Cuando
nos vamos nunca sabemos que nos vamos.
Hacemos
que cerramos la puerta y el destino
– a
nuestra espalda- echa el cerrojo.
No
volveremos ya.
Emily Dickinson
¿Recuerdan aquella cosa llamada “poesía”, que solían
enseñar en las clases de literatura y asociábamos con corazones inflamados
expresando versos de amor? Meros juegos de palabras dirigidos a la amada o el
amado, a la Patria, al Señor, que podían producir magia en los corazones e
intelectos sensibles, iluminando paisajes espirituales de amaneceres diáfanos y
noches oscuras insondables.
La poesía ocupa poco espacio hoy en nuestras vidas,
también en los anaqueles de las librerías, en el argot diario. Quizás haya
alguien escribiendo poemas por wasap,
váyase a saber. Por suerte, tenemos el cine que, de vez en cuando, en función
arqueológica, nos recuerda momentos en que la poesía era central en la vida de
los seres humanos, antes que esa centralidad fuera ocupada por los celulares,
las lebacs y las papas fritas.
En los últimos tiempos se han producido varias películas
sobre la vida de poetas y, en algunos casos, su poesía. Pocas se estrenan en
nuestras pantallas. Una serena pasión es una excepción: hay que agradecerle
seriamente a su distribuidor, que sabía que no hacía buen negocio pero que
regalaba una verdadera obra de arte a los happy
few. Para aquellos a los que le interese la conjunción de cine y poesía
tienen para ver Howl (2010), donde el
versátil James Franco interpreta a Allen Ginsberg en el período de la
confección y el escándalo posterior de su famoso grito beat. Paterson (2016), donde Jim Jarmusch sigue
los recorridos de un conductor de autobús que transpira la los versos de lo
cotidiano con toques naifs, con el pulso firme de Adam Driver. La dolorosa Sylvia (2003), donde Gwyneth Paltrow y
Daniel Craig se pierden en los intrincados laberintos de la relación entre
Sylvia Plath y su esposo Ted Hughes. Más atrás, uno puede bucear en la red y
toparse con Tom y Viv (1993), donde
Willem Dafoe y la excelsa Miranda Richardson encarnan el siniestro matrimonio
conformado por T.S. Eliot y Vivienne Haigh-Wood. Si uno tiene poco tiempo, las
mejores son Bright Star (2009), donde
la gran directora neozelandesa Jane Campion alumbra la tierna y malhadada
relación entre John Keats y Fanny Brawne; y la que nos ocupa, sobre la vida de
Emily Dickinson, dirigida por –para muchos- el mejor director inglés
contemporáneo, Terence Davies.
Dickinson (1830-1886) fue una de las grandes poetas del
siglo XIX en Estados Unidos, pavimentando el camino a los grandes del siglo XX,
con la modernidad de su métrica, la abstracción de sus imágenes. No fue profeta
en su época por ser poco publicada y ser considerada excéntrica, una mujer que
se adentraba en cotos reservados a los varones. La imagen convencional que se
tiene de ella es la de una solterona vestida de blanco que, de pasearse por los
prados de Amherst, Massachusetts, termina recluyéndose en su habitación.
Pasados estos datos por el tamiz autoral de Davies, la poeta habita en Cynthia
Nixon, conocida por ser la abogada del cuarteto de amigas de Sex and the City, capaz de proyectar la
inteligencia, la amargura y la crueldad necesarias para dotar de voz y carne a
semejante talento.
La primera parte del film es luminosa. Mediante una serie
de escenas compuestas por tableaux exquisitos, con diálogos de un filo
inusitado en la pantalla, vemos a la joven Emily (Emma Bell) enfrentándose a
las autoridades de la Academia de Amherst, exasperando a una tía muy
convencional a la que tanto aborrece como ama, escribiendo sus poesías por la
noche con la venia de su padre, interpretado por el siempre cálido Keith
Carradine, al que la vejez le ha sentado muy bien. (¡Recordar que era el
cantante pop narcisista que seducía a todas las mujeres en Nashville de Robert Altman en 1975, compositor e intérprete del
tema musical ganador del Oscar de ese año, I´m
easy!)
