera, Life with Judy Garland: Me and My Shadows, Maridos y esposas, Los secretos de Harry) encarnado a esa caricatura en vida que era Hedda Hopper, una de las periodistas de chismes más famosas de Hollywood, capaz de construir y destruir carreras con una línea impresa, aquí encargada de llevar y traer misiles entre una y otra diva, el cartón está lleno. Pero no, otra agradable sorpresa es ver a Stanley Tucci en el rol del poderoso productor Jack Warner.
También hay espacio para narrar la conflictiva historia que las dos estrellas tuvieron con sus hijas. Una vez fallecidas ambas, las hijas publicaron biografías donde narraban con lujo de detalles los castigos a los que sus madres las sometían. En este territorio parece que Joan Crawford se llevó las palmas; algo de lo narrado por su hija se percibió en Mamita querida (Frank Perry, 1981), donde Faye Dunaway encarnaba a la actriz en una película tan desbordada que ha pasado a constituirse en un film de culto.
La puesta en escena es suntuosa; el proyecto lo merecía. Del look industrial de los sets de filmación pasamos a los luminosos dormitorios y jardines de Crawford –sosteniendo a puro pulmón su imagen de star hasta el final. Más desinteresada en esa cuestión, los interiores de Davies son rústicos, poco acogedores, oscuros.
Las debilidades de la serie son intrínsecas al proyecto. Las nuevas generaciones desconocen a figuras de la talla mencionadas aquí y hasta les parecerá irrisorio el conflicto planteado. Quizás si vieran lo deliciosa que es ¿Qué paso con Baby Jane? se enterarían de que la ex niña estrella es una pariente lejana del Norman Bates de Psicosis o del Hannibal Lecter de El silencio de los inocentes. Y de que las apariencias engañan: no sólo es monstruoso todo lo que se sindica como tal… Ahí está el personaje de la “sufrida” Crawford para atestiguarlo.
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