El veterano director experimenta con un formato
desconocido para él: la miniserie televisiva, seis capítulos de 23 minutos.
Tentado por Amazon con una cifra que no pudo despreciar, la experiencia arroja
resultados desparejos, aunque no desprovistos de cierto interés.
Un matrimonio bastante mayor, conformado por un novelista
venido a menos y una terapista sexual, encarnados por el mismo Woody y Elaine
May, ofrece hospedaje a la hija de unos conocidos, involucrada en actividades
terroristas en medio de la problemática década de los años 60. El paso de la
chica por la vida de los personajes los impulsa a la toma de conciencia en
relación a las desigualdades sociales y el afán materialista que carcome los
ideales estadounidenses. La muchacha es interpretada por Miley Cyrus, lo que
amplía el espectro de potenciales espectadores, no quedándose sólo con los
incondicionales del director.
Parodista ante todo, como guionista Allen enmascara las
referencias a la convulsionada conflictividad social y política de la época con
remisiones a los Panteras Negras y a Patty Hearst; genera ironías –el
protagonista es un escritor desencantado que busca vender una serie para hacer
dinero-; muestra la transformación de un grupo de octogenarias que de leer
Cumbres borrascosas termina leyendo y discutiendo a Marx y a Mao. En la
secuencia final, la casa donde se desarrolla la acción se ve desbordada por una
multitud alocada, a la manera en que los hermanos Marx lo hacían con un
camarote en Una noche en la ópera.
Nunca un ideólogo –en su mente el director de Hannah y sus hermanas tiene el esquema
de las comedias que disfrutaba en su infancia, las de la década del 30, no las
conflictivas relaciones de su maestro Ingmar Bergman o las denuncias de un
Oliver Stone-, resulta estimulante que el divertimento venga envuelto con un
mensaje de cambio en época de elecciones en los Estados Unidos. Lo que no
resulta tan entretenido es la duración de algunas escenas –cinco minutos en una
extensa conversación entre Allen y su socio en un local de comida al paso- y
sus largos planos secuencia para permitir el despliegue y la expresión de sus
actores –más aptos para la concentración de la pantalla grande que para la
televisiva.
Lo cierto es que el seguidor incondicional del director
encontrará los lugares comunes que lo hicieron famoso como estrella de la
pantalla: sus tics neuróticos, su calamitosa hipocondría, algo de psicología de
divulgación, pocas de las indagaciones cuasi filosóficas de Crímenes y pecados, un avezado conjunto
de interpretaciones por parte del elenco, unas cuantas sonrisas, y algún
bostezo. Quien no esté dispuesto a tener la paciencia que se le dispensa a un
viejo amigo, mejor que pase de largo.
Publicado en Regia Magazine, 14 de noviembre de 2016
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