Sí, la de Emily era una época en que las mujeres debían
pedir permiso y someterse estrictamente a los criterios paternos y
eclesiásticos, limitaciones a los que la poeta gustaba desafiar con su lengua y
su pluma. Los intercambios con su amiga Vryling Buffam (Catherine Bailey), una
protofeminista acomodaticia según la oportunidad, que aporta informaciones
sobre la vida – la que la poeta observa desde la confortable y segura distancia
del hogar familiar–, son un verdadero festín verbal.
La segunda parte del film, a medida que los amigos, los
intereses amorosos, y los familiares se van alejando o falleciendo, se va
convirtiendo lentamente en una ceremonia sacra, que demanda cierto estoicismo
por parte de los espectadores, que ven como la poeta va descendiendo los
escalones del sufrimiento vestida con una bata de lino blanco, rociada de
amargura. A semejante caída en cámara lenta ya habíamos asistido en otros films
del director, especialmente en otra de sus alquimias con material
estadounidense, La casa de la alegría
(2000), basada en la novela The House of
Mirth de Edith Warthon. Allí, una mujer soltera educada para casarse, de
una riqueza espiritual incalculable pero de escasos medios materiales –Gillian
Anderson, la de The X Files– al no
conseguir quien soportara su inteligencia y criterio, emprendía una caída
vertiginosa hacia el más desolador de los pesares sin ninguna liana de donde
sostenerse en medio de la aristocracia (¡ja!) neoyorquina de comienzos del
siglo XX, regida sólo por el dinero y los más estrictos prejuicios.
“No le temas a la muerte” le aconseja aquella tía tan
convencional como sabia antes de despedirse. Uno de los puntales de la poesía
de Dickinson era la relación que entabla con la muerte. Emily trabará amistad y
cortejará al final de todos los finales con su escritura; su yo poético
aprenderá a posicionarse en un umbral que ya no es de este mundo. De hecho, en
una fantasía que escenifica la llegada del amado, un hombre alto que viene a
buscarla vestido de negro y sube la escalera hacia su habitación, Davies nos
hará escuchar no sólo un maravilloso poema, sino también un tema musical que
será el que se oirá cuando Emily se despida de este valle de lágrimas. La
muerte será el hombre amado, tan esperado, tan sobrio, tan ilusionado. Pero por
más ensayos que la doliente haga en el escritorio con la pluma, el último acto
la encontrará poco preparada para su acogida. Davies no nos ahorrará pormenores
de su agonía y su batalla antes de expirar.
El film puede parecer estático –aunque hay un par de
movimientos de cámara extraordinarios; una panorámica de 360 grados en el que
la cámara gira recogiendo detalles de una noche de lectura y contemplación
familiar a la luz de las rudimentarias lámparas de la época; otro de los
arrebatos de una apasionada pianista- pero la turbulencia emocional que provoca
en el espectador que sintonice con su propuesta puede ser devastadora.
Para quienes deseen más dosis de resplandor y agonía,
pueden agenciarse de Distant Voices,
Still Lives (1988) y The Long Day
Closes (1992), los films que se colocaron a Terence Davies en el destacado
lugar que hoy ocupa en el mundo de los que hacen del cine un hecho estético.
Allí, en una peculiar forma de autobiografía ficcionalizada, Davies repasa su
infancia y adolescencia en los años de la década de 1950, entre las canciones
de Hollywood y los abusos bestiales a los que el padre sometía a la familia,
entre el fundirse y la evasión con los personajes de una pantalla en
Technicolor y el deseo por los obreros de una obra en construcción. También es
muy destacable el documental Of Time and
the City (2008), sobre su ciudad natal, Liverpool, a la que observa con
amor e ironía, con una mirada poética que subjetiviza el género, a la vez que
desliza que su gusto –tan raro, poco convencional, tan queer– nunca tuvo nada que ver con The Beatles.
Publicado en Regia Magazine, 17 de julio de 2017
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